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Derecho a matar

Haciendo abstracción de mi deformación profesional, que me obliga a defender, y por tanto a comprender y a justificar el crimen -¡qué sería de la civilización sin el derecho a la defensa legal!-, me gustaría que mis indignados lectores reflexionaran un momento con los datos de una más completa información y se dieran cuenta de que no sólo yo justifico el asesinato cuando la ocasión, el motivo y las circunstancias los requieren, sino también los ordenamientos jurídicos, los políticos, los sociólogos y los gobernantes de todos los países.Sin entrar en la polémica, hoy ya superada afortunadamente...

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Haciendo abstracción de mi deformación profesional, que me obliga a defender, y por tanto a comprender y a justificar el crimen -¡qué sería de la civilización sin el derecho a la defensa legal!-, me gustaría que mis indignados lectores reflexionaran un momento con los datos de una más completa información y se dieran cuenta de que no sólo yo justifico el asesinato cuando la ocasión, el motivo y las circunstancias los requieren, sino también los ordenamientos jurídicos, los políticos, los sociólogos y los gobernantes de todos los países.Sin entrar en la polémica, hoy ya superada afortunadamente en nuestro país, sobre la pena de muerte, recordemos que toda guerra es la absoluta justificación del asesinato. Unos hombres, premeditadamente, deciden organizar un sofisticado y complejo aparato para matar hombres, mujeres y niños, en número de cientos de miles, mediante bombardeos, saqueos, ametrallamientos, falta de comida y de agua, derrumbamientos de casas, quemaduras con napalm, destrozo de miembros humanos con bombas de metralla, y fusilamientos sumarios a los desertores y depredadores. Y aunque algunas voces románticas se alzan, como siempre, contra la guerra, Estados, Gobiernos, políticos, filósofos y hasta gente común la justifican en multitud de ocasiones. Como patético ejemplo tenemos las páginas de nuestros periódicos cuando el suicida enfrentamiento entre Argentina y el Reino Unido por las islas Malvinas. Los opositores discutían cuestiones de criterio en cuanto a la histórica propiedad de las islas o el contenido progresista o reaccionario de los Gobiernos enfrentados. No leí ninguno que condenara como criminales sin excusa a los dos países por el único hecho de matar personas.

Nuestro código penal establece las causas por las cuales es lícito matar. Las eximentes de culpa por las que un individuo puede verse impelido a quitarle la vida a otro semejante sin que sea posible castigarle legalmente. La legítima defensa es la más conocida y aplicada por el pueblo, con rígida precisión en cualquier disputa en defensa de los bienes propios, del honor o de la tranquilidad personal. El estado de necesidad puede convertir en inocente al que mata a otro para comérselo, por ejemplo, y la obediencia debida liberó de -la horca a un sinfín de nazis que exterminaron a miles de personas. Así mismo la locura, la embriaguez no habitual y el trastorno mental transitorio borran toda intencionalidad del delito.

Todos nosotros, los ciudadanos, pagamos a unos hombres para que se especialicen en el manejo de las armas y dediquen su vida a la persecución de criminales, a los que damos permiso para matar. Un muchacho de dieciocho años ha caído hace un mes en Badalona bajo las balas de dos policías porque tuvo la mala ocurrencia de intentar robarles el coche con ellos dentro. Los homicidas ni al entierro acudieron, pero tampoco habrá juicio. Ya se sabe, al ladrón se le puede matar. El juicio de Almería ha venido a confirmar la práctica habitual en todos los países civilizados de que a los terroristas también.

Si los militares, los soldados, los policías, los que son agredidos, los que deben obedecer órdenes, los locos y los borrachos y los que tienen mucha hambre pueden matar a un semejante, ¿por qué Neus Soldevila no? Yo sólo tengo una respuesta: porque es una mujer.

A Neus el miedo le causó un trastorno emocional gravísimo, su angustia fue superior a cualquier hambre, y la provocación continuada por la tortura que le infligía el marido, mucho más dura que la ocasional, pero como mujer, que es primero esposa y madre que ser humano, que persona, que ciudadana, no tenía más remedio que aguantar. Aguantar lo que ningún hombre soportaría, y que los legisladores han estimado causa suficiente de eximente de culpabilidad para los hombres. Por supuesto mucho más de lo que ningún gobernante aceptaría antes de declararle la guerra a su ofensor.

Dos sociólogos estadounidenses, William Stacey y Anson Shupe, cuentan que más de 200.000 mujeres han sido víctimas de malos tratos por el marido en el Estado de Tejas, durante los últimos dieciocho meses, y afirman que el apaleamiento de mujeres por el cónyuge es el crimen encubierto número uno en Estados Unidos, aunque, en la mayoría de los casos, queda impune al no ser denunciado. Con frecuencia la violencia física alcanza cotas serias: una cuarta parte de las encuestadas señalaron que además habían sufrido abusos sexuales, un 40% fueron maltratadas durante el embarazo y un 20% resultaron con fracturas de huesos.

La situación es idéntica en el Reino Unido, en Holanda, en Bélgica, en Dinamarca, donde existen multitud de casas-refugio para mujeres golpeadas, costeadas -ironía del Estado- por los ayuntamientos. En España, ni eso. Ni siquiera como agravante de Neus se puede alegar que podía haber buscado asilo y ayuda en alguna de estas organizaciones. En España, corno en Turquía o en Marruecos, la esposa golpeada, violada o fracturada debe llorar y callar. Mejor que ni siquiera presente denuncia en la policía para ahorrarse las burlas de los guardianes del orden machista, que matan jóvenes delincuentes y se mofan de las esposas apaleadas. Mejor que no lo cuente a sus padres o a sus amigos para no crearles un conflicto, mucho mejor que disimule con sus hijos para alcanzar, después de muerta, la distinción de madre abnegada. Mejor que reviente. Si decide aplicarse a sí misma el derecho masculino de la legítima defensa, la provocación suficiente o el trastorno mental, y matar por extrema necesidad, sólo queda para ella la prisión, el repudio y el asco social. Que me ha salpicado a mí también cuando me he atrevido a defenderla.

Lidia Falcón es abogada, escritora y feminista.

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