Tribuna:TRIBUNA LIBRE

La culpa del paro la tiene el parado

A partir del mes de mayo de 1976, el paro pasa a ser el problema socioeconómico más importante para los españoles (Francisco Alvira y José García López, en el número 2 de Papeles de Economía Española), pero será necesario que pasen cuatro años para que nuestra clase política participe de la misma opinión. En un momento en que, como señalan los citados autores, «el 31 % de los hogares con hijos mayores de dieciocho años, que convivan con sus padres, y el 30% de los hogares cuyo cabeza de familia sea trabajador sin cualificar y tenga, entre 45 y 60 años tienen problemas de empleo». En un ...

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A partir del mes de mayo de 1976, el paro pasa a ser el problema socioeconómico más importante para los españoles (Francisco Alvira y José García López, en el número 2 de Papeles de Economía Española), pero será necesario que pasen cuatro años para que nuestra clase política participe de la misma opinión. En un momento en que, como señalan los citados autores, «el 31 % de los hogares con hijos mayores de dieciocho años, que convivan con sus padres, y el 30% de los hogares cuyo cabeza de familia sea trabajador sin cualificar y tenga, entre 45 y 60 años tienen problemas de empleo». En un momento en que el Equipo de Coyuntura Económica, dirigido por el, profesor Fuentes Quintana, predice (ante una hipótesis «optimista» de crecimiento del PIB en el 1 %, y de la productividad media del sistema en un 3,5%), un descenso del nivel de ocupación del 2-,5%, equivalente a unas 295.000 personas, con lo que acabaríamos el año con una tasa de paro del 12,4%. Es decir: un millón y medio de parados.. Situación esta que encaja ciertamente mal con nuestra Constitución, cuyo artículo 35 declara que «todo español tiene derecho al trabajo». Y no parece que nos encontremos ante un simple derecho declarativo a agradecer por sus buenas intenciones, sino, más bien, ante un «derecho armado», pues no hay que olvidar que el artículo 4Tafirma que «los poderes públicos-..., de manera especial, realizarán una política orientada al pleno empleo». Nos encontramos, por tanto, ante un binomio constitucional, compuesto por el derecho de todo español a tener empleo y por la obligación de los poderes públicos de procurárselo. Y ahora es obvio que esta previsión constitucional no se produce, y si bien no parece muy sensato tachar a las realidades económicas de inconstitucionales, sí que puede ser oportuno dudar de la legalidad de los instrumentos jurídicos utilizados por el Gobierno cuando éstos no se orienten al pleno empleo.Paulatinamente, el empleo se ha ido convirtiendo en un bien escaso. El mercado está ocupado preferentemente en expulsar mano de obra, abriéndose cada vez más la tijera entre la productividad y el empleo; a mayor productividad, menor empleo. De ahí que para dar cumplimiento al mandato constitucional, y partiendo de la escasez del bien empleo, no nos quede otro remedio que la redistribución, o, si ustedes lo prefieren, el «racionamiento del empleo». Deberemos, pues, optar entre repartir el mayor número posible de empleo entre el mayor número posible de trabajadores (lo que supondría romper la ecuación anteriormente apuntada: la mayor cantidad de trabajo con el menor número posible de trabajadores), o bien que lo que se reparta sea el beneficio obtenido por el empleo existente; es decir, detraer de él los fondos necesarios para extender la protección del desempleo. Y de esta manera, y dentro del espíritu constitucional, la política de plena protección sustituiría a la política de pleno empleo.

La primera posibilidad, la de «generar empleo desde arriba», ante la atonía o quiebra del mercado de trabajo, obligaría a una rígida planificación de la ocupación de las fuerzas de trabajo, difícilmente sintonizable con nuestra Constitución; por otra parte, la reducción de la jornada, la disminución de la edad de jubilación, la supresión de las horas extraordinarias y del pluriempleo son medidas que, aunque necesarias y beneficiosas, tienen efectos limitados; lo mismo que el relanzamiento y colocación selectiva del gasto público. A la postre, se impondrían las leyes del mercado y la población obrera seguiría siendo «relativamente supernumeraria». Ahora no nos queda, pues, otro remedio que optar por la segunda alternativa, en línea con aquella benéfica e incumplida promesa de los pactos de la Moncloa: «... La extensión progresiva del subsidio a todos los parados ... »

Y para que tengamos una idea clara de estos asuntos, conviene no olvidar que empezamos el año 1979 con un índice de desprotección del 61,9%, y que, por desgracia, la situación empeora, y muy difícilmente se podrá corregir mientras se siga manteniendo la preferencia por un sistema caracterizado por adoptar un mecanismo de protección en función de la idea contributiva del. «seguro».

Admitiendo la dolorosa realidad de una bolsa estructura de paro difícilmente reversible, la política de la plena protección del desempleo pasa a ser ineluctablemente el objetivo nacional prioritario, lo que choca aparatosamente con la actual tendencia de desprotección, asentada en el soporte ideológico del «fraude al desempleo». La acometida para reducir el salario indirecto y desmantelar el Estado asistencial precisa de una publicidad ideológica específica. Es necesario sospechar de la honestidad del enfermo o del parado, aquél puede ser un pícaro y éste un vago, o un sinvergüenza que compagina trabajo y subsidio... Y así, poco a poco, se va cambiando la seña de identidad de la política de empleo; ya no se caracterizará ésta por intentar promover el empleo o proteger el desempleo, sino por la «investigación del fraude». Y todo ello, con el aparato y cacareo propio de la inanidad. Todo parado pasará a ser un sospechoso, presuntamente culpable de la existencia del paro. Se convertirá en un agente molesto para la población ocupada y bien pensante. Y si bien, quizá por pudor, no se llegue a decir que la culpa del paro la tiene el parado, al menos se le exigirá demostrar su inocencia.

Y, mientras tanto, está a punto de entrar en vigor una ley de empleo que, para extender la protección a dieciocho meses, exige un período de cotización seis veces superior al actual.

Marcos Peña es inspector de Trabajo y miembro del PCE.

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