Diez años después del escándalo Watergate/ 1

Un robo que hizo dimitir a un presidente

El 17 de junio de 1972, en un típica noche washingtoniana de principio de verano, cinco expertos en espionaje, antiguos colaboradores de la CIA o del FBI, fueron descubiertos con las manos en la masa dentro del cuartel general del Partido Demócrata, en el lujoso edificio de oficinas y apartamentos conocido como el Watergate, a orillas del río Potomac. Frank Wills, vigilante nocturno del edificio, aún no puede creer, desde el modesto subsidio de paro que le mantiene que su hallazgo de una puerta entrabierta en el sótano diera paso, en pleno año electoral, al mayor escándalo político de la histo...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

El 17 de junio de 1972, en un típica noche washingtoniana de principio de verano, cinco expertos en espionaje, antiguos colaboradores de la CIA o del FBI, fueron descubiertos con las manos en la masa dentro del cuartel general del Partido Demócrata, en el lujoso edificio de oficinas y apartamentos conocido como el Watergate, a orillas del río Potomac. Frank Wills, vigilante nocturno del edificio, aún no puede creer, desde el modesto subsidio de paro que le mantiene que su hallazgo de una puerta entrabierta en el sótano diera paso, en pleno año electoral, al mayor escándalo político de la historia norteamericana. Diez años después, el affaire Watergate no sólo ha acabado con la vida política de un presidente y sus más inmediatos colaboradores, sino que se ha convertido en la patente de corso forzada de una nueva moralidad en la vida política norteamericana.

Es muy posible que el Watergate no hubiera ocurrido si, en noviembre de 1972, los norteamericanos no hubiesen tenido, como cada cuatro años, una cita con las urnas. Teóricamente, Richard Nixon, elegido con escaso margen sobre Hubert Humphrey en las elecciones de 1968, tenía garantizada la reelección sobre el demócrata de turno, el progresista George McGovern. Pero Nixon, acostumbrado a los fracasos políticos a lo largo de su azarosa vida pública, no las tenía todas consigo y se embarcó, según prueba ahora toda la evidencia disponible, en una singular campaña electoral.La estrategia de su campaña se centró en el desprestigio de su oponente por todos los medios a su alcance, incluidos los ilegales. Y para ello, se supone, formó, bajo la supervisión directa de sus más inmediatos asesores, un pequeño comité secreto encargado de centralizar las actividades de espionaje sobre su oponente. Lo que no está claro aún es la razón que movió a este comité de expertos a fisgonear en el cuartel general de los demócratas, habida cuenta que, en aquellos momentos, las relaciones entre los jefes del partido y su candidato presidencial estaban prácticamente rotas. Para los jefes demócratas, McGoverri era un peligroso extremista y hoy es historia la formación. de aquel club de Demócratas por Nixon, que contribuyó a dar al republicano la victoria más apabullante en una elección presidencial.

Los fontaneros

Y, sin embargo, los cinco fontaneros descubiertos infraganti en el cuartel demócrata estaban espiando a los demócrtas, no a McGovern. Esta aparente incoherencia contribuyó a incrementar las sospechas de que algo misterioso había tras aquella ilegal entrada en una propiedad privada. Para colmar las sospechas, uno de los fontaneros llevaba en su agenda una singular lista, restringida de números de teléfonos que le vinculaba a la Casa Blanca, más concretamente a un superespía bajo contrato temporal con Richard Nixon. Su nombre: Howard Hunt. Su pasado: agente de la CIA. Su último trabajo: investigador privado del caso Chappadichit, en el que una secretaria de Ted Kennedy, Mary Jo Kopechne, perdió la vida en una aparente noche de juerga con su jefe.

Pese a este dato, el hilo del ovillo, desgraciadamente para George MeGovern, no comenzó a desenrrollarse hasta terminadas las elecciones presidenciales. Incluso con los esfuerzos de dos reporteros del Washington Post, el ahora famoso tándem Woodward-Berstein, el caso Watergate no fue caso hasta entrado el mes de enero de 1973, una vez que Richard Nixon se había asegurado, con el voto mayoritario de 49 de los cincuenta Estados de la Unión, su segundo mandato en la oficina ovalada en la Casa Blanca. Lo que rompió la madeja fue el comienzo del juicio, en enero, de los implicados directos en la entrada ¡legal en el edificio Watergate y su certeza de que, con Nixon triunfalmente instalado en la presidencia por cuatro años más, estaban condenados de antemano a muchos años de cárcel.

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

James MeCord, otro antiguo operativo de la CIA, lo vio esto muy claro y se decidió a hablar. Cada vuelta del ovillo descubría algo nuevo, y así, hasta llegar a John Dean, el joven y ambicioso abogado de la Casa Blanca que, a sus 33 años, cometió el singular error de no darse cuenta de que su cargo se lo debía a un intento deliberado de inmiscuirlo, como el tapón final, en un escándalo en el que ni siquiera había participado. Pero para finales de marzo, Dean había tomado conciencia de su situación y, a fuerza de sustituir su desayuno habitual con informaciones reveladoras del Post que directamente le implicaban" se decidió a tirar de la manta por su propia cuenta y riesgo.

El maestro armero

A partir del 15 de abril, el desayuno comenzó a ser indigesto para el último círculo de asesores de Nixon, personificados en John Ehrlichman y Bob Haldeman, y, una semana más tarde, para el propio presidente. Convencido de que todavía era posible negar su vinculación personal, Nixon destituyó a los tres, pero con muy malos modos a Dean, quien se había tomado venganza previa implicando directamente al presidente en el intento de encubrimiento que habían llevado a cabo los conspiradores desde, practicamente, la misma noche del extraño robo en el Watergate.

