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Mis veintiún años de Triunfo

Yo fui objeto de la atención de Ezcurra poco antes del cambio de la revista. La ocasión precursora fue un vivo diálogo que mantuve a finales de 1961 en TVE con un canónigo madrileño. Discutíamos en la pequeña pantalla sobre la posibilidad de abrir las cerradas filas de nuestra Iglesia al diaconado: a esos medio curas y medio seglares, que parecía que iban a conectar mejor con el mundo, que no los clérigos encerrados en ese celibato que apartaba a muchos de él.Aquello le gustó a Ezcurra y me pidió que escribiese sobre el concilio que iba a celebrarse próximamente. Quería ilustrar a los lectores...

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Yo fui objeto de la atención de Ezcurra poco antes del cambio de la revista. La ocasión precursora fue un vivo diálogo que mantuve a finales de 1961 en TVE con un canónigo madrileño. Discutíamos en la pequeña pantalla sobre la posibilidad de abrir las cerradas filas de nuestra Iglesia al diaconado: a esos medio curas y medio seglares, que parecía que iban a conectar mejor con el mundo, que no los clérigos encerrados en ese celibato que apartaba a muchos de él.Aquello le gustó a Ezcurra y me pidió que escribiese sobre el concilio que iba a celebrarse próximamente. Quería ilustrar a los lectores sobre algo importante que iba a ocurrir y que a primera vista parecía muy alejado de su curiosidad. Pero aquello fue decisivo para el nuevo mundo de la revista. Lo mismo que, muy poco después, resultó la presencia de Haro Tecglen, porque fue Eduardo Haro pilar fundamental en ese nuevo recorrido que ha durado casi hasta ayer.

El concilio empezó en octubre de 1962, pero antes hubo signos premonitorios de lo que se avecinaba: una revolución insospechada dentro de la rutinaria Iglesia que nos había malformado. Desde el primer momento quiso Ezcurra -por eso- el artículo semanal sobre el concilio. Yo acepté el reto, y no dejé de estar desde entonces al pie del cañón cada siete días, sin faltar ninguna semana.

Nacionalcatolicismo

Un país invadido por el nacionalcatolicismo a causa de la presión conjunta del régimen político y de la Iglesia española empezó a leer todas las semanas algo inaudito hasta entonces: una revista inconformista de gran tirada, un periódico semanal independiente, critico y avanzado, que se ingeniaba el modo de que sus lectores comprendieran que no era todo lo que relucía en el país, y lo hacía a través de un nuevo lenguaje, más o menos en clave dado el momento, pero suficientemente expresivo.

Parecía mentira que aquello ocurriera en esas fechas de severa censura y que pudiéramos pasar casi indemnes por sus horcas caudinas, a fuerza de habilidad y constancia.

Cuántos martes me llamaba Castaño -el ahormador técnico de la revista- para recordarme que mi artículo estaba en la censura y el periódico se iba a retrasar esa semana. Porque -eso sí- yo tuve apoyo total de Triunfo, cosa que era impensable de otras publicaciones católicas de entonces, y sólo lo conseguí de esta revista profana, en la que muchos de quienes la hacían no eran creyentes.

Al final, el parón de la censura se arreglaba con llamadas de teléfono a algún amigo escondido en el ministerio y aceptando también algún corte de la censura.

La libertad religiosa, caballo de batalla

Por sus páginas desfilaron artículos de información de la actualidad, ensayos, crónicas, reportajes y entrevistas, en las que iba yo sacando a la luz una información religiosa que resultaba muy diferente de la que se daba oficialmente, y una crítica que el concilio me daba pie para hacerla, así como un comentario que los grandes teólogos del Vaticano II me facilitaban con su apertura.

La libertad religiosa fue uno de los caballos de batalla de la revista. El único colaborador indirecto que tuve de mis ideas fuera de la revista fue -para sorpresa mía- el ministro Castiella. A la moderada política que intentaba la apertura hacia Europa -que Luis Carrero Blanco frenaba cuanto podía- le convenía difundir a través de todas las embajadas de España fotocopias de los artículos que salían de Triunfo. Y lo hizo profusamente.

