Tribuna:TRIBUNA LIBRE

Sentir a España, conquistar y defender España

En verdad que en el discurso del Primero de Mayo de 1936, en Cuenca, Indalecio Prieto no había dicho nada nuevo que no lo dijera cien veces antes: en el frontón de Ortuella, en 1911; en 1933, al inaugurar el pantano de Cíjara, o, ese mismo año, en el mitin de Torrelodones. Desde que comenzó su vida política en Vizcaya, en constante contienda con el nacionalismo-separatismo vasco, Prieto, «aunque internacionalista», se sentía «cada vez más profundamente español».A José Antonio Primo de Rivera entonces en la cárcel, le pareció e¡ discurso del líder socialista nuevo y sorprendente, conmovedor....

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En verdad que en el discurso del Primero de Mayo de 1936, en Cuenca, Indalecio Prieto no había dicho nada nuevo que no lo dijera cien veces antes: en el frontón de Ortuella, en 1911; en 1933, al inaugurar el pantano de Cíjara, o, ese mismo año, en el mitin de Torrelodones. Desde que comenzó su vida política en Vizcaya, en constante contienda con el nacionalismo-separatismo vasco, Prieto, «aunque internacionalista», se sentía «cada vez más profundamente español».A José Antonio Primo de Rivera entonces en la cárcel, le pareció e¡ discurso del líder socialista nuevo y sorprendente, conmovedor.

La cosa no era nueva. Pero decir todo eso en 1936, en medio de aquella epidemia filosoviética que atravesaba al partido socialista, cuando España y lo español parecían, como tantas veces, patrimonio y monopolio de la derecha antidemocrática, y decirlo con ocasión del Primero de Mayo, podía parecer, es cierto, un tantico sospechoso.

José Antonio se veía casi copiado leyendo párrafos como éstos: «Siento a España dentro de mi corazón y la llevo en el tuétano mismo de mis huesos. Todas mis luchas, todos mis entusiasmos, todas mis energías, derrochadas con prodigalidad que quebrantó mi salud, los he consagrado a España. No pongo por encima de ese amor a la patria sino otro más sagrado: el de la justicia».

¡Qué vergüenza debían de producir estos párrafos a los internacionalistas de profesión, a quienes enseñaban a todas horas que los socialistas no tienen patria, a quienes pensaban, decían y escribían -¿no siguen haciéndolo?- que los sentimientos patrióticos son cosas de conservadores, burgueses y poetas!

El político socialista quería defender también al Frente Popular y rechazar la vieja y manida especie de la anti-España, atribuida y endilgada a las fuerzas de la izquierda.

La España de la que los socialistas españoles y sus compañeros renegaban era la simbolizada y encarnada por el cacique dueño y señor de Paredes, pueblo por el que acababa de pasar el orador; la España de los señoritos crapulosos. Pero frente a esa España reducida y corrompida estaba -y está- la de quienes labraban la tierra, horadaban las minas o quemaban su piel en la fogata de los altos hornos. A la liberación y educación de esos hombres iban quienes recorrían los pueblos y ciudades de España celebrando el Primero de Mayo. Cruzada llamaba el tribuno Vizcaíno al «completar la hombría de los españoles, para que sean ciudadanos de España y no esclavos sometidos a una taifa cerril»; al querer «multiplicar la capacidad espiritual de España», levantando al ciudadano español y haciendo patria.

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Había que construir España, no destruirla. Había que «conquistar España», como había dicho el político socialista recientemente en Extremadura, tierra de conquistadores. Habla que poner el ímpetu española servicio e propio suelo, en el que todos los españoles pudieran comer, trabajar y vivir, haciendo la España que estaba «enteramente por hacer», aboliendo la «esclavitud de los blancos» de España.

¿Será eso posible? El político vasco se muestra comprensivo con «ciertos espasmos de violencia» a que se han entregado ciertos grupos proletarios desde el triunfo del Frente Popular. Tiene que justificar incluso la fallida revolución de Asturias, en cuya preparación participó activamente, y que le sirve hasta de latiguillo obligado y de alto fuego artificial oratorio. (Pocos años más tarde se declararía culpable de tan abultado error). Pero no sin decir ¡basta! a «excesos y desmanes», en los que no ve «signo alguno de fortaleza revolucionaria».

Un país -explica valientemente Prieto- puede soportar la convulsión verdadera, suceda lo que suceda después. Lo que no puede soportar es «la sangría constante del desorden público sin finalidad revolucionaria inmediata; lo que no soporta una nación es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad», que sufre como nadie la misma clase trabajadora.

Con «excesos aislados, esporádicos», con quemas de altares y templos, con la destrucción de instalaciones eléctricas, con asesinatos casi diarios... no se consigue la inteligente «destrucción de los privilegios»: «Yo os digo que eso no es revolución. Y agrego que si una organización verdaderamente revolucionaria, inteligentemente revolucionaria, no capta tantas energías malgastadas, dominándolas, encauzándolas fecundamente, emplearlas como ahora equivale a colaborar con el fascismo».

Ya he escrito otras veces que, a la altura de 1981 llamar fascismo a cualquier clase de violencia política es no sólo una falta de rigor histórico, sino probablemente también muestra de pereza mental y de cobardía política. Pero la acusación del ex ministro socialista el. Primero de mayo de 1936, en Cuenca, era plenamente cierta. ¿Por qué?

«Porque el fascismo necesita de tal ambiente; el fascismo, aparte todos los núcleos que puedan ser sus agentes ejecutores, sin detenerse siquiera ante la vileza de la alevosía, no es nada por sí, si no se le suman otras zonas vastas del país, entre las cuales pueden figurar las propias clases medias, la pequeña burguesía, que, viéndose atemorizada a diario y sin descubrir en el horizonte una solución salvadora, pudiera sumarse al fascismo».

Palabras aleccionadoras entonces y ahora, antes y después del 23 de febrero.

Si los políticos españoles hubiéramos leído bien los escritos de Indalecio Prieto anteriores y posteriores a la guerra civil, tal vez hubiéramos sentido y entendido mejor a España. Y hubiéramos entendido acaso mejor la naturaleza de ciertos grupos a los que llamamos ingenuamente revolucionarios.

¡Quién iba a decirle a don Inda que en su tierra iba a ser él más imprescindible que nunca. muchos años después! El mismo tal vez lo había presentido con su larga memoria histórica.

Lo cierto es que así, en mayo de 1936 o en julio de 1981, tales grupos no llevan a ninguna parte: ni a la consolidación de la República o de la Monarquía democrática, ni al socialismo, ni al comunismo. «Se va», termina diciendo el orador, «a una anarquía desesperada, que ni siquiera está dentro del ideal libertario: se va a un desorden económico que puede acabar con el país».

Qué es lo que sucedió. Qué es lo que se pretende.

Antes de la prolongada ovación final, Indalecio Prieto nos anticipa el propósito fundamental de su vida política, un lema político-ético que afortunadamente es el de muchos de nosotros: «Nosotros tenemos que ofrecer el régimen nuevo que implante la justicia social; no un país en ruinas, sino una España floreciente y vivificada por nuestro amor».

Víctor Manuel Arbeloa es senador socialista por Navarra y presidente del Parlamento Foral.

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