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Los estatutos de autonomía

Rector de la Universidad de Barcelona

Nos acercamos a una de las pruebas de fuego del proceso democratizador: los estatutos de autonomía.. Creo que es una prueba esencial, definitiva. Pronto vamos a ver si aquellos de quienes depende el éxito del proceso emprendido entienden la democracia. No tanto en el sentido de que los votos obtenidos les dan carta blanca para una política determinada, sino en el del único modo legítimo de perseguir el interés público. Con el objetivo de que lo hagan como acabo de decir, escribo este artículo. Y lo escribí en la seguridad de que, con él, ...

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Rector de la Universidad de Barcelona

Nos acercamos a una de las pruebas de fuego del proceso democratizador: los estatutos de autonomía.. Creo que es una prueba esencial, definitiva. Pronto vamos a ver si aquellos de quienes depende el éxito del proceso emprendido entienden la democracia. No tanto en el sentido de que los votos obtenidos les dan carta blanca para una política determinada, sino en el del único modo legítimo de perseguir el interés público. Con el objetivo de que lo hagan como acabo de decir, escribo este artículo. Y lo escribí en la seguridad de que, con él, no sólo sirvo a una causa justa, sino a sus propios intereses, mirados, eso sí, desde una óptica de largo alcance.

Nadie ignora que en los medios gubernamentales existe una honda preocupación respecto de los estatutos. Tanto que ya se han dado a conocer sus numerosos motivos de desacuerdo con los textos respectivos. Es fácil adivinar que, si se crean tensiones, estas tensiones, al aumentar sin cesar, pueden crear un clima de nerviosismo, en el que se adopten decisiones poco calculadas y nada convenientes objetivamente, pero luego irreparables. La desazón de dichos medios es harto conocida.

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En cambio, menos conocidos son, en los mismos medios gubernamentales, la inquietud y el malestar que dominan el ambiente en Cataluña, entre políticos, intelectuales y demás interesados por la cosa pública y ya se sabe que éstos no son pocos, ni mucho menos. Es lo primero que quiero proclamar aquí. A pesar del desaliento, no injustificado por cierto, que ha ido cundiendo entre los catalanes, entre la lentitud de los procesos y ante las reticencias que surgen por doquier, no se necesita ser adivino para prever que, según cual sea el desenlace del Estatuto de Autonomía, se movilizarán, con entereza, con fuerza, y yo no quisiera que con violencia excesiva, no ya los interesados, sino todas las capas de la sociedad. Ni más ni menos que en los demás momentos cruciales de la historia.

No se olvide que el Estatuto de Sau fue aprobado unánimemente por todos los parlamentarios catalanes. Es decir, por los representantes de la casi totalidad de los electores de 1977. No se olvide tampoco que, en su redacción, se tuvo muy en cuenta la Constitución, a la que el Estatuto tenía que ajustarse, cosa obligada por poco sentido político que imperase entre los redactores del texto catalán. Los motivos de desacuerdo que hoy se esgrimen sólo han de obedecer, pues, a cuestiones de forma, nunca de fondo, y pueden ser resueltas mediante modificaciones de lenguaje. Esto se refiere a todo el Estatuto en general, pero que yo quisiera tomarlo en consideración en los aspectos de la lengua, la cultura y la enseñanza, que se acogen, para mí sin discusión alguna, al artículo 27 de la Constitución.

