Editorial:

Después del viaje del Papa

EL RECIENTE viaje del papa Juan Pablo II a Eire y Estados Unidos ofrece demasiados aspectos (desde los específica mente religiosos a los político-sociales), como para que pueda hacerse un juicio global e indeferencial. Pero es obvio que ahí están unas cuantas evidencias a tener en cuenta: Juan Pablo II ha arrastrado tras de sí a millones de gentes católicas y no católicas y ha suministrado al mundo entero algunas sensaciones muy netas. Por lo pronto, la de un entusiasmo y una esperanza alborozada entre los fieles de la Iglesia católica, que en los últimos años aparecían siendo presa de la disg...

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EL RECIENTE viaje del papa Juan Pablo II a Eire y Estados Unidos ofrece demasiados aspectos (desde los específica mente religiosos a los político-sociales), como para que pueda hacerse un juicio global e indeferencial. Pero es obvio que ahí están unas cuantas evidencias a tener en cuenta: Juan Pablo II ha arrastrado tras de sí a millones de gentes católicas y no católicas y ha suministrado al mundo entero algunas sensaciones muy netas. Por lo pronto, la de un entusiasmo y una esperanza alborozada entre los fieles de la Iglesia católica, que en los últimos años aparecían siendo presa de la disgregación y de los sentimientos apocalípticos o de grandes complejos de inferioridad.Y, sin embargo, el Papa también ha intentado sacudirlos fuertemente y despertarlos de su eventual instalación en el confort y en la dormida conciencia de una sociedad injusta, mientras ha tratado de buscar una plataforma de entendimiento con los cristianos de otras iglesias u hombres de otras religiones y, desde luego, con las masas populares de cualquier ideología y creencia, afirmando que la condición del hombre va más allá de su dimensión política y del bienestar o de las satisfacciones inmediatas de todo tipo. Como la otra cara de su oposición al totalitarismo de Estado en el Este, Juan Pablo II no ha dejado de mostrar el mismo rechazo a la american way of life en Occidente.

Las masas de cualquier país y los Gobiernos de cualquier nación no han tenido nunca en verdad mayores dificultades en aplaudir a un Papa o a las palabras salidas de su boca, que pueden aplaudirse sin necesidad de que se acepten, y esta mezcla de curiosidad y de vivencia sentimental populares es posible que se haya dado ahora también. Pero esto no es todo, ni mucho menos: las masas populares han sido realmente alcanzadas y conmovidas, y toda esperanza ha parecido posible al ser enunciada por Juan Pablo II, mientras que los poderes públicos se han encontrado esta vez con un hombre de Estado que decepciona, sin duda, a todos los partidistas, pero no a los políticos, que tiene sentido de la complejidad del mundo y que, aun moviéndose en el más estricto realismo, no excluye por eso la presentación y la necesidad de unos ideales de paz y de justicia que hay que perseguir.

Juan Pablo II ha condenado la violencia de modo inequívoco, pero también la injusticia; ha defendido la libertad, pero también la obligación de traducir en términos sociopolíticos la parábola evangélica de Epulón y Lázaro. Procura no condenar a ningún poder de este mundo y, a la vez, defender aquellos valores que son pisoteados. Defenderá así el derecho de los palestinos a un Estado, pero se abstendrá de condenar a Israel, e incluso anuncia su deseo de visitarlo. A los ojos de un «comprometido» o partidista, hay aquí un equívoco; a los ojos de un hombre de Estado, esta puede ser una manera realista de proceder para lograr algo concreto.

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Pero es precisamente esta concepción del liderazgo papal, de ver a un pastor de almas convertido en un estadista o mitificado en un líder lo que no pocos católicos progresistas dejarán de criticar, máxime si se tiene en cuenta la rigidez un tanto integrista del mensaje moral que Juan Pablo II adjunta a su mensaje social. Todo triunfo -y el viaje del Papa ha sido un viaje triunfal- ofrece siempre aspectos críticos o negativos. Ignorarlos o menospreciarlos no sería ni inteligente ni evangélico.

Finalmente es bastante lógico que la Iglesia católica, afectada de crisis, decepciones e incluso de un alto grado de amargura y sentido apocalíptico, y desafiada por el secularismo, vea de repente en este Papa la solidez y la esperanza e incluso el optimismo. Y es comprensible igualmente que este sentimiento de esperanza a nivel humano sea compartido por millones de hombres y mujeres que viven un mundo en el que no hay demasiados acicates vitales ni esperanzas profundamente humanas. En la ausencia de nuevas corrientes de pensamiento, de ofertas ideológicas para el mundo de hoy, la presencia del Papa y de sus significados se ve así doble y espectacularmente reforzada.

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