Editorial:

La violencia en el Reino Unido

EL VIEJO fascismo nunca muere. Apenas la Unión Fascista de sir Oswald Mosley ha pasado a ser una divertida tradición británica cuando brotan los nuevos grupos que están lejos de ser divertidos: el National Front, el British Movement; y los brutales skinheads como hombres de mano -y de porra, y de bomba más o menos casera- que están en el origen de los disturbios falsamente llamados raciales del norte de Londres, Manchester o Liverpool. Ha sido precisa la comprobación de que los disturbios se producen a la misma hora y de la misma manera en lugares muy alejados entre si para que pierda v...

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EL VIEJO fascismo nunca muere. Apenas la Unión Fascista de sir Oswald Mosley ha pasado a ser una divertida tradición británica cuando brotan los nuevos grupos que están lejos de ser divertidos: el National Front, el British Movement; y los brutales skinheads como hombres de mano -y de porra, y de bomba más o menos casera- que están en el origen de los disturbios falsamente llamados raciales del norte de Londres, Manchester o Liverpool. Ha sido precisa la comprobación de que los disturbios se producen a la misma hora y de la misma manera en lugares muy alejados entre si para que pierda valor la tesis del estallido o las acusaciones -en las que Margaret Thatcher no ha sido parca- de una especial criminalidad de ciertos barrios donde están- los negros y los asiáticos. Algunas otras incriminaciones pierden peso específico. No son combates entre «blancos y gentes de color» -amarillos, negros, cobrizos-, como parcialmente se dice, sino que unos y otros, habitantes de los mismos barrios obreros, se suelen unir frente a los asaltantes llegados de otras zonas -en autobús y cantando sus himnos que son las canciones del grupo de los 4 Skins, que se definen a sí mismos como «parte de la cultura de la clase obrera blanca»-, sin que la policía suela tomar ninguna medida preventiva.Es cierto que los barrios donde los disturbios se producen son grandes islotes de desgracia; zonas obreras de gran abundancia demográfica -y por tanto, de población juvenil abundante-, donde hace mayor impacto el paro obrero, que se cifra en 2.600.000 personas en toda Gran Bretaña (se calcula que al terminar el verano habrá ascendido a tres millonel, al sumarse quienes terminan ahora sus estudios o su formación profesional y se encuentran sin empleó). El más modesto de los sociólogos -si hay alguno modesto- sabe que el índice de criminalidad de esos barrios empobrecidos, creados por la resaca de la crisis y por las transformaciones urbanas, es mayor que en otros, o, por lo menos, más visible: los estigmas sociales de la droga, el alcoholismo o la promiscuidad sexual, la violencia, la agresividad. Pero hay otros pensadores más sutiles o más conservadores que creen que en esos barrios del mundo (no sólo del Reino Unido) puede brotar una nueva ideología, una nueva doctrina; incluso una nueva revolución; si estos pensadores vienen del nuevo fascismo o del viejo conservadurismo puede brotarles la idea de convertirlos en zona de guerrilla urbana, en guetos, en centros de vigilancia especial. No es, difícil acudir al subterfugio de unas razas especialmente coléricas, aunque sea más dificil sustentarlo a la luz de estadísticas y estudios que prueban que muchos de los hombres y mujeres de color no pertenecen ya a la emigración, legal o clandestina, sino que son ciudadanos nacidos en Inglaterra en segunda o tercera generación y que si alguna cólera manifiestan alguna vez se debe más bien a la situación de discriminación en que se encuentran (en Liverpool la población activa es de 22.300 personas; 160 solamente son negros, o sea, el 0,75%, cuando la relación de población negra con la población total es del 7%) que a una imaginaria transmisión genética, o a un instinto. La atribución de caracteres raciales a la violencia en los barrios malditos es tan imaginaria -y tan conveniente para ciertos estamentos-, como la atribución al catolicismo de la violencia en Irlanda del Norte. Lo que sí sucede es que en los barrios miserables hay una mayor proporción de gentes de color que en los otros: les lleva allí la resaca de su discriminación.

El experimento de Thatcher y los conservadores, a veces flanqueados por una oposición tímida y acobardada, de hacer frente a las situaciones de violencia con la intransigencia más absoluta, parece ya fracasado. Nadie va a dudar del derecho de todo Estado a proceder con toda la energía precisa -pero no más que la precisa- a las alteraciones de orden público y a la violencia; puede dudarse, en ese caso, de que la represión esté decididamente dirigida hacia los provocadores y no hacia sus víctimas; y puede dudarse, en el caso de Irlanda del Norte, como en el de los barrios obreros, a cortar las raíces de la violencia o a establecer bases de justicia social que la aplaquen. Es un mal dato el de que las sociedades conservadoras carezcan de la imaginación suficiente para atacar los problemas producidos por las nuevas formas de crisis social y económica, y recurran a sus antiguos pretextos y su eterna rudeza: los resultados están muy lejos de la eficacia que pretenden y que muchas veces les sirven para conquistar unos votos que finalmente se ven mal empleados.

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