Otro tema fue el de la tiranía ejercida por gran parte del clero y obispos sobre nuestras mentes en política y en moral. Los discursos conciliares y la apelación a los antiguos pensadores del siglo XVI me dieron materia para defender las ideas democráticas y comprensivas de la nueva sociedad que emergía y que el régimen -apoyado por la Iglesia oficial- se resistía tenazmente a aceptar.

Más tarde fue el control de natalidad, que resultó frenado por los miedos neuróticos del papa Montini. Aquellos cinco artículos que desmenuzaban la parte conservadora de la encíclica Humanae vitae, a la luz de la razón y la teología, levantaron en vilo a nuestros obispos. Un día me llamó Casimiro Morcillo para llamarme la atención. Me dijo que hubiera querido condenar mis escritos nominatim. Pero Triunfo era lo suficientemente conocido y aceptado por amplios sectores del país, y al fin decidió callarse. Mi réplica fue sencilla: le recordé lo que habían escrito los demás obispos europeos, los cuales se aproximaban a mi abierta postura. Pero él me dijo, con toda ingenuidad, que sólo los españoles estaban en la verdad y que Roma así lo reconocía en privado, porque en público no se atrevía a desmentir a los de otros países. Diplomacia sutil del Vaticano, pero que terminaba el asunto en tablas.

Apoyo decidido de dos obispos

Cuando, más tarde, fue suspendido Triunfo, hubo dos obispos que lo apoyaron decididamente -a instancias mías-: Mauro Rubio, que lo era de Salamanca, y -sobre todo- Antonio Palenzuela, de Segovia. En cambio, en 1966 yo me había encontrado casi solo ante el peligro: el obispo de Lérida quería condenar públicamente los artículos de Triunfo, y hubo un solo obispo que me defendió en aquella conferencia episcopal. Después, Vicente Rubio Puchol -de Santander- y Gabino Díaz Merchán -de Oviedo- me animaron a no desfallecer y seguir mi conciencia, si bien no estaban totalmente de acuerdo con algunas de mis ideas.

Algunos se preguntarán qué repercusión tenían esas ideas religiosas de avance en los lectores de Triunfo. Su interés lo demuestra la avalancha de cartas que se recibieron en la época conciliar y posconciliar. Era frencuente recibir cartas que decían: "Soy ateo, pero me interesan mucho sus abiertas ideas; en este país, en el que tanto he sufrido por su cerrazón religiosa". Una dirigente de Acción Católica llegó a confesarme que el posconcilio la había llevado al ateísmo, por desilusión hacia nuestra Iglesia, pero que la lectura de Triunfo la había hecho recuperar la fe, aunque una nueva fe, más abierta. Un católico condenado a muerte por sus ideas políticas pudo mandarme una misiva, y me contaba que su mujer le llevaba mis artículos para ayudarle a morir con dignidad y esperanza; artículos que -me contaba- leían con avidez los demás condenados a muerte de su galería, a pesar de no ser creyentes. Entonces fue cuando descubrí la España oculta y silenciosa, cuya voz no hicimos sino catalizar y servir de amanuenses mis compañeros y yo en Triunfo.

Última renovación

Hoy las cosas externas han cambiado mucho. Y la renovación que Triunfo en los últimos tiempos intentó no fue captada favorablemente por la gente.

El hecho es que esos veintiún años han sido una etapa importante para el país, y que el Triunfo de Haro, Tecglen, de Monleón, de Eduardo Rico, de Carandell, de César Alonso, de Víctor Márquez, de José María Moreno Galván, de Vázquez Montalbán, de Diego Galán, de Fernando Lara, de Ramón Chao y de otros amigos de aquella época, difícilmente gloriosa, marcó no sólo a sus lectores, sino también me marcó a mí y me hizo lo que nunca había sospechado: un periodista, un escritor y un conferenciante de algo que sigue interesando a los españoles, como me lo demuestran hoy muchos de ellos desde los más apartados e insospechados lugares del país: una inquietud profunda en sus vidas, que los creyentes llamamos religiosa y los no creyentes ideal. Y España necesita, a pesar de todo, este mensaje.

Enrique Miret Magdalena es escritor especializado en temas religiosos.

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