Tribuna:

En la cresta de la ola

Se le mire por donde se le mire, hay razones más que justificadas para considerar que en las últimas semanas se han superado las cotas de deterioro, ya altas, del régimen político democrático salido de la transición. Los sucesos del pasado jueves en Madrid, en su doble vertiente de hechos absolutamente reprobables y en la escandalosa « interpretación » que de ellos se hizo, con una torpeza y una precipitación verdaderamente escalofriantes, han supuesto el desdichado y, como es a menudo habitual en estos pagos, sangriento colofón de una carrera de despropósitos que la clase política, en su conj...

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Se le mire por donde se le mire, hay razones más que justificadas para considerar que en las últimas semanas se han superado las cotas de deterioro, ya altas, del régimen político democrático salido de la transición. Los sucesos del pasado jueves en Madrid, en su doble vertiente de hechos absolutamente reprobables y en la escandalosa « interpretación » que de ellos se hizo, con una torpeza y una precipitación verdaderamente escalofriantes, han supuesto el desdichado y, como es a menudo habitual en estos pagos, sangriento colofón de una carrera de despropósitos que la clase política, en su conjunto, debería analizar, si es que de verdad quiere y desea salir de algo que empieza a parecerse a un peligroso impasse, al menos en la proyección que la crisis ofrece sobre la ciudadanía, entre aturdida y estupefacta por este tremendo juego de mutuas incompetencias en que se ha convertido una parte de la vida política española.Este ya no es un problema de «desencanto», sino, pura y simplemente, de, supervivencia. Porque, no nos engañemos, una crisis como la actual es tanto más peligrosa cuanto que se asienta sobre instituciones no suficientemente consolidadas ni arraigadas en la ciudadanía. ¿Alguien se ha parado a pensar lo que significa que el líder de una central sindical democrática compare, ventajosamente para el franquismo, la actual legislación laboral con la anterior, o que nuestros hijos, antes que ir a las urnas, aprendan a tirar piedras a los guardias? Son sólo dos ejemplos recientes. Pero hay muchos más. Medítese, en otro orden de cosas, en la increíble polémica entre dos directores de periódicos de Madrid, uno de ellos a cargo del presupuesto nacional, destapando sin ningún pudor la tapa de un colector que por lo que se ve, dista mucho de haber sido cegado.

Y es que hay errores por los que, como en un tobogán, se está precipitando la vida pública española. Y hay que decir pública, y no sólo política, porque el fenómeno es amplio y diversificado y, por tanto, no puede reducirse exclusivamente a describir los devaneos, ambiciones, malentendidos e inoperancias de quienes están en el poder o aspiran a él. La cuestión es más profunda. Sin ir más lejos, no deja de ser curiosa la facilidad con que los periódicos y los periodistas, además de haber vuelto a erigirse en pontífices de la situación, se excluyen, o nos excluimos, de cualquier inclusión en el núcleo básico de responsabilidades que nos han llevado a la actual situación. La realidad es, sin embargo, que la profesión periodística participa, y se nutre, de la. clase política y está tan necesitada como ésta de una seria e imprescindible autocrítica. En el actual pastel de confusión y justificado desánimo no vale el «sálvese el que pueda». Entre otras cosas, porque en el hundimiento de un sistema democrático los únicos botes salvavidas están en poder de los antidemócratas.

