Editorial:

Bolivia: la historia de siempre

A TRES semanas de la insurreción castrense que costó el puesto al dictador García Meza, autodesignado presidente de Bolivia en julio del año pasado, la situación del país latinoamericano vuelve por sus derroteros habituales. Los jefes militares se denigran entre ellos, se acusan de corrupción o de complicidad en el tráfico de drogas y finalmente callan o pactan, siempre a espaldas de los bolivianos, para que todo siga igual.La Junta militar heredera del general Meza, que gobierna el país desde que el general Alberto Natus decidiera por su cuenta rendirse al frente de los jefes y oficiales sub...

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A TRES semanas de la insurreción castrense que costó el puesto al dictador García Meza, autodesignado presidente de Bolivia en julio del año pasado, la situación del país latinoamericano vuelve por sus derroteros habituales. Los jefes militares se denigran entre ellos, se acusan de corrupción o de complicidad en el tráfico de drogas y finalmente callan o pactan, siempre a espaldas de los bolivianos, para que todo siga igual.La Junta militar heredera del general Meza, que gobierna el país desde que el general Alberto Natus decidiera por su cuenta rendirse al frente de los jefes y oficiales sublevados a principios de mes en la ciudad de Santa Cruz, intenta mantenerse contra viento y marea. La Junta, sin otra legitimidad que su control de la fuerza armada, desoye los llamamientos de algunos de sus compañeros de uniforme para que convoque una cumbre castrense que designe un presidente consensuado capaz de frenar la imparable caída moral y económica a que el intervencionismo y la ambición de un sector social han conducido a toda una nación.

Ya no son sólo generales o coroneles con reputación de honestos y moderados, como Humberto Cayoja o Lucio Añez, los que piden un cambio urgente. Hasta jefes militares en boca de todos los bolivianos como cualificados exponentes del golpismo o el enriquecimiento ilícito -cuando no de implicación dírecta con la mafia civil que protagoniza el negocio millonario del contrabando de cocaína- exigen la destitución de alguno o todos los miembros del poder tripartito boliviano.

Todo es posible ya en la situación de descomposición que ha permitido a algún periódico de influencia mundial denominar ópera bufa a los dramáticos acontecimientos protagonizados este mes por los militares bolivianos, cuando el quinto intento de golpe de Estado en poco más de doce meses acabó formalmente con la presidencia del general García Meza, aunque no con su poder. Porque, aunque parezca grotesco, y lo sea, nada ha variado sus tancialmente en Bolivia desde el sangriento cuartelazo del 17 de julio de 1980. Permanecen los hombres, permanecen las corruptelas y la opresión, y una sublevación militar en nombre de la democracia y del pueblo bolivia no ha quedado una vez más en un arreglo entre compa ñeros de armas que se saben únicos perdedores de un eventual enfrentamiento entre ellos. Aunque sea en nombre de la dignidad nacional. Bolivia, sin embargo, es otra cosa diferente de coroneles y generales conspiradores. Es un país de cinco millones y medio de hombres indios aymarás y quechuas la mayoría de ellos, dominados y manipulados por una minoría criolla, en la que no todos los que llevan la voz cantante son militares. Esos millones de personas, que en 156 años de independencia han vivido 112 de regímenes castrenses, están hoy más que nunca en el umbral de una economía bajo cero. El país andíno está literalmente, quebrado, viviendo de la caridad internacional, aunque su extensión, dos veces la española, y la riqueza mineral y agrícola de su suelo hagan de él un enclave rico potencialmente en el corazón de America.

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Un préstamo argentino de 250 millones de dólares, una de las últimas decisiones económicas del ex ministro Martínez de Hoz, ha servido hasta hace unos días para pagar los sueldos de los funcionarios públicos. Los coca-dólares han tapado otros huecos en las hundidas finanzas del Estado. Estos días una misión del Fondo Monetario Internacional estudia si es posible la concesión de otros 230 millones a la Junta, que a su vez abrirían el camino a mil millones más de grandes consorcios internacionales. Los bancos ya no prestan a los militares bolivianos. Han fracasado los intentos para obtener refinanciamiento árabe de una deuda exterior cercana a los 4.000 millones de dólares, y ni los dólares negros del mercado internacional, que, por ejemplo, inundan Paraguay, acuden a Bolivia.

En este contexto insuperable, la Junta militar de La Paz -general de aviación Waldo Bernal, general del Ejército Celso Torrelio y contralmirante Oscar Pammo- no tiene demasiado margen de maniobra. O se pliega a las imposiciones político-económicas del Fondo Monetario -lo que significa a corto plazo la designación de un presidente militar apoyado bor un amplio sector de las fuerzas armadas- o asume el riesgo de provocar una explosión popular de consecuencias imprevisibles. Un estallido apolítico esta vez, si se pudiera denominar así al fruto directo de la desesperación a que conduce la proximidad a la frontera del hambre.

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