Editorial:

La excepción y la regla

LA APROBACIÓN por las Cortes Generales, cumplido el trámite de revisión por el Congreso de las enmiendas propuestas por el Senado, de la ley orgánica de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio completan la panoplia de normas de grueso calibre que reciben su legitimidad -a diferencia de la espurea ley de Defensa de la Democracia- de mandatos constitucionales para desarrollar preceptos que cubran situaciones anormales.La sección segunda (artículos 15 a 29) del capítulo segundo del título 1, que reconoce y garantiza los derechos fundamentales de las personas y las libertades públicas de l...

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LA APROBACIÓN por las Cortes Generales, cumplido el trámite de revisión por el Congreso de las enmiendas propuestas por el Senado, de la ley orgánica de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio completan la panoplia de normas de grueso calibre que reciben su legitimidad -a diferencia de la espurea ley de Defensa de la Democracia- de mandatos constitucionales para desarrollar preceptos que cubran situaciones anormales.La sección segunda (artículos 15 a 29) del capítulo segundo del título 1, que reconoce y garantiza los derechos fundamentales de las personas y las libertades públicas de los ciudadanos, se configura como una de las partes sustanciales de la Constitución, y su eventual reforma implica un quórum cualificado, la disolución de las Cortes y un referéndum popular.

El artículo 55 de la Constitución admite la suspensión de algunos de esos derechos y libertades mediante la aplicación en su debida forma de leyes excepcionales. Ahora que tantos émulos de Groucho Marx vociferan desde la locomotora estatal la consigna ¡Más madera, que es la guerra!, resulta conveniente recordar que ni siquiera los estados de excepción y de sitio pueden suspender la abolición de la pena de muerte, la libertad religiosa, ideológica y de culto, el derecho al honor y a la intimidad, la libertad de cátedra, la prohibición de la censura . previa, el derecho de asociación y de participación, la autonomía del poder judicial, el derecho al juez ordinario y a la tutela de los tribunales. Porque el artículo 55 establece, como lecho máximo para la suspensión de los derechos y libertades, un catálogo estricto: el plazo de detención gubernativa, los registros domiciliarios, el secreto de la correspondencia, la libertad de residencia y circulación por el territorio nacional, el secuestro gubernativo de publicaciones, el ejercicio de los derechos de reunión, manifestación y huelga. Cosas todas ellas a respetar en una democracia y sólo posibles de suspender en su ejercicio de manera coyuntural por razones gravísimas.

El texto aprobado respeta esas exigencias, si bien algunos puntos de su articulado resultan criticables (como el desmesurado plazo de diez días para la detención gubernativa) y otros podrían rozar la inconstitucionalidad en cuanto que invaden competencias judiciales que no pueden ser suspendidas. Pero a diferencia de la ley Antiterrorista, que establece un estado de excepción permanente, la nueva disposición condiciona su eventual vigencia al surgimiento de circunstancias extraordinarias que hicieran «imposible el mantenimiento de la normalidad me diante los poderes ordinarios de las autoridades competentes», establece límites estrictos de plazo para su duración y confiesa su carácter provisional y anómalo. En este sentido, la nueva ley es la única norma excepcional que resultaría justificable en el ordenamiento jurídico de una democracia avanzada.

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El estado de excepción, que se presenta como la eventualidad más preocupante para los ciudadanos, encierra en su seno la posibilidad de suspender los derechos detallados, en numerus clausus, en el ya citado artículo 55. El Gobierno, una vez obtenida la preceptiva autorización del Congreso, podrá suspender esos derechos, o algunos de ellos, durante un período máximo de treinta días (prorrogable sólo por otros treinta días, previa aprobación de la Cámara baja) en todo o en parte del territorio nacional o en zonas determinadas. El motivo para esa dramática decisión sería una alteración tan grave del ejercicio de los derechos ciudadanos, del normal funcionamiento de las instituciones democráticas o de los servicios públicos esenciales o de otros aspectos de orden público, que las potestades ordinarias del Gobierno se mostraran insuficientes. Evidentemente, el catálogo de razones es lo suficientemente amplio e impreciso como para que pudiera abrirse paso cualquier interpretación abusiva, movida por la prepotencia, el autoritarismo o el pánico. Cabe esperar, sin embargo, que la autorización necesaria del Congreso para aplicar la ley desanime cualquier lectura forzada por el Gobierno de los acontecimientos.

Por lo demás, la ampliación del campo de competencias posible del Poder Ejecutivo en el caso de decretarse el estado de excepción es muy considerable: detención gubernativa durante diez días (aunque con asistencia de letrado), registros domiciliarios e intervención de correspondencia sin previo mandato judicial, control de los desplazamientos, fijación de residencia y destierro, suspensión de medios de comunicación, secuestro de publicaciones (pero no censura previa), prohibición de reuniones y manifestaciones, interdicción de huelgas, expulsión de extranjeros, intervención o suspensión de industrias y comercios, cierre de salas de espectáculos y establecimientós de bebidas. Aunque el artículo 116 de la Constitución establece que la declaración de los estados excepcionales «no modificará el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes» y el texto de la ley insiste en que esos poderes extraordinarios deberán ejercerse en función de «fundadas sospechas» sobre la «peligrosidad» de las personas a quienes se les apliquen las medidas, cabe pensar que sólo un Gobierno que reflejara en su composición una amplísima mayoría del Congreso permitiría a los ciudadanos confiar en que la administración de esas competencias excepcionales no desembocaría en abusos de poder ni serviría para preparar el camino a una dictadura más o menos encubierta. Para decirlo sin rodeos, pensamos que, en estas condiciones, un estado de excepcion promulgado por un Gobierno del que no formaran parte, además de los centristas, ministros del PSOE, de CD y, si fuera posible, de Convergencia Democrática y del PNV, carecería de fuerza moral y política para aplicar las excepcionales medidas que la nueva ley le permitiría adoptar.

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