Más de 200 vidas estuvieron en peligro a lo largo de 37 horas de tensión

A lo largo de 37 horas de tensión, más de doscientos directivos, empleados y clientes del Banco Central de Barcelona fueron utilizados por un misterioso grupo terrorista, para sembrar la alarma y la confusión en toda España. Ellos y sus familiares se vieron obligados a vivir una durisima experiencia, cuyo desarrollo y feliz desenlace han reconstruido nuestros enviados especiales.

«Mañana hay que trabajar y esto tiene que estar organizado». Ramón Rollán, cajero de la oficina principal del Banco Central de Cataluña y, sin duda, el empleado que más cerca de sí tuvo a la muerte a lo largo d...

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A lo largo de 37 horas de tensión, más de doscientos directivos, empleados y clientes del Banco Central de Barcelona fueron utilizados por un misterioso grupo terrorista, para sembrar la alarma y la confusión en toda España. Ellos y sus familiares se vieron obligados a vivir una durisima experiencia, cuyo desarrollo y feliz desenlace han reconstruido nuestros enviados especiales.

«Mañana hay que trabajar y esto tiene que estar organizado». Ramón Rollán, cajero de la oficina principal del Banco Central de Cataluña y, sin duda, el empleado que más cerca de sí tuvo a la muerte a lo largo de las 37 horas de secuestro, se negó, tras la liberación por los GEO, a retornar a su domicilio, y permaneció, desoyendo los consejos de sus superiores, ordenando en fajos los setecientos millones de pesetas que estuvieron a punto de ser incinerados por los asaltantes.La plaza de Cataluña, corazón de Barcelona, símbolo de sus tradiciones y de sus grandes acontecimientos, permanecía aún ayer repleta de gente, cincuenta horas después de la toma del Central por un comando terrorista de oscura procedencia. A los curiosos de todo pelaje, que desde los primeros momentos se agolparon en la plaza, se unían ayer parte de los rehenes liberados la noche anterior, en cuyo entorno se formaban corrillos, y clientes de la oficina bancaria -principalmente viejecitas- que acudían para cerciorarse de que sus pequeños ahorros no se habían esfumado con tanto drama.

Que se sepa, no faltaba dinero. Lo único que se echaba de menos, que echaban de menos las gentes, era una explicación razonable a tan larga angustia.

La tragedia se empezó a dibujar a las 9.10 horas de la mañana del sábado día 23. Dos centenares de personas, empleados y clientes, se disponían a agotar la última jornada de trabajo de la semana. Un grupo de individuos fuertemente armados convirtió el fin de semana de aquéllos y de una gran parte del país en una pesadilla. Antes de iniciar el asalto, y cuando aún estaban en la calle, los agresores no se preocuparon excesivamente de ocultar sus armas.

Adriano, uno de los rehenes, asegura que a las 8.15 horas, «cuando me disponía a comenzar mi jornada laboral, vi que junto a la puerta del banco había unos jóvenes con pinta de excursionistas. Llevaban bolsas y mochilas y bromeaban en voz alta. Yo estoy seguro de que formaban parte del grupo asaltante y que en aquellas bolsas escondían su arsenal».

"Todos al suelo"

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Alejandro Albors y César Martínez, director y subdirector del Banco Central, no pudieron oír -probablemente porque se encontraban en sus despachos, situados en una de las plantas superiores- el grito ya tristemente popular de «Todos al suelo». Un empleado y un viandante pensaron que se encontraban ante un atraco más.

Teresa Gallissa, administrativa, unos treinta años, penso en un momento que se encontraba ante una segunda edición -una especie de «Tejero dos»- de la toma del Congreso. Un segundo tejerazo. «Primero nos obligaron a tumbarnos a todos en el suelo, y luego nos fueron colocando junto a las ventanas. Unos compañeros de la caja les preguntaron si querían dinero, y ellos respondieron que no, que no lo necesitaban».

