Tribuna:

¿Involución?

Con ocasión del frustrado golpe de Estado se maneja mucho en estos días el concepto de involución. Se teme el peligro de un proceso reversivo que restituya nuestro país a la situación en que se hallaba antes de esta progresiva introducción de la democracia que desde hace cinco años viene efectuándose. Quienes expresan ese temor incurren -según me parece a mí- en una curiosa forma de paradójico optimismo, pues piensan posible ese retroceso, que nos colocaría en posición de «vuelta a empezar». Yo, por mi parte, no creo imposible, ni siquiera demasiado improbable, la destrucción de ...

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Con ocasión del frustrado golpe de Estado se maneja mucho en estos días el concepto de involución. Se teme el peligro de un proceso reversivo que restituya nuestro país a la situación en que se hallaba antes de esta progresiva introducción de la democracia que desde hace cinco años viene efectuándose. Quienes expresan ese temor incurren -según me parece a mí- en una curiosa forma de paradójico optimismo, pues piensan posible ese retroceso, que nos colocaría en posición de «vuelta a empezar». Yo, por mi parte, no creo imposible, ni siquiera demasiado improbable, la destrucción de la actual democracia española. Pero sí creo que ello implicaría no una involución, sino -simple y terriblemente- la destrucción de España misma.Lo creo porque la introducción de la democracia no ha sido en nuestro país el resultado de un proceso revolucionario, obra de tal o cual sector político, mayor o menor, en cuyo programa estuviera el sustituir la anterior autocracia por un régimen de libertad, sino que ha sido fruto espontáneo de la maduración de la sociedad o -para ponerlo en otros términos- de una revolución mucho más profunda e incruenta, operada en el seno de la sociedad española dentro de la estructura del régimen anterior. El que la transformación institucional se haya llevado a cabo sin ruptura -cosa que muchos parecen lamentar- es para mí señal clara e ine quívoca de la forzosidad e inevitabilidad del proceso, que no se originó en la voluntad específica de ningún grupo social, de nadie en particular, pues era exigencia ineludible de una nueva realidad social básica que desbordaba los estrechos márgenes del régimen franquista. La democracia no es para nosotros hoy una mera ideología; es algo que corresponde naturalmente a lo que ha llegado a ser nuestra sociedad en su actual desarrollo.

Si esto es así, hay buena razón para esperar que, pese a las dificultades por las que atraviesa España (no diferentes ni más graves que las de otros países) y pese a los errores, o aun disparates, en la gestión pública a que induce la falibilidad humana, salgamos

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cual siente en su propia carne los estragos de una epidemia, por más que la enfermedad aflija de igual modo a los demás. Esos grandes problemas son, en concreto, la crisis económica y el terrorismo.

Respecto del primero, cierto es que, por su índole impersonal, sólo las mentes más simplistas, las personas menos reflexivas, pueden atribuirlo a la acción u omisión de los gobernantes. Hay, sin duda, muchos que añoran la prosperidad creciente de las últimas fases del franquismo, olvidando el hambre y la miseria de sus comienzos, y atribuyendo el bienestar posterior -reflujo de Europa, como ahora la crisis- a las virtudes mágicas del autócrata. Y tampoco faltan quienes imaginen que bastaría para frenar el alza de los precios con prohibirla por decreto (solución primaria e ingenua cuyos desastrosos efectos ya se experimentaron alguna vez), o quienes, frente al paro obrero, exigen de manera enfática y perentoria lo que nadie dejarla de desear: que haya trabajo para todos. Hay que ser demasiado corto de luces para adoptar semejante posición, si no se hace por pura demagogia.

