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Dos navarros cara al Gobierno

El navarro Carlos Garaikoetxea -joven dinámico, simpático, con su rigurosa formación de director de empresa y su irresistible vocación de dirigente político, amén de su apariencia atildada que, voluntariamente o no, se ajusta de modo estricto, con corbata o sin ella, a las recetas más exigentes de los expertos en relaciones públicas- ha estado negociando maratonianamente con el «Inquilino de la Moncloa», su por tantos conceptos paralelo presidente Suárez, el contenido del futuro Estatuto de la comunidad autónoma vasca. De un Estatuto al que tiene poquísimas probabilidades de hallarse sujeto en...

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El navarro Carlos Garaikoetxea -joven dinámico, simpático, con su rigurosa formación de director de empresa y su irresistible vocación de dirigente político, amén de su apariencia atildada que, voluntariamente o no, se ajusta de modo estricto, con corbata o sin ella, a las recetas más exigentes de los expertos en relaciones públicas- ha estado negociando maratonianamente con el «Inquilino de la Moncloa», su por tantos conceptos paralelo presidente Suárez, el contenido del futuro Estatuto de la comunidad autónoma vasca. De un Estatuto al que tiene poquísimas probabilidades de hallarse sujeto en su calidad de simple ciudadano, a menos que cambie su vecindad; ya que el texto del documento, si se conforma más o menos (como a la hora en que redacto las presentes líneas, parece que va a conformarse) al proyecto llamado «de Guernica», no parece posible que resulte aplicable a Navarra, cuya incorporación a la comunidad autónoma que van a constituir las Vascongadas requeriría una revisión tan profunda de muchas de sus disposiciones más importantes, que el texto resultante de semejante revisión se parecería ya muy poco a dicho proyecto. Y sabido es que la aprobación del texto «de Guernica» con el menor número posible de enmiendas es precisamente lo que Garaikoetxea ha tratado de obtener en un larguísimo forcejeo que España entera ha seguido tanto más ansiosa y apasionadamente cuánto que (por razones bien conocidas y, en parte al menos, justificadas) ese forcejeo ha poseído el encanto intrigante de lo misterioso.Mientras tanto, y sin más ni menos publicidad, pero sin que los medios informativos le den, ni con mucho, la misma importancia, otro navarro negocia a su vez desde hace varias semanas el desarrollo del régimen autonómico al que tanto él como Garaikoetxea estarán sujetos en su calidad de simples ciudadanos, durante todo el tiempo en que sigan teniendo en Navarra sus vecindades respectivas. Me refiero a Jaime Ignacio del Burgo: un hombre aún más joven que su paisano y (si no me equivoco) amigo, tan dinámico y simpático como él, con la misma rigurosa formación profesional e idéntica irresistible vocación política, y a veces con cierta apariencia de involuntario desaliño que recuerda la imagen tradicional del sabio distraído; un hombre a cuyas gestiones para lograr lo que, en la jerga foral navarra, se llama «amejoramiento del Fuero» me he referido en mi artículo precedente y en otros anteriores.

Cuando las presentes líneas vean la luz, todos sabremos cuál ha sido el resultado de la negociación de Garaikoetxea; y más adelante iremos sabiendo, poco a poco, o mucho a mucho, cuáles serán los que produzca la negociación de Jaime Ignacio del Burgo. Lo que sabemos desde hace tiempo es que la actitud del Gobierno frente al primero difiere bastante de la que mantiene frente al segundo. Esta diferencia no se explica tan sólo por el hecho de que Del Burgo milita en el partido gubernamental, mientras que Garaikoetxea preside un partido que, por ahora, se encuentra en la oposición. Hay algo más. Hay mucho más, pues lo que, en el terreno personal, no pasa de ser trivial diferencia entre el atildamiento permanente y cierto desaliño ocasional, en el terreno político pasa a ser discrepancia fundamental entre dos concepciones del Estado (no de un Estado abstracto, sino concretamente del Estado español). Y en lo visceral -pues también las vísceras entran aquí en juego- se trata ni más ni menos que de dos modos contradictorios de sentir un mismo patriotismo entrañable (sabido es que tanto da decir «entrañas» como decir «vísceras»): el patriotismo navarro.

