Editorial:

La carrera de Haig

CUANDO ALEXANDER Haig dejó el cargo de comandante supremo de la OTAN se sabía cuál era su aspiración: ser presidente de: Estados Unidos. Había un precedente, el del general Eisenhower. Precedente arriesgado: Einsehower había ganado la guerra, tenía un enorme prestigio y, aunque escogió el Partido Republicano, había sido llamado también por el Demócrata. Se imaginaba que estaba por encima de los partidos y que lo que llevaba a la presidencia era la gloria militar de Estados Unidos. Haig es un personaje distinto. En lugar de la bonachonería sonriente de Eisenhower, tenía el aspecto ceñudo y admo...

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CUANDO ALEXANDER Haig dejó el cargo de comandante supremo de la OTAN se sabía cuál era su aspiración: ser presidente de: Estados Unidos. Había un precedente, el del general Eisenhower. Precedente arriesgado: Einsehower había ganado la guerra, tenía un enorme prestigio y, aunque escogió el Partido Republicano, había sido llamado también por el Demócrata. Se imaginaba que estaba por encima de los partidos y que lo que llevaba a la presidencia era la gloria militar de Estados Unidos. Haig es un personaje distinto. En lugar de la bonachonería sonriente de Eisenhower, tenía el aspecto ceñudo y admonitorio de los generales que temen siempre la blandura del poder civil en momentos de riesgo que ellos ventean y, a veces, crean. En su ficha había algunos datos que le calificaban de halcón. El hecho de que ahora pierda su poder porque los nuevos halcones le consideran blando y moderado es un indicio grave del desplazamiento de la situación.En el historial de Haig se encuentra su personalidad de "Kissinger": cuando el secretario de Estado le designó para ir y venir en las conversaciones de paz con Vietnam y trató de reforzar su diplomacia con los bombardeos de los diques de Vietnam del Norte -algo que quizá aumentó la presión nacional e internacional contra la intervención de Estados Unidos-, dificultó las negociaciones y obligó finalmente a Estados Unidos a aceptar una solución equivalente a perder la guerra. También se encuentra a Haig en el almuerzo de la Casa Blanca con el asesor de Nixon, Pete Peterson, y el presidente de la ITT, Harold (Seenen, en el que se decidieron los planes de actuación para derribar el régimen de Allende en Chile. En Bruselas, ya mandando los ejércitos de la OTAN,. se distinguió por sus presiones sobre los aliados europeos para que aumentasen su armamento, colaborasen más activamente con Estados Unidos y redujesen sus aperturas hacia la URSS. Cuando dimitió, lo hizo por desavenencias con Carter: encontraba que la política del presidente era amorfa, blanda y arriesgada. Haig venteaba ya el regreso de Estados Unidos -de su opinión pública- hacia una reacción más enérgica. Se lanzaba a la carrera presidencial. Por una parte, era tarde; por otra, demasiado pronto. El Partido Republicano tenía en mente alguien más avanzado que Haig para la presidencia -Reagan-, y consideraba a Haig demasiado nuevo en la política. Era un personaje para crear, para elaborarle con más tiempo. Encargar le de la Secretaría Estado parecía un principio para esa carrera. Haig no se conformó nunca. No aceptó los controles que el desconfiado Reagan le iba imponiendo: más poderes para el vicepresidente, para la Comisión de Seguridad Nacional, un asesor especial del presidente (una división clásica de funciones que ha producido ya varios conflictos en la política de Estados Unidos) y, sobre todo, la personalidad creciente del jefe del Pentágono, Caspar Weinberger. Un hombre de gran fuerza: si su función es la de representar el poder civil entre los militares, generalmente está más impregnado del pensamiento militar que del civil.

Haig nunca ha soportado esta disminución de su personalidad. Se lanzó sobre el poder como un tigre, ocupando físicamente la Casa Blanca, cuando se enteró de que Reagan había sido herido en un atentado, sobrepasando lo previsto en la Constitución (no se había declarado la incapacidad de Reagan; al declararse, el sustituto inmediato debe ser el vicepresidente, y aún hay otros escalones antes de llegar al secretario de Estado).

Es posible encontrar ahora razones inmediatas para su dimisión. Se cita su europeismo (adquirido en la OTAN) y su discrepancia en el asunto de Líbano. No son más que fuerzas desencadenantes. Haig había ya amenazado muchas veces con dimitir, y su verdadera discrepancia está cimentada en la disminución relativa de su capacidad y en que sus opiniones no eran absolutamente respetadas. Parece que intenta también marcar sus distancias con Reagan para continuar con su verdadera obsesión: disponerse a ser presidente. Independizarse de Reagan en un momento en que está amenazado por todas partes es una buena medida. Cualquier cálculo de actuario de seguros podría indicar que la edad de Reagan no le hace el candidato ideal para la reelección, y el Partido Republicano podría pensar esta vez en Haig. Con la máscara de moderado que se proporciona en esta ocasión, pero con su justa leyenda de duro e intransigente, podría atraer un buen número de electores si los acontecimientos se desarrollan en la misma dirección que ahora. Más que perder un buen puesto, corre hacia la presidencia. Sus primeras declaraciones desolidarizándose de la política exterior de la Casa Blanca son ya tomas de posición electorales.

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Reagan ha dejado caer a Haig; pero puede ser más cierto que Haig haya dejado caer a Reagan. Caer en manos de sus asesores torpes, de sus californianos duros y de su propia ignorancia en política exterior.

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