Editorial:

La alarma, la excepción y el sitio

EL DESARROLLO del mandato contenido en el artículo 116 de la Constitución, según el cual «una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio y las competencias y limitaciones correspondientes », ha sido llevado a cabo por el Congreso a punta de látigo. Aunque el proyecto de ley, enviado a las Cortes por el Gobierno Suárez en tiempos que ahora parecen muy lejanos, había dormido el sueño de los justos durante un largo período, el golpe frustrado del 23 de febrero ha servido de acicate para la tramitación urgente del texto, sometido a modificaciones, primero, en la Comisión,...

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EL DESARROLLO del mandato contenido en el artículo 116 de la Constitución, según el cual «una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio y las competencias y limitaciones correspondientes », ha sido llevado a cabo por el Congreso a punta de látigo. Aunque el proyecto de ley, enviado a las Cortes por el Gobierno Suárez en tiempos que ahora parecen muy lejanos, había dormido el sueño de los justos durante un largo período, el golpe frustrado del 23 de febrero ha servido de acicate para la tramitación urgente del texto, sometido a modificaciones, primero, en la Comisión, y luego, en el Pleno de la Cámara Baja.La costumbre inaugurada con la llamada ley de Defensa de la Constitución de reservar al Senado el papel de filtro rectificador de las normas aprobadas a la carrera en el Congreso aconseja postergar el análisis de su texto hasta que ofrezca su perfil definitivo. Baste ahora con señalar que una ley orgánica tan cargada de peligros para la democracia como la que regula los estados de alarma, de excepción y de sitio, debería haber sido elaborada en un ambiente menos crispado y temeroso que el reinante desde el 23 de febrero y con mayores plazos para la reflexión, el análisis y la discusión.

Sirva de ejemplo el disparate, afortunadamente rectificado en el Pleno, del dictamen de la Comisión Constitucional, en lo que respecta a la virtual desaparición del poder civil del paisaje institucional y político, en provecho de la autoridad militar competente, en el estado de sitio. Si el período de meditación de la Semana Santa ha contribuido decisivamente, como parece, a que esa aberración jurídico-constitucional no llegara a perpetrarse, un debate más sosegado y un clima de menor amedrentamiento tal vez hubiera dado como resultado final un texto asegurado a todo riesgo contra sobresaltos e ¡niprevistos. Porque si la Comisión no advirtió en su día que la regulación del estado de sitio se saltaba a la torera el artículo 97 de la Constitución, según el cual «el Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado», y el último párrafo del propio artículo 116 (« la declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno»), los ciudadanos tienen, cierto derecho a desconfiar de un trabajo realizado sin resuello y a terner, mientras no se les demuestre exhaustivamente lo contrario, que algún otro gazapo, de igual o mayor tamaño, puede hallarse escondido entre las líneas del texto y saltar por sorpresa en el futuro para menoscabar sus libertades y derechos. En este sentido, la definitivamente aprobada ley de Defensa de la Constitución ha demostrado sobradamente la capacidad de nuestros agitados y veloces parlamentarios para promulgar normas democráticamente impresentables.

Digamos, finalmente, que la nueva ley orgánica reglamenta unas situaciones posibles, pero no probables, y menos aún deseables, pese a que las premuras y urgencias en su tramitación den pie a la sospecha que el Gobierno y los diputados han fabricado a toda prisa la herramienta precisamente para ponerla inmediatamente a trabajar. Respecto al estado de excepción, principal tema de preocupación, dado que el estado de sitio cubre la remota posibilidad de un conflicto bélico, señalemos que la experiencia del anterior régimen invita a contemplar con el máximo recelo su puesta en práctica, tanto por su ineficacia para resolver los problemas que se propone combatir como por los irreparables deterioros que produce en una comunidad civilizada. No está de más recordar, a este propósito, que el País Vasco vivió casi ininterrumpidamente en estado de excepción durante los últimos años del franquismo y que en ese clima ETA no sólo no desapareció, sino que incrementó sus bases sociales y sus militantes.

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