Pero vayamos al tema de la demagogia, ola en cuya cresta estamos. Se supone que no hace falta dar muchos detalles. La sensación que ofrece la vida política española es, en ese sentido, pavorosa. Mientras todo nuestro entorno geográfico se prepara e intenta hacer frente a una crisis de proporciones tremendamente serias y profundas, y que no se sabe dónde va a ir a parar, aquí las batallas se plantean alrededor de una serie de juegos, algunos lisa y llanamente ridículos, que escamotean los verdaderos problemas y los desplazan a un tercer o cuarto puesto. Habría que preguntar a esos políticos que dicen que las autonomías, de recientísima conciencia, son el re medio de todos los males, incluido el del paro, o que son capaces de reunirse durante horas y días para definir, cuál es la bandera que se debe adoptar en una manifestación, qué es para ellos la democracia o si no hay otras cosas más importantes en estos momentos que estar constantemente emulando a Mariana Pineda. O si realmente entre el consenso o el desmadre callejero no hay otros caminos más eficaces de lucha política. O si antes de encabezar una manifestación no hubiera sido más útil hacer una campaña divulgando la verdadera letra y contenido de algunos de los textos tan inesperadamente conflictivos. No tengo ninguna duda de que el Estatuto para Galicia y los de autonomía universitaria y de los trabajadores dejan mucho que desear y responden a la visión derechista de UCD, que, por otra parte, es quien ganó las elecciones. Pero resulta escandaloso que sus textos no hayan sido anaIizados ni, en muchos casos, leídos por algunos de sus más fervientes detractores. La irresponsabilidad es en este caso manifiesta, y es tremendamente significativo y revelador observar cómo a la Universidad, por ejemplo, no se ha acercado ni un solo político en ejercicio para dar la cara defendiendo o atacando un proyecto de ley cuya oposición está costando que los jóvenes aprendan una lección nada teórica sobre las libertades que la Constitución proclama y ampara. Si este país fuera serio, se habría quedado traumatizado por las consecuencias de futuro que puede tener el que sea la Policía Nacional quien enseñe a la juventud el contundente costo que tiene ejercer los derechos constitucionales. Que los políticos hayan cedido el paso a los GEO puede ser algo que la democracia va a tener que purgar durante bastante tiempo, y aunque ello no tenga, a otro nivel, que dar por buenas la confusión y la algarabía en una protesta que también se ha situado en la cresta de la ola de la demagogia.

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Si se examina con un mínimo de detenimiento cuáles son los temas qu eocupan a nuestra clase política (y si excluyen los estatutos de las nacionalidades históricas) y a nuestra prensa, y salvando las excepciones de todos conocidas, veremos que aquí nadie habla apenas de una serie de problemas que, da la casualidad, son aquellos de los que se ocupan y discuten partidos políticos y sindicatos en el resto de Europa. La inflación ideológica es tal que parece que la misma importancia tiene ese estremecedor 17% de paro en Euskadi, o la crisis energética en la que estamos metidos hasta el cuello, que el cambio de nombre de algunas calles o los escarceos parlamentarios de salón de todas las semanas en el Congreso. Las relaciones entre los tres principales partidos políticos (centristas, socialistas y comunistas) tienen un inconfundible aire de noviazgo, con constantes y mutuos desplantes y despechos, siempre entre el consenso y el «devuélveme las fotos», que excluyen rigurosamente no ya el debate ideológico, sino incluso la pura y simple contrastación de soluciones. Y, por si fuera poco, con el Gobierno enviando a las Fuerzas de Orden Público a solucionar sus entuertos o para reafirmar sus posturas. Y la televisión, impertérrita, contándonos los viajes de los ministros.

Pero lo más grave de esta situación es esa espita que, al amparo de la demagogia ambiental de que hacen gala unos y otros, se está abriendo de desprestigio del funcionamiento de la democracia como sistema. Profundo error el de estar constantemente tirando piedras contra nuestro propio tejado. La peor de todas ellas, la de crear expectativas falsas o imposibles de cumplir al fallar mínimamente el análisis de la realidad. Se están dejando de lado valores tales como el de la responsabilidad, el trabajo y la necesidad de una conciencia colectiva. Palabras que casi resultan de uso extemporáneo. Mientras, y como para llenar huecos, la izquierda encabezando manifestaciones y los gobernadores civiles reprimiéndolas. Una magnífica dialéctica para irnos todos al infierno. El país, por lo menos.

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