Un año más tarde, tras semanas angustiosas de investigación por el Senado (con sus audiencias directamente televisadas a toda la nación) y la amenaza de un proceso de impeachment del propio presidente, a raíz del descubrimiento de que Nixon había grabado toda la conspiración en cinta magnetofónica, la situación era incontrolable. Por vez primera en los dos cientos años de historia de la Re pública, un presidente, libremente elegido con la mayoría más abultada de dos siglos de consultas electorales, corría el riesgo de ir a la cárcel, después de un angustioso proceso legislativo para destituirle como primer ejecutivo. Una mañana de agosto, en el verano de 1974, Nixon se despedía con lágrimas en los ojos de la presidencia y de la cárcel. Un elaborado acuerdo con su sucesor, nunca confirmado, ahorraba al país un drama de incalculables consecuencias.

Richard Nixon, el hombre que superó siete crisis, que se instaló en la Casa Blanca ocho años después de que el mito Camelot de John F. Kennedy le dejara a sus puertas, dimitía ante los incrédulos: ojos de millones de televidentes, furiosamente molestos con un hombre y una Administración que quizá por vez primera en público se había atrevido a engañarlos. "Puedes mentir a alguien alguna vez, pero no puedes mentir a todos continuamente", pudo ser su mensaje de despedida, rememorando un clásico norteamericano.

El personificador de la Imperial Presidency de Arthur Schlesinger vive hoy su retiro en Sadle River (New Jersey), después de que sus convecinos en el edificio de apartamentos de Nueva York donde pretendió instalarse le negaran el acceso a su vivienda. Perdonado por Gerald Ford, su sucesor, Richard Nixon se recluyó durante más de dos años en su residencia-fortaleza de San Clemente, California, donde pasó, dicen sus pocos allegados, los peores momen tos de su vida. Gravemente enfermo, física y moralmente, sólo la fortaleza que le dio una intensisima y larga vida política le permitió supervivir a su octava crisis. En una reciente aparición ante el programa The Morning News, de la cadena CB S,, Richard Nixon explicó bíblicamente su terapéutica para la supervivencia: "Recuerda a la mujer de Lot; nunca mires hacía atrás".

Los chusqueros

Otros que no osan mirar hacia atrás son los colaboradores directos del ex-presidente. Muchos de ellos, la mayoría, pasaron meses e incluso años en la cárcel pagando las culpas por las que su jefe fue perdonado. Algunos de ellos han reconducido su vida por la senda de moda en Estados Unidos: el renacimiento a la vida cristiana. Uno de ellos incluso se ha hecho sacerdote presbisteriano: Jeb Stuard Madruger, antiguo director adjunto de la campaña electoral para la reelección de Nixon.

Pero los principales protagonistas han vuelto, más o menos, a sus antiguas ocupaciones antes de ser tentados por el poder. Howard Hunt, el superagente ya en edad de retiro, ha vuelto a escribir novelas de espionaje, su pasatiempo favorito. John Dean, el más joven, ha dejado forzadamente la abogacía y ahora es un comentarista famoso en la radio californiana. Los Ehrlichman y Haldeman, que configuraron el círculo cerrado del entorno presidencial, han vuelto al mundo de la venta de parcelas.

Casi todos ocupan, o han ocupado, su tiempo con la actividad editorial. Sus libros sobre la experiencia vivida les ha servido para financiar sus abultados gastos de defensa legal o sus períodos en la cárcel. Ehrlichman, por ejemplo, se dedica ahora full time a esta actividad y escribe novelas que recuerdan su época en la Casa Blanca y el escándalo vivido. John Mitchell, el único ministro de Justicia norteamericano que ha pasado por una cárcel como recluso, trabaja para una firma de consultores después de que se le prohibiera, a perpetuidad, ejercer la abogacía.

Quizá el peor parado de esta historia sea Frank Wills, el vigilante nocturno cuyo descubrimiento de los fontaneros en el Watergate y posterior llamada a la policía metropolitana de Washington hizo que todo el asunto saltara a la Prensa. Wills, de raza negra, no ha conseguido un trabajo estable desde que abandonó su puesto en el edificio a orillas del Potomac y, hoy vive del seguro de desempleo.

Su historia puede ser la lección moral de un escándalo que, sin embargo, ha tenido un efecto indudablemente beneficioso y esteriliz ante para la vida política norteamericana. La nueva moralidad que el Watergate creó en Estados Unidos estuvo, sin embargo, a punto de morir con su primer fruto. La endeble presidencia de Jimmy Carter, el hombre que rentabilizó en provecho propio la herencia del Watergate, casi convirtió en deleznable algo que, sin duda alguna, tuvo un efecto profundo de saneamiento del ejercicio de la función pública.

Como contrapartida, un nuevo espíritu parece nacer en. el país que, tras la experiencia de Jimmy Carter, se pregunta la conveniencia o las ventajas de haber superado aquel traumático acontecimiento. El poder enorme que amasó la Prensa, por ejemplo, está siendo puesto en entredicho insistentemente, y desde los juicios culturales a sus efectos, tipo la película Ausencia de malicia, hasta las feroces autocríticas desde los mismos periódicos que posibilitaron el descubrimiento del escándalo, planean sobre una herencia que la historia y los electores ya han juzgado. Un 50% de los norteamericanos estima que el escándalo Watergate es consustancial con la vida pública estadounidense y podría repetirse en clualquier momento.

Archivado En