Después del atentado contra Reagan

Adinerado y amante de las armas de fuego

El frustrado asesino del presidente Ronald Reagan lo tenía todo en su haber: dinero, juventud, armas, tratamiento psiquiátrico y una extraña detención el 9 de octubre de 1980 en el aeropuerto de Nashville (Tennessee), donde se le ocuparon tres revólveres, precisamente el día en que el entonces presidente Jimmy Carter visitaba la ciudad.John Warnock Hinckley, de veinticinco años de edad, es el más pequeño de los tres hijos de una opulenta familia, cuya cabeza visible y padre del niño bien, Jack Hinckley, dirige la Vanderbilt Energy Corporation, empresa de Evergreen (Colorado), dedica...

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El frustrado asesino del presidente Ronald Reagan lo tenía todo en su haber: dinero, juventud, armas, tratamiento psiquiátrico y una extraña detención el 9 de octubre de 1980 en el aeropuerto de Nashville (Tennessee), donde se le ocuparon tres revólveres, precisamente el día en que el entonces presidente Jimmy Carter visitaba la ciudad.John Warnock Hinckley, de veinticinco años de edad, es el más pequeño de los tres hijos de una opulenta familia, cuya cabeza visible y padre del niño bien, Jack Hinckley, dirige la Vanderbilt Energy Corporation, empresa de Evergreen (Colorado), dedicada a exploraciones petroleras, con veinte empleados en su nómina. La elegante residencia de los Hinckley se yergue sobre un prado a los pies de las montañas Rocosas.

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El joven John había venido al mundo el 29 de mayo de 1955, en Ardmore (Oklahoma), con lo que apenas si tenía ocho años y medio cuando el presidente John F. Kennedy caía asesinado el 23 de noviembre de 1963 en Dallas (Texas), ciudad a la que la familia Hinckley se había mudado meses antes. Los psiquiatras no descartan la posibilidad de que la mente infantil quedara entonces marcada y predispuesta para llevar a cabo el intento del magnicidio del lunes.

A juzgar por los comentarios de sus profesores, John siempre fue razonable, elegante, simpático y «les caía muy bien a sus compañeras de estudios». En cambio, no les pareció tan «razonable» a los dirigentes del partido neonazi de Estados Unidos, el Nacional Socialista, del que fue expulsado en 1979 por su manía de «querer matar a todo el mundo», en palabras de su presidente, Michael Allen.

Sus compañeros de universidad, donde pretendió aprender a dirigir empresas, le recuerdan con una eterna bolsa de hamburguesas bajo el brazo, deambulando en solitario por los alrededores del campus con su mirada azul perdida en el horizonte.

Nadie parece saber dónde pasó John Hinckley los últimos meses; sus amigos creían que estaba en casa de su padres y hay rumores de que fue visto por California. Lo único seguro es que el pasado 11 de marzo empeñó una guitarra y una máquina de escribir (alguna vez había comentado que le gustaría publicar un libro) en Denver (Colorado); y que el 13 de octubre (cuatro días después de haber quedado en libertad bajo fianza en Nashville) adquirió el arma homicida a un prestamista de Dallas, especializado en armas de fuego, y cuyo lema publicitario clama desde la puerta: «No son las pistolas las causantes de los crímenes, como no son las moscas las causantes de la basura».

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Hinckley permanece custodiado en la base marítima de Quantico, a unos ochenta kilómetros al sur de Washington y sometido a los primeros exámenes psicológicos. Su padre tuvo, que reconocer ayer que «nadie se había dado cuenta de lo mal que estaba realmente». Varias veces había comentado a sus socios lo preocupado que estaba con su hijo John, y un abogado de la familia confirmó ayer que el joven había estado sometido a tratamiento psiquiátrico en más de una ocasión.

No obstante, Hinckley no figuraba en la lista de las cuatrocientas personas a las que la policía norteamericana considera asesinos en potencia, ni entre los otros 25.000 ciudadanos a los que podría darles en algún momento por empuñar una pistola y acabar con la vida de alguien conocido. Ambas listas son guardadas bajo el más estricto secreto por el FBI.

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