«Fue entonces cuando empezamos a preocuparnos seriamente ante la evidencia de que no era un atraco normal. Fue entonces cuando les preguntamos si eran de los GRAPO, a lo que respondieron también que no. Les requerimos, pues, en la misma línea, si pertenecían a ETA, y la respuesta fue igualmente negativa». Pasarían todavía minutos antes de que los asaltantes hicieran saber, por medio de una nota dejada en una cabina de teléfonos próxima al banco, que fue recogida por redactores del Diario de Barcelona y entregada a la policía, de que lo que pretendían era la liberación de un general y tres jefes militares, entre ellos el teniente coronel Tejero.

A esas mismas horas, en Madrid, un hombre de 65 años, que había iniciado su carrera profesional como botones del Banco Central y que en la actualidad preside los destinos del mismo, se incorporaba a su despacho. Alfonso Escámez acababa de regresar de un viaje de veinte días por Latinoamérica y tenía a su esposa convaleciente de una grave operación, pero no se lo pensó dos veces: «Ahora mismo voy a Barcelona a estar con los míos, con mis empleados, y no me moveré de allí hasta que todos salgan sanos y salvos», le comunicó por teléfono a Manuel Gari, presidente del Consejo Regional para Cataluña de este banco. En aquellos momentos, Escámez, tal vez por pudor, no quiso comentar que entre los rehenes había cuatro sobrinos suyos.

También viajaría a Barcelona un hombre de unos cuarenta años, muy entrado en kilos, director general del Banco Central, Luis Blásquez, a quien acompañaba su madre, de 82 años. A las ocho de la tarde, veinticuatro horas antes de que los GEO iniciasen su operación de asalto al banco, Blásquez paseaba nervioso por el hall del puente aéreo de Barajas. Un hermano suyo, número tres del banco en Barcelona, estaba entre los rehenes. Los asaltantes no llegaron a saberlo hasta el final de la odisea. Pero eso, Luis Blásquez, no lo tenía seguro cuando hacía mentalmente cuentas sobre el asalto. Para él solamente era posible un asalto altamente sofisticado a través de las condiciones subterráneas del edificio y sus alrededores, porque creía muy difícil la operación, a la vista de que el edificio es uno de los menos expugnables desde el exterior.

Por la carretera de Guadalajara a Madrid, algo más despejada de tráfico que un día normal de la semana, a primera hora de la mañana, los 120 componentes de las fuerzas de seguridad más sofisticadas en la lucha contra el terrorismo, los integrantes del grupo especial de operaciones (GEO) circulaban a buena velocidad hacia el aeropuerto de Barajas. Los sufridos usuarios del puente aéreo, que probablemente se creían de vuelta de todo tipo de sorpresas, vieron atónitos como sus compañeros de vuelo embarcaban en el avión pertrechados con sus imponentes armamentos, con una naturalidad sorprendente. A las 13.15 horas de ese sábado llegaban a la plaza de Cataluña.

El "Wall Street" barcelonés

A cien metros del Banco Central, en la sede del Banco de Bilbao también con fachada a la plaza, e¡ recién nombrado delegado del Gobierno en Cataluña, Juan Rovira; el gobernador civil, el director general de Policía, el alcalde de Barcelona, altos. cargos de la Guardia Civil, de la Policía Nacional y de los GEOS, junto al jefe superior de Policía, hacían las primeras evaluaciones de la situación.

En la sección de contabilidad del banco, ocupada por seis personas, permanecían con la puerta cerrada, sin luz y en absoluto silencio. Alguno de ellos había salido a los servicios situados en la primera de las cinco plantas del edificio, pero se quedó helado al ver como los asaltantes irrumpían violentamente en el patio de operaciones de la sucursal. Volvió sobre sus pasos y se encerró nuevamente con sus compañeros. Comenzaban así, en la esperanza de que no fueran descubiertos, unas horas tensas de temor, de privaciones y de incertidumbre.