En efecto, Garaikoetxea no concibe el Estado español del mismo modo que lo concibe Del Burgo (es decir, como la encarnación político-institucional de una patria -España- de la que el interesado forma parte irrenunciablemente), sino como el aparato político-institucional en el que, por ahora, pero no necesariamente para siempre, se halla imbricada una porción (la porción peninsular) de otra patria -Vasconia-, de la que el interesado forma parte irrenunciablemente. Y, por otro lado, mientras que el navarrismo visceral de Garaikoetxea cifra su ambición en hacer de Navarra la cabeza de una País Vasco definitivamente unificado, integrado o no en el Estado español, el navarrismo no menos visceral de Jaime Ignacio del Bureo le impide admitir que Navarra pierda su independencia tradicional respecto de las demás porciones -peninsulares o no- de una Vasconia a la que no se siente sino muy tenuemente vinculado, y lo mueve a hacer cuanto puede por evitar que una instancia intermedia se interponga entre Navarra y el poder central de un Estado -el Español-, del que, a sus ojos, Navarra no puede ni debe dejar de formar parte.

Por todo ello, porque, además, esas dos posturas corresponden a las de sectores muy amplios y muy influyentes del País Vasco (Navarra incluida), y porque, por añadidura, se da en tierra vasca -entre otras- la actitud de quienes se consideran a sí mismos «en guerra con España» y pretenden arrancar (ya que no por las buenas) por las malas la independencia de una Vasconia unificada, no puedo dejar de sonreír entre las disquisiciones a que, de un tiempo a esta parte, se entregan algunos teóricos -profesionales o aficionados- de derecho constitucional, acerca de cuáles son o dejan de ser las competencias indispensables para que el Estado sobreviva: aquéllas a las que el poder central no debe renunciar porque son inherentes a la soberanía, de modo que su transferencia a las comunidades autónomas acarrearía inexorablemente la disgregación política de España; y citan como tales el mantenimiento del orden y la seguridad públicos, la administración judicial, la organización y la orientación de la enseñanza, etcétera olvidando (o ignorando quizá) que hay Estados cuya supervivencia y cuya solidez están harto probadas, pese a que en su interior todas estas materias, o varias de ellas, escapan a la competencia del poder central.

Y es que, en resumidas cuentas, el único factor que resulta esencial e indispensable para que no se disgregue un Estado democrático (y muchos que no tienen nada de tales) es la voluntad decidida de los ciudadanos de que semejante disgregación no se produzca. Allí donde esa voluntad es firme y está clara (como sucede en el caso de Jaime Ignacio del Burgo y sus seguidores), por muchas y muy importantes que sean las competencias de que carezca el poder central, el Estado no solamente se desmorona, sino que puede (y, tratándose de España, debiera) adquirir nuevo vigor al estructurarse y funcionar en forma más racional y más ágil (y, por añadidura, más barata; pues sólo las autonomías extravagantes son caras) que la propugnada por el centralismo. En cambio, allí donde esa voluntad es inexistente o, simplemente, débil, vacilante o coyuntural (como ocurre en el caso de Carlos Garaikoetxea y el PNV, para no decir nada del nacionalismo vasco más radical y subversivo) es siempre de temer que las competencias atribuidas a las autoridades locales, aunque no sean ni muy numerosas ni muy importantes, puedan ser utilizadas para minar las bases del Estado y para provocar, o al menos permitir, su desintegración. No estamos, pues, en presencia de una cuestión de mera técnica constitucional o de pura teoría del Estado, sino también y, sobre todo, de prudencia política.

Esta prudencia puede aconsejar, por ejemplo, no ceder a las pretensiones autonomistas de un Del Burgo para no tener que hacer mañana: nuevas concesiones a un Garaikoetxea... o a un Roca Junyent. Puede también aconsejar el respeto escrupuloso de esos «derechos históricos» que la Constitución, oficialmente, protege para no irritar al nacionalismo vasco y no provocar su exasperación y su incremento. Y hasta podría mover al Gobierno a anteponer -al menos, en ciertos puntos- el navarrismo de Carlos Garaikoetxea al de Jaime Ignacio del Burgo, bien para demostrar que la negociación es más rentable que esa metralleta, en cuyo empleo confía el nacionalismo vasco revolucionario, o bien como prenda de una alianza (que es algo más que un simple acuerdo) entre UCD y el PNV para apoyarse recíprocamente y gobernar de mutuo entendimiento, expreso o tácitamente, lo mismo en el plano del País Vasco que en el del conjunto de España: lo cual constituiría un compromiso político de primera importancia, capaz de tener grandísimo alcance.

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Pero la prudencia política no se la juzga por sus intenciones, sino por sus frutos. Y éstos, en los casos que aquí nos ocupan, se harán esperar -por más que piensen otra cosa los incurables del pesimismo o del optimismo- durante bastante tiempo todavía.

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