Tribuna:

Jugar con la muerte

A un autor habitual de esta casa -Antonio Gala, por más señas- el año nuevo le ha traído de regalo una parcela, no para edificar, para hacerse un chalet, sino para guardar su cuerpo en un recinto que va camino de convertirse en monumento nacional: el cementerio de Casabermeja.Camposantos famosos jalonaron siempre el fin definitivo de aquellos que por propia voluntad decidieron dejar su nombre entre sus muros por razones de amor o vanidad, a la espera de su juicio final particular. Sin embargo, adjudicar ese lugar en vida a los que sólo de referencia se conoce es novedad aquí, donde se sabe cas...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

A un autor habitual de esta casa -Antonio Gala, por más señas- el año nuevo le ha traído de regalo una parcela, no para edificar, para hacerse un chalet, sino para guardar su cuerpo en un recinto que va camino de convertirse en monumento nacional: el cementerio de Casabermeja.Camposantos famosos jalonaron siempre el fin definitivo de aquellos que por propia voluntad decidieron dejar su nombre entre sus muros por razones de amor o vanidad, a la espera de su juicio final particular. Sin embargo, adjudicar ese lugar en vida a los que sólo de referencia se conoce es novedad aquí, donde se sabe casi todo de la gente de pluma, salvo el lugar adonde fue a parar. Díganlo, por ejemplo, Lope, Quevedo, Calderón y el propio Cervantes.

Los de Casabermeja son más previsores, igual que si trataran de emular a Génova o a París. Aún así, bien distinto sería quedar, como quien dice, a pie de obra, como tantos maestros medievales unidos, confundidos con su jamás concluida catedral o como en Pisa, por ejemplo, junto a su batisterio y torre, que nunca se llegará a caer, pues la mantiene en pie la sombra del inmortal Galileo. Sus obras comenzaron en torno al año 1000, es decir, en época parecida a la nuestra, con el mundo en trance de irse a pique, según amenazaban sermones agoreros. Pero se ve que los písanos no eran ningún Valdés Leal, eternamente empeñado y complacido en retratar calaveras y gusanos. Eran gente con los pies en la tierra y naves en la mar, es decir, dos veces hombres, rivales (le Venecia y Génova. Puestos a meditar debieron de llegar a la conclusión de que si tal hecatombe se cumplía y el hombre quedaba borrado de la faz de la tierra, se salvaría al menos por sus obras tal como sucede con la temida bomba de neutrones. De modo que alzaron su catedral y, de paso, conquistaron Córcega y Cerdeña. Unos cuantos partieron para Tierra Santa, a la conquista de Jerusalén y en busca de nuevos mercados, pues, como nadie ignora, desde la antigüedad los mejores negocios siempre se hicieron a la sombra de Marte. Muchos quedaron en el mar o entre olivos, otros volvieron a morir su propia muerte bajo tierra del Gólgota, traída a su vuelta por los mismos cruzados, cerca de su torre, frente a la simetría de colores que forman la fachada de su iglesia. En parcela elegida y no impuesta encontraron reposo, cambiando aquel final universal y altisonante por otro más particular, lejos del mármol y ajenas hecatombes. Pues tales modos de jugar con la muerte en los que la vanidad, el deseo de vivir más allá, asoman entre cipreses y rosales, unidos a un deseo de aferrarse a lo que no se llega a entender porque es difícil de imaginar. Parecidos deseos alzaron siempre lugares de fingido reposo bien distintos de las actuales ciudades dormitorio.

Basta echar un vistazo a las terrazas vecinas de Madrid, a espaldas de la ermita del labrador Isidro. En un principio, su cementerio fue un diminuto patio de modestos nichos carcomidos por la nieve cuando en Madrid nevaba todavía. A sus muros antes humildes, pronto les creció un segundo patio más grande y elegante, como si en pocos años la muerte hubiera alcanzado mayor rango e importancia con nombres como Cayetana de Alba o el general Castaños. Pasillos, corredores, soportales fueron llenando con su rancio olor rincones y paseos hasta alcanzar los pisos superiores, desde los que se domina el ancho cielo y el río de Madrid. Los habitantes de las nuevas terrazas debieron de sentir un gran alivio viendo a lo lejos sus antiguas moradas bajo una luz precaria, todavía dominada por la cúpula de san Francisco el Grande. Hasta aquellos balcones de eternidad y espera llegaba el son de las verbenas, el rumor de los bailes hasta el amanecer, de un río poblado aún de lavanderas y rebaños.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Poco a poco, la ciudadela fue creciendo cerro arriba sembrando cruces a su paso, olvidando a sus primeros inquilinos. Fue a principios de siglo cuando comenzó a alzarse en ella toda una teoría de pequeñas catedrales desde la más remota tradición hasta los últimos patrones de un efímero art nouveau. Alevines de claustro, escudos heráldicos, cresterías insolentes rompieron las sombras de la tarde dispuestos a hacer gala de fortuna y cuna ante los escasos visitantes. Una señora se mandó retratar en su trono de gloria y caridad, repartiendo limosnas a su tropa de mendigos asiduos.

Hasta que un día tanto orgullo llenó a tope las galerías, las avenidas rotas y los muros cubiertos de cifras, fechas, nombres. Las antiguas tapias y el río cerraron el paso y aquella cofradía nacida humilde para acabar ilustre y comercial, se vio obligada a negar sus parcelas a nuevas vanidades. Por fin volvió el silencio a ella, ese rumor de nada y esperanza que acompaña al hombre a la hora de la gran verdad, más allá de las cinco de la tarde, ese momento en el que a solas se siente en el rostro el aliento de la que no tiene nombre. Entonces se ve claro que lo demás: parcelas, jerarquías, honra, es jugar por jugar, luchar por esconder un miedo a desaparecer, un ciego afán de perdurar como sucede siempre con las obras de los hombres.

Archivado En