Era preciso aguantar y no ser descubiertos y no pensar tampoco en lo que estarían pasando sus companeros. No había ninguna posibilidad de digerir alimentos ni bebidas, y había que aguantar. No sabían a ciencia cierta lo que estaba pasando en el interior del banco, ni qué medidas podían estar tomando fuera del mismo, e incluso sus necesidades fisiológicas tuvieron que ser realizadas en las papeleras del despacho. No tuvieron mucha suerte, porque a las dos de la madrugada del domingo, quince horas después, serían descubiertos por los terroristas, que los harían reunirse con el resto de sus companeros en el patio de operaciones.

Más suerte tendrían el director y el subdirector ya citados y otras seis personas más, que permanecieron hacinadas en una pequeña habitación de archivo de seis metros cuadrados, disimulada en la zona de los despachos de la dirección, hasta el final de la odisea. Los comandos se enteraron por los periódicos, probablemente, de que disponían de ocho rehenes menos de los que podían contabilizar. Cuando los GEO habían controlado totalmente el edificio, liberado a todos los rehenes y reducido los asaltantes, se encontraron a estas ocho personas casi exhaustas por la falta de alimentos, bebidas y por la tensión acumulada.

En las terrazas de los edificios colindantes del Central, en esta plaza de Cataluña, una especie del Wall Street barcelonés -Bilbao, Hispano, Vizcaya, Garriga Nolués, etcétera, además del Central-, los tiradores de elite de los GEO tomaban las primeras posiciones. Fuerzas de seguridad, entre las que no había guardias civiles de uniforme (eran numerosos los miembros del servicio de información de este instituto de paisano), junto con la guardia urbana del Ayuntamiento de Barcelona, comenzaron un doble cometido: impedir el tránsito de todo tipo de vehículos y personas en todas las inmediaciones, y evitar la salida de los terroristas y la llegada de hipotéticos refuerzos a los mismos.

El abogado del general Torres Rojas había desautorizado, a las 12.50 horas, el asalto en nombre de su defendido. Tejero y San Martín adoptarían similar actitud. Media España, a esas horas, pensaba, sin embargo, que los guardias civiles facciosos del 23 de febrero estaban tras la operación,

Lola Beltrán, unos treinta años, ayudante técnico sanitario, de la plantilla del centro asaltado, tuvo oportunidad de conversar en repetidas ocasiones con los terroristas precisamente sobre este punto: «Os han dejado colgados», le dijo a uno de ellos en la larga noche del sábado al domingo, «como en el 23 de febrero». El interlocutor le contestó a la enfermera que sí. En otra ocasión le preguntó que por qué habían tomado el Banco Central y no la Generalidad u otro edificio oficial. «Estamos aquí», contestó el asaltante, «porque nos han mandado. Y o nos ponen un avión o salimos todos con los pies por dellante».

Ramón Rollán, el cajero, que tendría un acendrado protagonismo a lo largo de las 37 horas de secuestro, ya que por ofrecerse inicialmente a ser canjeado por todos los rehenes fue el principal apoyo del llamado número uno (jefe de los asaltantes); Martínez, el apoderado de cuentas corrientes, y los ATS organizaron la atención médica y psíquica de sus compañeros y pudieron enlazar telefónicamente con las familias. Este grupo de empleados, en los frecuentes canjes de rehenes por cartones de tabaco, alimentos y bebidas, indicaban a los terroristas qué compañeros se encontraban en peores condiciones y debían ser liberados.

Ricardo Martínez, un administrativo de veintidós años, ingresabapoco antes del mediodía del sábado en el Hospital Clínico con una herida de bala en una pierna.

A las 12.50 horas, Juan José Rosón, ministro del Interior, asume desde Madrid el control de las operaciones, abriendo un contacto permanente con el Mando Unificado, situado en el Banco de Bilbao. Comenzaron así unos contactos no siempre fáciles. en los que se detectaba, en ocasiones. diferencias de criterios sobre cómo debían llevarse las operaciones.