Problema de índole distinta -al menos en apariencia- es el del terrorismo, ya que en él se dan relaciones humanas, no impersonales, sino personalísimas. Se trata de la conducta criminal de determinados individuos. Si esa inmensa mayoria sana que desea la concordia se encuentra acosada, exasperada y torturada por la implacable agresión de ciertos elementos antisociales que, con revestimientos ideológicos más o menos ptópicos e insensatos, o sin el beneficio de ideología ninguna, se encarnizan en el ejercicio de la violencia, parecería a primera vista indicado el combatirlos mediante la aplicación de las medidas calificadas de enérgicas, de los llamados «remedios heroicos». Sin embargo, entregarse a una reacción tal sería tan ingenuo y tan contraproducente en el fondo como querer contener la inflación congelados los precios. Consideremos, por ejemplo, la implantación de la pena de muerte que muchas voces reclaman. Si en términos generales se ha comprobado hasta la saciedad que esta pena carece de los efectos intimidatorios que se pretende, en el caso de los terroristas tiene manifiestamente los efectos contrarios. La perspectiva del sacrificio de la propia vida no intimida, más bien estimula al fanático (ahí están esos nacionalistas suicidas del Ulster para mostrarlo), ni reprime al drogadicto, ni inhibe al aventurero que, en cada una de sus hazañas, busca,junto con otras gratificaciones (satisfacción sádica, lucro, etcétera), la emoción dejugar con el peligro. Pero, sobre todo, se trata aquí no tanto de la sanción con que haya de castigarse al terrorista corno de su detectación y detención. Es ahí donde reside la mayor dificultad, pues frente al problema del terrorismo en una sociedad tan compleja, multitudinaria y tecnificada, como es la moderna sociedad industrial, sólo procedimientos de sutil refinamiento (que no excluyen, muy al contrario, la energía, aunque sí excluyan la tosca brutalidad) pueden rendir un resultado positivo. Combatirlo mediante un indiscriminado terrorismo antiterrorista comportaría, sin duda alguna, el indeseable resultado de extenderlo y hasta prestarle cierta aureola.

No otra es, sin embargo, la solución que postulan y quisieran llevara la práctica quienes culpan a la democracia por el terrorismo, como si el terrible fenómeno no hubiera tenido sus más espectaculares manifestaciones bajo la dictadura franquista, culminando en el atentado que costó la vida al presidente del Gobierno Carrero Blanco. ¿Se supone acaso que falta ahora en las autoridades encargadas del orden público la voluntad de erradicarlo? Sería tanto como suponer que depende de la mera voluntad acabar con la recesión o el paro, una reacción de la mentalidad simplista; tan simplista y tan obtusa como la mentalidad de los propios terroristas.

Que semejante manera de ver y entender las cosas llegase a imponerse por vías violentas no es -como dije antes- una posíbilidad descartable. Si la democracia ha venido a España traída por el desarrollo interno de nuestra socíedad de un modo espontáneo y pacífico, la acción subversiva de un grupo determinado podría acabar revolucionariam ente con ella. Sería, a su vez, una empresa terrorista por el estilo del fallido golpe de Estado. Pero, de lograrse tal empresa -decía también al comienzo-, no daría lugar a una involución, sino a algo mucho más tremendo: a la destrucción de España (justamente lo contrario de aquello que sus presuntos salvadores pretenden).

Para empezar, el penoso proceso de nuestra integración en la economía europea quedaría cortado, con lo cual se frotarían de gusto las manos quienes temen la competencia de nuestros productos agrícolas y quienes ponen trabas continuas a nuestra industria pesquera. Que los problemas económicos, en vez de aliviarse, se agravarían en el aislamiento es cosa previsible. En todo caso, ningún acto de taumaturgia dictatorial puede superar la carestía del petróleo, la recesión, la inflación, el desempleo, etcétera. Y claro está que, a favor del aislamiento o lazareto en que se vería colocada España, ciertas reivindicaciones territoriales planteadas contra su soberanía hallarían buena oportunidad para activarse. Dentro del territorio nacional, la supresión de la democracia y de las libertades públicas, por sí misma no había de eliminar la violencia, pero en cambio entorpecería las normales actividades ciudadanas. Para luchar contra el terrorismo, quienes entonces detentarán el poder desplegarían de seguro una represión indiscriminada, a cuya ciega embestida no tardaría en responder una nueva escalada de la violencia, frente a la cual (¿para qué tratar de engañarnos?) el Estado español, anticuado y premioso como es, y para colmo manejado por manos más expeditivas que hábiles, carecería de los adecuados recursos y colaboraciones. Al fondo del cuadro se vislumbra el triste espectro de la desintegración nacional, que es precisamente lo que persiguen los terroristas; de ahí su Inequívoca intención de provocar el golpe de Estado.

No es, pues, una mera involución lo que nos amenaza con la posible supresión de la demócracia; es el hundimiento del país.

Ahora bien, si lo que se entiende por involución es el hecho de que un Gobierno democrático, de acuerdo con la oposición parlamentaria, ponga enjuego todos los medios a su alcance para acudir al clamor popular contra los enemigos del bien público, entonces no digo nada.

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