Reportaje:

Las Cavas: últimos reductos del costumbrismo madrileño

El regreso de Juan Bonilla a la Posada-Mesón del Segoviano es la primera señal de vida en la calle Cava Baja. Ni él mismo sabe cuántos años hace que vive allí, pero son muchos: cuarenta, tal vez. Después de tanto tiempo ha aprendido a traspasar maquinalmente el umbral del portalón; casi siempre va pensando en sus cosas; por ejemplo, «en los beneficios de la feria de Villaverde, que fue el sábado, y en la de Vicálvaro, que será el mes que viene». A veces, sólo a veces, vuelve a ojear la pancarta de cartón en la que se lee: «Organizado por don Ramón Gómez de la Serna, Azorín y Pérez de Ayala, en...

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El regreso de Juan Bonilla a la Posada-Mesón del Segoviano es la primera señal de vida en la calle Cava Baja. Ni él mismo sabe cuántos años hace que vive allí, pero son muchos: cuarenta, tal vez. Después de tanto tiempo ha aprendido a traspasar maquinalmente el umbral del portalón; casi siempre va pensando en sus cosas; por ejemplo, «en los beneficios de la feria de Villaverde, que fue el sábado, y en la de Vicálvaro, que será el mes que viene». A veces, sólo a veces, vuelve a ojear la pancarta de cartón en la que se lee: «Organizado por don Ramón Gómez de la Serna, Azorín y Pérez de Ayala, en este aposento se celebró, el día 8 de junio de 1921, el gran banquete en honor del insigne escritor don Francisco Grandmontagne, acompañado de sus amigos y admiradores», y sin querer piensa en libros y en epitafios. Desde un rincón bajo el cartel, la gata da de mamar a su única cría mientras le mira con indiferencia, y él, que también ha aprendido a pasar de largo, va mirando la enorme llave colgada en la pared, las guirnaldas de papel de seda que sobre vivieron a las fiestas de San Isidro la cabina de recepción, la leyenda «Aposento del mozo», en la puerta de una pieza baja, y una referencia a la antigüedad del establecimiento. Lee «Fundada en 1740», y concluye el inventario que inadvertidamente hacen todos los trasnochadores antes de bostezar por última vez.Pero ya es de día. Ahora el ambiente de Cava Baja es el que prestan los comerciantes y la clientela. Los comerciantes ponen el color y los clientes el movimiento.

Cava de día

Hay en las Cavas nuevos comercios con rótulos de colores impertinentes. Los caracteres pop y la moda parchís no desplazan, sin embargo, a las letras pintadas al aceite y a los artesanos. Todavía se escucha, a intervalos regulares, detrás del escaparate de la cedacería, el martillo de Manuel López, que acaba de abrir su tienda-taller. Manuel tiene 75 años y lleva 53 establecido en la calle. No quiere jubilarse porque tiene conciencia de su soledad. «Creo que soy el único cedacero, quizá el último. Al menos, uno tiene la suerte de construir todo lo que vende. He abastecido sucesivamente de mis artículos a los campesinos que venían a la feria de la plaza de la Cebada, a los constructores y a los industriales. Con mis cribas han tamizado cereales, gravas y pinturas. Les aplico hasta cuatrocientos tipos de trama, con orificios que abarcan desde una micra hasta cincuenta milímetros. A pesar de mis años, aún domino perfectamente el oficio.» Ha llegado a dominar la geometría del martillazo. Un golpe, un clavo.Al fondo se escucha el mazo de José Muñoz, el tonelero. Es el tercer artesano de la familia, después de Felipe, el abuelo, y de Ricardo, el padre. La principal ventaja de que disfruta es la independencia: tiene sus aros, su madera y una mesa de trabajo o burro de descantar, un clavijo utilitario y doméstico, sobre el que se pueden curvar y rendir las piezas con toda confianza. Se basta y sobra consigo mismo, pero sospecha que el negocio no va a seguir adelante cuando él falte: serán noventa años de poner la madera a régimen, tratando de apretarle siempre un poco más el cinturón. Noventa años que van a quedarse «en historias de familia», como va a suceder con la espartería de enfrente, porque el espartero confiesa ya «un cansancio invencible. Estoy aquí desde el final de la guerra, y no aguanto más. Voy a cerrar la tienda después de acabar vendiendo, al cabo de cuarenta años, capachos de goma. ¡Quién iba a decírmelo! »

Durante el día, Cava Baja es una sucesión de martillazos, encuentros y diálogos cortos entre vecinos decididos a defender hasta la extenuación su vecindad, el derecho a seguir envejeciendo juntos. Cien metros de calle son suficientes para toda clase de ofertas: tripas y calabazas en la tienda de Luis Casillas («Ya tengo 78 años: traspaso el negocio al primero que haga una buena oferta»), rumores en la esquina de Schotis («Va a cerrar el espartero, ¿lo sabíais?»), alpargatas de miliciano en distintas tiendas; las hay con encintado negro, con encintado rojo y con acabado de pelotari.