La única línea telefónica del banco ocupado que no había sido cortada por la policía sirvió para mantener un enlace permanente entre terroristas y autoridades gubernativas. Esta línea estaba siendo utilizada con fines psicológicos. Las autoridades trataban de quebrar la moral de los asaltantes. y por ello fue cortada también durante dos horas en la madrugada del domingo, lo que provocó uno de los momentos de mayor tensión en estas jornadas.

Rehenes por chorizo

A lo largo de la tarde fueron constantes los intercambios de rehenes por cartones de tabaco y bocadillos de chorizo y queso. Estos eran transportados hasta la entrada principal por dotaciones de la Cruz Roja. Allí dejaban las provisiones y se retiraban caminando hacia atrás, muy despacio y con los brazos haciendo un ángulo de 45 grados con el cuerpo. Acto seguido salían los rehenes convenidos. Los liberados más afectados en su estado físico o psíquico eran conducidos en ambulancias al Hospital Clínico, para después ser trasladados a la Jefatura Superior de Policía, en la Vía Layetana. Allí se comprobaba su nombre y apellidos, su domicilio y su trabajo, y se les permitía la marcha hacia sus domicilios.

Escámez, que nada más llegar fue testigo de cómo los familiares de los detenidos deambulaban con incertidumbre por las proximidades del banco ocupado y del Clínico, ordenó que se abriera de inmediato la sede de la dirección barcelonesa del Central, en el paseo de Gracia, y que los directivos se ocuparan personalmente de facilitar todo tipo de ayudas y la información puntual de que dispusieran a los allegados de los rehenes.

A las diez de la noche del sábado habían sido liberados ya sesenta personas y se iniciaba lo que iba a ser una larga noche de calma tensa. A las dos de la madrugada del domingo, en un pequeño bar situado enfrente del banco ocupado, el bar Orange, los principales directivos del banco, incluido su presidente, tomaban unos bocadillos de tortilla francesa, primer alimento serio ingerido desde la mañana del sábado.

En aquella madrugada inexplicablemente tranquila y calmosa, las fuertes medidas de contención de público y periodistas por parte de las fuerzas de seguridad que habían tomado la zona para evitar que público y periodistas -a los que no se les facilitó en absoluto su tarea informativa durante las 37 horas de secuestro- se relajaron un poco. A los informadores se les dio la oportunidad, por orden del director general de la Policía, Fernández Dopico, de acercarse hasta la misma plaza de Cataluña para tomar algún refrigerio en el mismo bar Orange. Sin embargo, el comandante Galmes, de la Policía Nacional, protagonizó dos incidentes con aquéllos.

Por un lado, cuando se dirigió de forma alterada a Alfonso Escámez y le dijo que si quería montar conferencias de Prensa, lo hiciera en otra parte más alejada (los periodistas se habían acercado al presidente del Central para intercambiar opiniones de manera informal). Y por otro, en torno a las 6.30 horas del domingo, se dirigió de manera escasamente correcta a los representantes de la Prensa que allí se encontraban para ordenarles que abandonasen el lugar. Al argumento de «estamos autorizados por el señor Fernández Dopico a permanecer aquí», aseguró que él tenía otra orden distinta, y que cualquier decisión del mando que no pasase por su persona no podría aplicarse, y que si no era así estaba dispuesto a retirar las fuerzas.

En las primeras horas del domingo, los terroristas insisten en hablar con los máximos dirigentes del Banco Central. Les dirán «o presionan ustedes al Gobierno para que cumpla nuestras condiciones o quemamos de inmediato como primera media todo el dinero del banco». El presidente Escámez, en presencia de numerosas personas, declaró: «Que quemen el dinero, pero que los dejen libres. Aunque este año tengamos pérdidas, estoy seguro que con estos empleados recuperaríamos lo quemado por los terroristas en los próximos ejercicios».