¿Cómo se explica entonces, los reproches que se explicitan y los malentendidos que se sobreentienden? Voy a expresarme con tanta lealtad como franqueza: la presunta anticonstitucionalidad del Estatuto catalán en lo concerniente a la cultura es un pretexto. Hay una causa mucho más profunda, que afecta de un modo visceral a extensos sectores de la sociedad española: ésta se halla muy limitada para admitir otra lengua, otra cultura; es decir, otra manera de ser que la propia. Sé bien que la inmensa mayoría de los que así reaccionan ante el hecho catalán no tienen la culpa. Son víctimas de una educación ancestral triunfalista y exclusivista (como ya lo fueron sus padres y como ya sus abuelos lo habían sido y aun más lejos tendríamos que remontarnos) por la que ni siquiera se daba a conocer la realidad lingüística y cultural del país. Siendo ello así, ¿cómo se podía no ya querer, sino menos respetar, y aun reconocer, las lenguas que, pese a todo, existían, eran usadas en una gama de niveles y eran cultivadas en la literatura y en la educación? El emocionado desconocimiento creció lo indecible en los últimos cuarenta años, tanto porque se cargaron las tintas de una política educativa de suyo injusta como porque se tiñó de connotaciones políticas el inocente uso del verbo de las comunidades no castellanoparlantes. La realidad, por duro e ingrato que sea confesarlo, es que muchos españoles que, en materia de autonomías, estarían dispuestos a transigir en capítulos de más valor objetivo, no pueden oír hablar de concesiones respecto a la lengua, a la cultura y a la enseñanza. Esto es, como digo, un hecho evidente, cuya responsabilidad se diluye entre múltiples generaciones y se ha de atribuir a casi todas las ideologías. Por eso no me propongo catequizar ni convencer. Sí quisiera, en cambio, recordar a quien corresponda que, en buen juego democrático, es obligado tomar en consideración que hay otras maneras de tratar las culturas cuyo defecto principal es no estar respaldadas por una estructura de Estado. Recordarles, además, que la manera tradicional de tratarlas en nuestro país ha sido un fracaso: no han desaparecido, siempre están ahí, con ganas de sobrevivir, pero carentes de los medios indispensables y creando mala conciencia en muchos que no en vano se sienten responsables. Vivimos en una época en que todo el mundo habla y hace valer sus derechos, incluso en cosas asaz discutibles. Sería absurdo negarle o ponerle cortapisas a un pueblo que se ha preocupado por su realización comunitaria, pero sin renunciar a colaborar con los demás integrantes de la gran colectividad estatal. Sería absurdo e injusto, e incluso peligroso para ésta.

Decía que esa es la realidad. Me podría extender mucho en el otro lado de la realidad: ¿qué ha hecho el pueblo catalán en el campo de la cultura, cuando ha dispuesto de unos mínimos de iniciativa y de posibilidades? No lo haré, por razones de espacio, y para no caer en el triunfalismo. Permítaseme recordar tan sólo que en esos casos las realizaciones no han sido desacertadas (ejemplo: los grupos escolares de hace medio siglo, de los que los propios inmigrantes de la época han dado testimonio positivo), ni se han hecho en detrimento de la cultura castellana (ejemplo: la Universidad Autónoma de Barcelona de los años treinta, que invitó a preclaros profesores de Madrid y de otras universidades del país, y de la que salieron excelentes profesores de lengua española). Entonces, ¿qué hay que temer de la cultura catalana?

Yo me permito llamar la atención de quienes tienen hoy en la mano el destino de los estatutos de autonomía, para que consideren la enorme responsabilidad en que incurrirían si continuasen la política educativa de siempre, respecto a las culturas no castellanas del país. Para que lo piensen mucho, antes de dar la misma imagen de cuantos, en sus líneas políticas, han menospreciado y anonadado (o, sí otra cosa no, intentado anonadar) las lenguas y las culturas particulares. Ahora que, en los preámbulos de varias disposiciones administrativas, se han reconocido y elogiado la multiplicidad lingüística y cultural de España, sería contradictoria favorecer situaciones del pasado inmediato que ya creíamos superadas, ¡y no nos faltaban motivos para creerlo así!

Espero que se me interpretará bien, si recuerdo que quien esto escribe, hoy catedrático de lingüística catalana, lo fue durante treinta años de Gramática Histórica Española, como se refleja en buena parte de sus títulos publicados.

Cuarenta años de represión no han impedido el uso, ni la transmisión del catalán, ni tampoco su cultivo como lengua científica o de creación. Me viene a la memoria que, en la discusión del Estatuto de 1932, alguien habló de Cataluña como uno de los «intangibles». ¿Para qué perpetuar el incómodo problema catalán, cuando tenemos muy cerca la vía hacia la solución, sin que sea a cambio de concesiones exorbitantes?

¡Atención! Resolver el Estatuto de Autonomía, en lo tocante a la lengua, la cultura y la enseñanza en Cataluña, contra la justicia y dejándose llevar por argumentos pasionales, sería poner en grave peligro el proceso de reforma democrática en el que, pese a todo, todavía muchos cifran sus esperanzas.

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