Editorial:

Nuevas y viejas embajadas

A MENOS QUE el Consejo de Ministros que hoy se celebra depare una sorpresa en este terreno, existe la impresión que el nuevo Gobierno es víctima de una extraña parálisis en lo que concierne a la renovación de embajadores. Los nombres de los candidatos circulan ruidosamente por la calle del rumor pero permanecen oficialmente en el secreto, amparado por la costumbre de esperar el placet de los respectivos países. Sin embargo, en esa circunspección pueden desempeñar también un cierto papel las presiones corporativas de los miembros de la carrera pata evitar los nombramientos de embajadores...

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A MENOS QUE el Consejo de Ministros que hoy se celebra depare una sorpresa en este terreno, existe la impresión que el nuevo Gobierno es víctima de una extraña parálisis en lo que concierne a la renovación de embajadores. Los nombres de los candidatos circulan ruidosamente por la calle del rumor pero permanecen oficialmente en el secreto, amparado por la costumbre de esperar el placet de los respectivos países. Sin embargo, en esa circunspección pueden desempeñar también un cierto papel las presiones corporativas de los miembros de la carrera pata evitar los nombramientos de embajadores políticos, el loable esfuerzo por reivindicar los nombres de diplomáticos demócratas que -como Máximo Cajal- fueron objeto antaño de discriminaciones en sus destinos o los condenables ajustes de cuentas personales. La forma en que José Pedro Pérez Llorca repartió destinos casi a voleo durante los últimos meses de su mandato, pese a la certidumbre de la derrota electoral de UCD, ha colocado entre la espada y la pared a Fernando Morán, desgarrado entre sus lealtades políticas al Gobierno y la solidaridad con sus compañeros. Esta es la cara y la cruz de cualquier nombramiento que entregue la responsabilidad de un departamento ministerial a alguien de la casa, obligado a bregar con sus colegas de cuerpo con la desagradable perspectiva de que quizás mañana tenga como jefes a sus actuales subordinados.La renovación de la diplomacia española no es sólo una cuestión de nombres, sino también de nuevas costumbres y expectativas. Desde hace muchos años, la vida diplomática tradicional ha ido perdiendo parte de sus antiguas funciones e importancia como consecuencia de los puentes entre los gobiernos instalados sobre su cabeza. Los ministros han pasado a desempeñar el protagonismo de las relaciones internacionales en su grado máximo. El jet ha creado otro sentido de la relación política; sustituye a Miguel Strogoff, a la imagen romántica del antiguo correo con la valija esposada a la mano. Ahora son los altos funcionarios gubernamentales los que anudan personalmente desde los grandes tratados hasta los acuerdos comerciales. Incluso las empresas privadas tienen su cuerpo diplomático propio. Todo pasa por encima de los venerables edificios en los que se almuerza con morosidad y se conversa sobre literatura. Apenas valen ya las segundas intenciones, las persuasiones dulces, los sobreentendidos. La diplomacia ha dejado de ser una especialidad: es ahora un servicio a las especialidades.

El mundo está reconvirtiendo sus embajadas para transformarlas en unidades operativas. Ya no es tan fácil nombrar embajadores con arreglo al escalafón, ni trasladar secretarios de un lado a otro del mundo según criterios de antigüedad o por conveniencias propias del interesado. La carrera no es ya una preparación genérica sino que exige una serie de conocimientos especializados, continuamente reciclados, en cuestiones y áreas muy directas y muy concretas.

El Gobierno socialista se encuentra, así, con un doble problema. De un lado, combinar los compromisos corporativistas o personales con la nueva política internacional española. De otro, complementar a los funcionarios de carrera con los embajadores políticos que la estrategia del Poder Ejecutivo considera imprescindibles. Ni que decir tiene que la concepción de las embajadas como despojos para premiar favores o satisfacer descontentos es inaceptable y que la figura del embajador político ha de estar justificada por razones objetivas. En cualquier caso, la renovación de embajadores en las grandes capitales del mundo parece tan inevitable como las designaciones para alguno de esos puestos de personas no pertenecientes a la carrera, dado que buena parte de los actuales funcionarios, aun siendo leales al Estado y a la idea general de España, han representado ideas y posiciones políticas que ya no son válidas. ¿Sería Gabriel Mañueco, el hombre que negoció el Tratado bilateral con Estados Unidos siguiendo las instrucciones del anterior Gobierno, la persona indicada para representar al Gobierno de Felipe González en Washington? ¿Nuño Aguirre de Carcer, actual embajador en Washington, podría defender adecuadamente ante el Vaticano las posiciones del Poder Ejecutivo socialista? La renuncia de Enrique Múgica a la Embajada en París, aparte de poner de relieve la firme decisión del veterano diputado socialista de seguir haciendo política activa en el Congreso y en la Comisión Ejecutiva del PSOE, aumenta las dificultades del gabinete para cubrir un puesto clave.

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Pero el cambio de nuestra política exterior no puede limitarse a una simple combinación diplomática. Es una operación mucho más profunda, que exige la compenetración del Palacio de Santa Cruz con los ministerios que llevan a cabo distintas formas de relación internacional y unas especializaciones serias y profundas con relación a áreas, países, intereses directos. El nombramiento de los nuevos embajadores debe hacerse sobre todo en función de los criterios del Gobierno sobre la manera de plantear la recuperación de la soberanía de Gibraltar, la permanencia o la salida de la Alianza Atlántica, la renegociación de los acuerdos con Estados Unidos, las relaciones con Francia, la integración europea, la política en el Norte de Africa y la estrategia en Latinoamérica. Una casa no puede empezar a construirse por el tejado ni la realización de la política exterior de un Estado puede ser el resultado azaroso de la gestión incoherente de una miríada de diplomáticos designados para sus puestos por criterios administrativos híbridos y sin capacidad para llevar a cabo unas directrices gubernamentales que, por supuesto, deben previamente existir y ser formuladas de forma inequívoca y coherente.

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