A las 23.10 horas, en un recoleto edificio de la confluencia de las calles de Lauria y de Mallorca, el delegado del Gobierno, Rovira Tarazona, a quien acompañaba el resto de las personas que durante las largas horas del sábado y del domingo habían constituido el mando único, declaró en conierencia de Prensa que el comportamiento que se había seguido con respecto a los terroristas había sido el siguiente: en síntesis, dar la sensación de tranquilidad y calma durante la noche del sábado y la madrugada del domingo, de fortaleza durante la mañana del domingo, de negociación durante las primeras horas de la tarde, y de firmeza y finalmente asalto en las últimas horas de la tarde.

La mañana del domingo lue particularmente tensa. Tras la liberación de algunos rehenes, minutos después de las diez llegó a las inmediaciones de la plaza de Cataluña una tanqueta de la Guardia Civil. Cuando este vehículo blindado se situó ante la entrada del Central, cuantos seguían el desarrollo de los acontecimientos desde las calles adyacentes pensaron que se iba a producir el asalto al banco por parte de las Fuerzas de Seguridad del Estado. No sería aquel el momento elegido.

Sin embargo, la tensión fue en aumento al exigir la policía la rendición incondicional en un plazo que no debía sobrepasar las 11.30 horas. El gobernador civil de Barcelona, José Coderch, se sumó a la presión y leyó a través de la radio un comunicado en el que aseguraba: «No vamos a ceder en nuestra actitud de firmeza; una parte del grupo ha sido engañado, así lo hemos comprobado por la actitud de uno de sus jefes. Si hay heridos no es por culpa de las Fuerzas de Seguridad, que no han efectuado ningún disparo».

Los secuestradores, en aquellos momentos, no reclamaban otras condiciones que un avión para volar a un país extranjero y dos tanquetas para desplazarse hasta el aeropuerto de El Prat, con algunos rehenes. En caso contrario, amenazaron con comenzar a matar a las personas que mantenían retenidas. La angustia crecía por momentos. Uno de los empleados del banco, llamado Colorado, leyó, a través de un megáfono, un comunicado elaborado por él mismo: «Se trata de pedir una salida honorable. Señor presidente del Gobierno, señor presidente de la Generalidad, señores diputados, recuerden la situación que ustedes vivieron hace tres meses; entonces se buscó una salida. Nuestros secuestradores no son atracadores, tienen sus ideas, que hay que respetar. No pretenden hacernos ningún daño. España y el mundo entero se lo agradecerán, de lo contrario, serán ustedes cómplices. Viva España».

Histerismo entre los familiares

La larga tensión de los familiares de los retenidos llegó a un punto crítico en las primeras horas de la tarde del domingo. Las autoridades, con Rovira Tarazona a la cabeza, decidieron acudir a la sede del Banco Central, en Caballero de Gracia. El anuncio de esta visita para hablar sobre la situación de los familiares fue difundido por las radios locales, y hacia las cinco de la tarde la sala de operaciones de estas oficinas se encontraba repleta de gente.

«Nuestras condiciones», dijo Rovira Tarazona a los familiares, «son que los rehenes sean entregados en su totalidad en Barcelona y que los autores del asalto queden a disposición de la autoridad correspondiente». Esta afirmación fue interpretada por los familiares como una postura, de máxima intransigencia, que podía poner en peligro a los rehenes, por lo que inmediatamente se levantó un clamor de reproches, protestas e insultos. Aldelegado del Gobierno en Cataluña le fue casi imposible seguir en el uso de la palabra y difícilmente llegó a explicar que ni él ni las demás autoridades que le acompañaban tenían otra intención que la de informar a los familiares.

