Tribuna:

La muerte no existe

Si algún día ustedes se pierden por el cementerio parisiense de Pére-Lachaise, busquen una pequeña lápida desmejorada por el tiempo, medio hundida entre la hojarasca y con las letras casi borradas. Hay allí un pequeño epitafio que es toda una historia. Resulta que en la tumba yace un tal Louis-Sébastien Gourlot, muerto a los 38 años, en abril de 1816. Su viuda, "desconsolada", quiso erigirle un pequeño monumento para que todos se enterasen, no sólo de la muerte del amado, sino también de que ella era extranjera, que estaba lejos de los suyos y que juró no abandonar nunca la tierra donde encont...

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Si algún día ustedes se pierden por el cementerio parisiense de Pére-Lachaise, busquen una pequeña lápida desmejorada por el tiempo, medio hundida entre la hojarasca y con las letras casi borradas. Hay allí un pequeño epitafio que es toda una historia. Resulta que en la tumba yace un tal Louis-Sébastien Gourlot, muerto a los 38 años, en abril de 1816. Su viuda, "desconsolada", quiso erigirle un pequeño monumento para que todos se enterasen, no sólo de la muerte del amado, sino también de que ella era extranjera, que estaba lejos de los suyos y que juró no abandonar nunca la tierra donde encontró la felicidad y donde perdió el objeto de su "eternel amour'. Nos cuenta también que se ha reservado sitio al lado de la tumba del amado para irse a reunir pronto con él. En esta pequeña lápida notarial, una señora sin nombre reclama un presente para su dolor. De este modo, el muerto, su muerto, sigue existiendo. En un apasionante y apasionado libro sobre la muerte en Occidente, Philippe Ariès (*) nos dice: "Aunque la literatura haya proseguido su discurso sobre la muerte, el hombre corriente ha enmudecido y se comporta como si ésta ya no existiera". Es cierto: en la civilización occidental no vemos la muerte -si no es en la ficción-, y enterramos el recuerdo de nuestros muertos en la soledad interior de vidas perfectamente programadas. Sin embargo, la última razón del morirse tendría que ser su evidencia, y habría que reivindicar el derecho a decir adiós como nos dé la gana. Por razones de higiene moral y de salud social, se ha convenido que es de mal gusto manifestar lo que se siente. Y más hoy, cuando el campo del pensamiento es cada vez más púdico y recatado, aunque utilice fórmulas aparentemente renovadoras. Parece como si se temiera más a hacer el ridículo que a la propia idea de la muerte.Hay que irse sin ofender, de manera limpia. De la misma manera que hay casas especiales para nacer, donde la mujer que pare se siente un número y el niño que nace es uno entre tantos, se han creado reservas para los muertos: los nuevos y profilácticos servicios de pompas fúnebres. Se muere lejos de la cama, de los recuerdos, sin espectáculo, calladamente. Sin opción para la dignidad o el arrebato, hay que pedir perdón por molestar, por mostrar algo que pretendemos haber ganado contra la divinidad: eso de que algún día tenemos que desaparecer. Pero este recato, esta discreción organizada, no palía la angustia de vivir. No queda otra descarga de adrenalina que las visitas semanales al psicoanalista. La sensualidad, incluso la de la tristeza, está mal vista. Graham Greene le dice a la periodista MarieFrançoise Allain: "Todo es sensualidad: la manera como se sostiene la taza de té es más reveladora a veces que la manera como se hace el amor". Pero esta especial perspicacia para captar las sensaciones no es un don gratuito. Hay que reaprenderla todos los días. Y no todo el mundo está dispuesto a hacerlo. La inmensa riqueza que nos aportarían un gusto, una vista, un tacto y un olfato desarrollados ha quedado impresa en las burdas maniobras de la pornografía de papel. La muerte se ciñe a las guerras lejanas, visuales catástrofes que nos cuentan por la radio o que leemos todos los días a la hora del desayuno. En Occidente, pues, no hay muertos ni muerte. Y los que se van infringen uno de los capítulos modernos de urbanidad. Son unos maleducados.

No hay tiempo para el ritual, para el luto, para flores, para un sencillo epitafio. No se puede exigir la existencia de los que se han ido a través de las palabras, de la pena exterior, del dolor que se comparte. No se expresa la culpa, no hay pena. Casi somos inmortales, si no fuera por estos impertinentes que todavía nos mandan esquelas mortuorias, cada vez más simples, más escuetas, menos entrometidas. La necesidad de dramatización queda, pues, relegada a la angustia de lo que no se puede expresar, de lo que no se puede comunicar.

Philipe Ariés recuerda que la muerte tiene que ser aceptable para los que sobreviven. No está bien que el que se va escoja su manera de morir según su manera de vivir. En los grandes hospitales hay dos clases de muertes que irritan: la del que muere a gritos, con desesperación, y la del que ha decidido dimitir de la vida y no ayuda a la medicina. Los agonizantes, tratados como seres anormales, reciben una reprimenda si no se ajustan a las normas. Muchos se mueren con gran limpieza, eso sí, pero sin dejarles opción para la serenidad o para la rabia. Se muere lentamente, tras una urna, cargado de tubos y rodeado de máquinas, siendo sólo un cuerpo que ya no habla, que no mira, que no piensa. Vi una vez a una muchacha que durante quince días fue a la UVI de un hospital de Barcelona. Todas las mañanas le decía adiós a su madre, y ésta, impasible, movía su pecho al compás de un respirator que hacía el mismo ruido de una sierra metálica. Durante estos días, la muchacha quiso cumplir con el antiguo ritual del adiós, no se cansó ni una sola mañana. Pero fue la única protagonista, pues el que se iba ya no estaba. Se le había estafado el último momento, que era exclusivamente suyo.

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En Estados Unidos, la muerte tampoco existe, pero reaparecen los muertos, maquillados, embalsamados, para compensar a los que se quedan de la desaparición del hecho de morir. Es lo que José Luis Aranguren llama el "escamoteo de la muerte propiamente dicha". Pero el espectáculo del American way of death es momentáneo: los vivos vuelven a estar aprisionados por la supuesta utilidad de las obligaciones cotidianas. Al cabo de unos meses, se considera de mal gusto que los vivos recuerden a sus muertos, que hablen de ellos, que se vistan de negro. La fiesta terminó, hay que adaptarse. Ya no hay protagonistas. Quizá hayamos ganado una batalla contra la hipocresía, pero también hemos perdido en gestos externos, estos gestos que te hacen pensar -o soñar- que ningún día es igual a otro. Morimos como ratas oliendo a éter.* (*)

Editorial Argos Vergara, 1982.

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