Cartas al director

Más sobre 'El Rockefeller'

Desde que he visto en EL PAIS el artículo El Rockeffeller, de Javier Solana, hijo de aquel encantador y cultísimo químico de mi época universitaria, ando dándole vueltas a la idea de pergeñar alguna evocación del momento que a todos los de aquel grupo nos conmueva.Es interesante recordar los nombres de los que componían las huestes, podríamos decir, del inolvidable don Blas Cabrera, pero más palpable y más emocionante es recordar sus efigies.

Por rara casualidad (donde tanto se ha perdido por culpa de la odiosa guerra civil), ha llegado a mis manos, después del naufragio, la foto...

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Desde que he visto en EL PAIS el artículo El Rockeffeller, de Javier Solana, hijo de aquel encantador y cultísimo químico de mi época universitaria, ando dándole vueltas a la idea de pergeñar alguna evocación del momento que a todos los de aquel grupo nos conmueva.Es interesante recordar los nombres de los que componían las huestes, podríamos decir, del inolvidable don Blas Cabrera, pero más palpable y más emocionante es recordar sus efigies.

Por rara casualidad (donde tanto se ha perdido por culpa de la odiosa guerra civil), ha llegado a mis manos, después del naufragio, la fotografía del homenaje a Duperier, cuando ganó su cátedra de Madrid.

Bien fácilmente se contemplan los puntales de nuestro rockefeller: en primerísimo lugar, don Blas, junto al celebrado y modesto físico, que, de no haber recibido el espaldarazo en el extranjero -¡con el triste motivo de la emigración y del exilio!-, hubiera pasado desapercibido para el vulgo, dada su manera sencilla de vivir y conducirse: la misma modestia, encarnada en un hombretón de 1,80 metros o quizá más.

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Y no hay que rebuscar mucho para encontrar a todos los que estaban: Moles, Velasco, Palacios, catedráticos de la facultad de Ciencias de entonces; don Pedro Carrasco -también emigrado-, Del Campo, Bermejo y científicos afines de la categoría de don Nicolás Díaz de Sama; meteorólogos, entre los que distingo, al gran Collado, y muchisimos más, que conociéndolos de verlos a diario no retengo sus apellidos, con gran sentimiento por mi parte. Si alguien de los que allí acudíamos sabe poner nombre y apellidos a cada cual, será muy agradable recordarlos.

Lo que no se dice en el articulo de Solana es la enorme emoción que produjo aquella inauguración. Primero, por el salto formidable que supuso ser oídos en América hasta conseguir el dinero necesario para hacer realidad el anhelo de don Blas, y por su prestigio; y después, la de encontrarse con este motivo en nuestro humilde Madrid, que empezaba a aletear en todos los campos del saber -y éste era el más arduo-, casi toda la flor y nata de la ciencia mundial de entonces. Esta que suscribe creyó desvanecerse cuando en el banquete de celebración la sentaron al lado de la deliciosa madame Curie. / .

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