Intervino también Alfonso Escámez, que fue igualmente abucheado por una parte de los congregados. Hoy se piensa que parte de los que allí estaban no eran familiares y que habían acudido en una maniobra de provocación. De hecho, algunos de los asistentes dijeron que se habían producido estos sucesos por la mano blanda del Gobierno con los guardias civiles del 23 de febrero. Algunos mandos de la Guardia Civil que se encontraban presentes abandonaron indignados esta reunión. Horas después, sin erribargo, Alfonso Escámez, con barba de 48 horas y una inmensa satisfacción en el rostro, recibía disculpas, besos y abrazos de algunas esposas y familiares de los empleados liberados.

En medio de una gran confusión, un grupo de familiares leyó -en la reunión de Rovira- una relación de puntos que recogían su sentir con respecto a las negociaciones. Todos los puntos fueron aceptados por los asistentes. En resumen, los familiares pedían al Gobierno que cediera a las peticiones de los secuestradores y que se diera más información sobre los pormenores de las negociaciones. También solicitaban que, en caso de no encontrarse otra solución, los propios negociadores se ofrecieran a los terroristas en intercambio de rehenes. Rovira Tarazona les aseguró que las Fuerzas de Orden Público no intentarían en ningún momento dar una solución al caso por medio de la violencia. Tres horas después, se produciría el asalto de los GEO al edificio ocupado.

Ramón Rollán, protagonista

Uno de los principales protagonistas de estas horas de angustia, tal vez y a su pesar el más destacado entre, los retenidos, fue el cajero Ramón Rollán. Ramón, al obligar al interventor a que abandonara, en contra de su voluntad -quería salir el último- la sede ocupada (su mujer estaba muy enferma y le pidió a los terroristas que le dejaran libre) se convirtió en portavoz forzado de los asaltantes.

Fue, sin duda, el hombre más amenazado, y hoy es su actuación la más controvertida en el secuestro, fue el portavoz del jefe de los asaltantes, del número uno. Un terrorista descrito por una de las rehenes. Teresa Gallissa, como «un hombre frío, calculador, acostumbrado a mandar, superágil de cerebro, con espíritu de dirigente nato. No parecía demasiado culto; en su trato con las mujeres, él y los demás se mostraban paternalistas, aunque él diría que eso es ser caballeroso».

Bastante gente, basada en las proclamas que fue obligado a leer, le cree afín a la extrema derecha. Aunque esto es totalmente incierto, según fuentes de, la dirección del banco. «Hizo muy bien su papel, infundió serenidad y su colaboracionismo evitó probablemente que ahora lamentemos aún más estos sucesos», manifestó ayer a este diario un responsable del Banco Central.

Rollán, el hombre que se puso a contar billetes de banco como si tal cosa nada más terminar el largo secuestro, fue requerido telefónicamente por el propio presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, que pidió, sin éxito, hablar con él a últimas horas del domingo, terminado el secuestro.

Ayer, sin embargo, perdió los nervios ante la insistencia de los fotógrafos para retratarle. No quiere aparecer en los periódicos, no quiere hacer declaraciones, tiene miedo a que otros terroristas vuelvan a ensañarse con él. Máxime cuando son varios los rehenes que piensan que algunos de sus secuestradores no han sido capturados y se encuentran en libertad.

A las tres de la tarde del domingo, liberado ya un grupo numeroso de 42 personas, después de las negociaciones mantenidas por Rovira y Dopico en el interior del banco, a cambio de alimentos, bebidas y cigarrillos -entre ellos, las dos últimas mujeres, una de ellas, Esperanza, una de las telefonistas a la que los rehenes obligaron durante largas horas a permanecer junto a la puerta principal del banco- se tenía la esperanza, parece que muy fundada, de que el asalto al banco terminaría en breve plazo con la rendición de los terroristas. Incluso a esa hora el alcalde de Barcelona, Narcís Serra, comía relajado con otras autoridades civiles y militares en el restaurante Casa Agustín, a unos ochenta metros del Banco de Bilbao, ensalada, carne y vino tinto. Hasta una fuente municipal barcelonesa declaraba confidencialmente que la rendición se haría en no muy largo espacio de tiempo.