Al oscurecer, Jesús de Castro Guillén, el mozo de la Posada del Segoviano, un vigilante convencido de que la veteranía es un grado alcohólico, entra en conversación con Juan Bonilla, el feriante. «Con que también vas a ir a la feria de Vicálvaro con el puesto ambulante de bebidas, ¿no es así?» Revisa el libro de inscripciones entre nubes de cazalla: figuran los 38 clientes de siempre, entre mendigos, pensionistas y ciudadanos indefinidos. La gata está en su sitio; doña Petra, la jefa, vuelve de comprar variantes en La Pequeñita, «Sesenta y cinco pesetas por habitación compartida y 85 por habitación individual: tres por cinco, quince, y me llevo una». Al oscurecer salen las cuentas, suenan las ballestas de los aldabones y se cierran la tienda de frutos secos, la guitarrería y el taller de Francisco Gascué, el fontanero hereditario.

Alguien avisa de que hay bronca junto a las Cuevas de Luis Candelas. Todos, vendedores y clientes, se miran unos a otros como habitantes de un pueblo perseguido; luego se retiran apresuradamente hacia los portales. Durante unos minutos se puede oír, a pesar de unos gritos anónimos, los chasquidos de los cerrojos, cada vez más espaciados. Jesús de Castro apura furtivamente una caña, y desaparece también, al final del patio.

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Cava, de noche

A las doce de la noche, un tuno calvo cuyo expediente es, según confesión propia, muy poco académico, mira a su alrededor descubre los vidrios rotos junto a la fuente y comenta que « los menores han cambiado, ¡vaya si han cambiado! O, mejor dicho, han vuelto a sus orígenes». Hace diez años eran, sobre todo, una inestimable academia de idiomas. Bastaban conocimientos tan elementales como Asturias, patria querida; Yes y Century Fox para entrar en conversación con jóvenes profesoras alemanas, francesas y norteamericanas; la noche empezaba en castellano y terminaba en el Oh, when the saints. Afortunadamente para las finanzas nacionales, el vino solía costearse en dólares.Cuando él empezaba a trabajarse el veraneo cantando Clavelitos, los clientes de las Cavas «eran más cordiales, estaban más dispuestos a convivir». Ahora, muchos se apoyan en las barras como si llevasen en la sobaquera una credencial portuaria que les autorizara a mirar de arriba abajo. No sostienen los vasos: los empuñan. Antes de volver a casa, Luis Herrero echa un vistazo en la Taberna Flamenca, al principio de Cava de San Miguel. Uno de los camareros observa al grupo de argelinos que escucha el órgano eléctrico. «Yo pienso también que las cosas han cambiado: la gente es más violenta.» Quedan algunas estampas familiares. Abajo, en el subterráneo, Tito, el flamenco, sigue tocando la caña; veinte años después espera todavía que algún hada se lo lleve a Massachussets. En las mejores noches vuelve Paco, el cantante sevillano que explicaba su cojera diciendo que le había cogido un miura, cuando todos saben que le cogió la poliomielitis.

Desde la Taberna Flamenca a Puerta Cerrada, siguen oyéndose canciones en el Mesón de la Guitarra, el acordeón de siempre en los Austrias, los vasos de Antonio López en el Boquerón («Yo nunca he sido amigo de laberintos; conmigo, los vecinos jamás se han quejado de ruidos») y un clamor subterráneo en La Mazmorra. No obstante, el ambiente ha cambiado. La agresividad que se percibe en los visitantes no permite hacer el antiguo recorrido por los vinos, del que se perdía la memoria en el décimo vaso, como si las canciones fueran azucarillos. «¿Le sucede algo, señorita?» La gente está inquieta. «Sí: aquel señor de la esquina me está mirando con premeditación. » Hay, junto al aroma tenue del Rioja, un frío aroma a juzgado de guardia.

Cuando los trasnochadores se atreven a llegar, en algún paseo heroico, hasta la Posada del Segoviano, a horas en las que es imposible leer carteles, los pupilos de Doña Petra parecen emisarios de Edgar Allan Poe, y la casa es una abuela de piedra. Y se repite en voz baja, a cada momento, que, en efecto, las Cavas han vuelto a sus orígenes.

Que los cuchilleros han vuelto al Arco de Cuchilleros.

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