Tribuna:

La extraña lógica de las Malvinas

Es evidente: la tragedia de las Malvinas representa un escarnio atroz del viejo discurso sobre el progreso moral. Desgraciadamente, es sólo un fenómeno más del conjunto siniestro que constituyen las guerras civiles de Guatemala y El Salvador, el enfrentamiento de Irak e Irán, más profunda y prolongadamente; la muerte por hambre de millones de seres sobre el planeta, en la inmensa reserva conocida como Tercer Mundo. Lo que ocurre es que este penoso episodio se ha producido de un modo súbito, imprevisible, y, a mayor abundamiento, exhibe una apariencia gratuita que da la impresión de fustigar la...

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Es evidente: la tragedia de las Malvinas representa un escarnio atroz del viejo discurso sobre el progreso moral. Desgraciadamente, es sólo un fenómeno más del conjunto siniestro que constituyen las guerras civiles de Guatemala y El Salvador, el enfrentamiento de Irak e Irán, más profunda y prolongadamente; la muerte por hambre de millones de seres sobre el planeta, en la inmensa reserva conocida como Tercer Mundo. Lo que ocurre es que este penoso episodio se ha producido de un modo súbito, imprevisible, y, a mayor abundamiento, exhibe una apariencia gratuita que da la impresión de fustigar la racionalidad proclamada por una sociedad de hombres próximos al siglo XXI.Se ha hablado, así, de una situación kafkiana, en un reciente artículo de Edwards. Tratando de llevar el agua a su molino de una apologética conservadora, pretendía Benoist, hace unos días, en estas mismas páginas, que la guerra de las Malvinas revelaría la inconsistencia del marxismo y su comprensión de la historia a través de la lucha de clases. Y el hombre común, ese que está viendo morir a sus congéneres sobre las islas del Atlántico sur, quizá simplemente se lleva las manos a la cabeza y piensa que le engañaron los filósofos cuando le dijeron que el hombre era un ser racional.

Y yo no voy a ser tan insensato que contradiga las evidencias del ciudadano medio y afirme que el hombre es un ser racional. Pero sí me atreveré a mantener que, a pesar de las apariencias, los procesos históricos tienen su lógica, su inevitable lógica, y que en concreto la tiene esta tragedia. Aunque, naturalmente, tal lógica se halle entramada con el azar, que, siendo componente del mismo mundo físico, mucho más alto papel ha de jugar en el universo histórico y social.

Pero, ¿qué extraña lógica es ésta? ¿Una guerra por un puñado de islotes azotados por gélidos vientos? ¿Por tropeles de corderos? ¿Es que, en nueva alucinación quijotesca, han sido confundidos con ejércitos? O, pasando de los habitantes zoológicos al reino del homo sapiens, ¿por los derechos de la colonia pobladora de la isla? Podría ser éste un motivo de contienda; lo malo es que cotidianamente vemos yacer a millones de seres en el despojo de los más elementales derechos, la salud y la vida, sin que se movilicen los recursos que podrían salvarlos.

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Sí, indudablemente, tiene que haber en juego mucho más que esta bucólica imagen de islotes, rebaños y colonos. Numerosos comentaristas han señalado los intereses petrolíferos y estratégicos albergados en la zona. De un modo más psicologista invocaba Benoist, en el artículo aludido, las heridas del orgullo nacional, la pervivencia de la conciencia tribal, del desafío, en medio de nuestro mundo científico y tecnológico.

Pienso que la significación de esta tragedia es mucho más profunda y global. Se trata del complejo entramado de intereses propio del sistema de dominación en nuestro mundo occidental, que ha comenzado a agrietarse. Justamente cuando el sistema produjo, por su misma lógica, tres personalidades rectilíneas, la señora Thatcher, el general Galtieri, el viejo actor Reagan, incapaces de los meandros, la astucia, la flexibilidad que la hipocresía del sistema venía postulando. A sus primarias personalidades -y a la oscura racionalidad que las ha llevado al poder- debemos la sangrienta clarificación a que asistimos. Y en la cual la articulación de interés y sentimiento nacional, con la descarada manipulación del último, se muestra contundentemente.

El primero que rompió las reglas del juego fue, sin duda, el general Galtieri. También esto era lógico. Se trataba de un hombre de frontera, tenía que realizar su labor en esa periferia de represión y explotación que el sistema necesita para que en las metrópolis se mantenga el american way of life, la apariencia de libertad y bienestar montada sobre la desgracia de legiones de seres humanos. Y cuando se encontró con la rebeldía popular creciente, poderosa, a pesar de la violencia en que se quería ahogarla, intentó huir hacia adelante, superar la lucha interna en nombre de un ideal exterior unitario. Y sufrió la ilusión de una autonomía, de un espacio de juego que, a pesar de sus coqueteos con la Unión Soviética, no poseía. El general Galtieri ha sido la criada respondona dentro del sistema. Y se encontró con los verdaderos dueños. Hay que agradecerle la elocuencia con que ha mostrado el absurdo de un seudopatriotismo militarista, dedicado a oprimir la realidad más auténtica de la patria: sus masas.

Y la capacidad clarificadora del proceso disparado ha desbordado este elemental desenmascaramiento. La respuesta provocada en la cúpula del sistema no ha podido ser más significativa. Los poderosos, la OTAN, la CEE -en su conjunto-, han corrido a agruparse en torno a la señora Thatcher, olvidando la retórica del humanismo anticolonialista. Mr. Reagan ha tirado por la borda la solidaridad continental, ficticia cuando escapa de sus propios intereses. Todos han sido bien claros: en el enfrentamiento de patriotismo, el que cuenta es el que está al servicio de los dúeños de la gran industria.

Esa gran industria cuyos productos destructivos están machacando a los hombres de Corrientes y de Patagonia, a los argentinos traídos por el general Galtieri para encerrarlos en la sangrienta fiesta de las Malvinas.

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