Ello, unido al informe de un comandante de que no, sería procedente el asalto de los GEO a la sede bancaria, excepto en el caso -improbable, por otra parte- de que fueran liberados todos los rehenes y permanecieran sólo los asaltantes en el interior del recinto, o bien que los asaltantes comenzaran a asesinar a rehenes, fundamentaba aún más el optimismo.

Todo estaba a punto, y en ese clima -ya hacía horas que el número uno había declarado a través de la radio que el golpe había fracasado y que se estaba buscando una salida digna- no sorprendía excesivamente que los GEO fueran tomando posiciones. Se preparaba lo que todo el mundo creía iba a ser la operación de salida del banco, cuando de repente un rehén salió en solitario desde la puerta principal del edificio por su propio pie -todos liberados hasta entonces habían

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El factor sorpresa fue decisivo

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sido trasladados en ambulancias, excepto el grupo numeroso de los 42 ya aludido- y avanzó calle de Pelayo hacia arriba en dirección al primer cordón policial, a unos 150 metros. Llevaba según todos los indicios, una bala en la mano, e inmediatamente fue retirado por las fuerzas y trasladado a la sede del mando unificado en el Banco de Bilbao. Eran las 20.50 boras del domingo, casi 35 horas después.

Hubo de ser necesariamente una señal. Aqui entró de repente el factor sorpresa con el que operaron los GEO, porque minutos después (20.55 horas) comenzaron los dispatos. Los especialistas de la Policía actuaron, con toda probabilidad, durante la mayor parte del asalto con balas de fogueo; había aún unos setenta rehenes todavia. Desde dentro respondían, por supuesto, con fuego real. La operación eficaz y brillante fue desesperadamente larga y minuciosa; 140 minutos interminables para quienes siguieron en el sitio o bien las emisoras de radio que transmitían los hechos en directo, a pesar de las presiones hechas desde el Gobierno Civil por el titular de éste a los directores de las mismas y por los miembros de la oficina de Prensa gubernativa a los informadores de choque. Según estas indicaciones se les estaban dando las pistas suf icientes a los asaltantes para que pudieran saber en qué lugares del edificio habrían de situarse para defender mejor.

Ciento cuarenta interminables minutos, porque los GEO no contaron con algo imprevisto. Los terroristas sólo les hicieron frente al principio. Prefirieron la treta de abandonar las armas y disfrazarse de rehenes, al tiempo que disfrazaban de terroristas a algunos rehenes, como, por ejemplo, a Jordi Mas o a Ricardo Mariné, a los cuales obligaron a Salir a la vista de los GEO. Sólo el coraje de éstos de gritar: «Nosotros somos empleados, y no asaltantes; los asaltantes están dentro», y con los brazos en alto evitaron lo que podría ser una tragedia irreparable.

Para quienes presenciaron el desarrollo del asalto sorprendió que las armas enmudecieran en los últimos setenta minutos. Había confusión a vista de espectador, incluso entre los propios GEO, que ya dominaban el banco, a pesar de que no pudieron, por más que lo intentaron, abrir la puerta principal del mismo. Incluso a las 22.15 horas, cuando el ministro del Interior, Juan José Rosón, declaraba que el asalto había terminado felizmente, desde el exterior del edificio se veía a través de las ventana, iluminadas una actividad inusitada de estos especialistas.

El comandante Holgado, jefe de los GEO, no pudo, como el resto de sus 120 compañeros. ser aplaudido, felicitado y abrazado afusivamente por los centenares de personas que invadieron inmediatamente la plaza de Cataluña, apenas concluida la operación, porque hubo de asistir a la conferencia de Prensa con Rovira Tarazona y el resto de las autoridades del mando único, donde dijo en la única intervención que tuvo lo siguiente: «Ordené el asalto del banco porque teníamos la certeza absoluta de que la operación iba a ser un éxito total».

Realizaron esta información nuestros enviados especiales a Barcelona Ismael Fuente, Carlos Gómez y Juan Francisco Janeiro.

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