Editorial:

Un idioma

LA DIFICULTAD misma de denominación de este idioma -viejo y difícil- en el que escribimos es un ejemplo de su crisis actual: cada una de sus palabras está sometida a la suspicacia, la deformación, el análisis y la duda. Las discusiones sobre si ha de llamarse español o castellano. se complican ahora con la propuesta de llamarle hispanoamericano, lo que comienza ya a producir nuevas suspicacias: la de sus usuarios en este lado del Atlántico, que temen que al cambiarle el nombre le despojen de su propia esencia inventora y generadora, y los del otro lado del Atlántico, que p...

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LA DIFICULTAD misma de denominación de este idioma -viejo y difícil- en el que escribimos es un ejemplo de su crisis actual: cada una de sus palabras está sometida a la suspicacia, la deformación, el análisis y la duda. Las discusiones sobre si ha de llamarse español o castellano. se complican ahora con la propuesta de llamarle hispanoamericano, lo que comienza ya a producir nuevas suspicacias: la de sus usuarios en este lado del Atlántico, que temen que al cambiarle el nombre le despojen de su propia esencia inventora y generadora, y los del otro lado del Atlántico, que prefieren llamarse a sí mismos (y así lo hacen en todos sus organismos privados y oficiales) latinoamericanos. En todo ello entra la política; una política, en cualquier caso, poco generosa.Es la política la que entró a saco en este idioma. La política inventó departamentos y ministerios para conseguir su apropiación: se llamaron de Propaganda y fueron transmigrando su nombre (Información, Cultura, Educación Popular, etcétera), como cambiaron otros departamentos ministeriales, a medida que su palabra se desprestigiaba (de Ministerio de la Guerra a Ministerio del Ejército, y luego, a Ministerio de Defensa). No es un mal español. Los alemanes -los modernos técnicos de la propaganda, mucho más que los soviéticos- llamaron a sus retrocesos militares «avances elásticos sobre la retaguardia», y los franceses denominaron «operaciones de pacificación» a las expediciones de guerra colonial. Lo que han hecho los partidos políticos, al disimular sus nombres para adoptar la moda, el perfume favorable de algunas palabras, como «democrático» o «popular» -incluso «centro», palabra mundialmente traicionada; o «socialismo», que ya es un bien mostrenco y una traición perpetua-, es una gran colaboración a ese destrozo. Cuando la semántica del engaño se ha querido aplicar para disfrazar ciertas condiciones, España ha acuñado grandes expresiones: «empleados de fincas urbanas», para no llamar porteros a los porteros; o «residuos sólidos», para no llamar basura a la basura. La devaluación del idioma por el eufemismo, la perífrasis o la proximidad de vocablos es uná obra de las dictáduras que atacan directamente al pensamiento. La franquista la ejerció con fruición. La democracia la prosigue. Los ministros, los políticos, con más empeño los que están más cerca del poder, hablen en un dialecto extraño, con palabras deformadas, tecnicismos más o menos inventados, sintaxis enrevesada. y prosodia ininteligible. Los periodistas se han contagiado de ello. No es sólo ignorancia: es deliberación. La misma que llevó a su lenguaje propio a la casta sacerdotal egipcia, o la que decantó el mandarín en China, incomprensible para el pueblo. Es el argot de su clase. El pueblo responde con otra creatividad, se inventa su cheli -que escritores como Umbral apadrinan, como apadrinó y recreó Arniches el habla del viejo Madrid- y se va consumando la separación. Esto es, la incomunicación.

Este viejo y difícil idioma, del que ya empieza a no saberse ni el nombre propio, sufre toda clase de agresiones y responde con toda clase de timideces. Este idioma, que supo llamar Londres a London, o Aquisgrán a Aachen, o Francoforte a Frankfurt, no sabe ahora si escribir euskera, euzquera, euzkera o alguna otra variante, para no ofender a quienes lo usan con su propiedad; dice Consell en vez de Consejo, o se esfuerza en achinar la pronunciación de Roca Chun-chen cada vez que quiere nombrar a Roca Junyent. También coloca a una locutora con dulce y parsimonioso acento canario en su televisión, con la consiguiente confusión de vocablos en lo que es un idioma concreto con unas normas concretas. Otros países, tan variados o más que el nuestro, lo han resuelto mejor. Los ingleses, con el queens english (o kings english, según la figura reinante); en una isla donde la variedad de idiomas y dialectos y de pronunciaciones, que hasta difieren en los barrios de una misma ciudad (base del Pigmalion, de Bernard Shaw, un irlandés profundamente preocupado por el idioma en que escribía, que se llamaba y se llama, simplemente, inglés, sin que a nadie le escandalice), hay, desde hace siglos, un acuerdo común sobre el lenguaje que prácticamente creó Chaucer en el siglo XIV Este idioma -¿español castellano, latinoamericano?no quiere ofender a nadie. No quiere introducirse en los otros, ni desplazarlos; no pretende ser centralista, único, hegemónico, imperial o dominante; ni tampoco ser estático, puro, sino recoger las aportaciones, las riquezas, los neologismos justos. Sólo pretende ser; recuperar, como pueda, su antigua claridad, quizá oriunda de una manera de ser elogiable y honrosa de los hombres y mujeres que lo acuñaron en los burgos sorianos y en las escarpadas cornisas del Cantábrico; quiere volver a poder llamar al pan, pan, y al vino, vino. Y, la verdad, es que ya no sabe cómo nombrar las cosas y los hechos, porque ya no sabe ni cómo nombrarse a sí mismo. Ha sucumbido a la magia de las apariencias y amenaza con perecer él mismo para salvar la vida del Estado. Pero es la lengua, y no el Estado, lo que es consustancial a la vida de los hombres.

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