Tribuna:TRIBUNA LIBRE

¿Qué va a suceder ahora?

En el contexto de la situación política actual, tanto en el País Vasco como en el conjunto de España, el «caso Garaicoetxea», que tanto revuelo ha levantado en un episodio sintomáticamente revelador de las contradicciones que entraña el sectarismo y del caldo de cultivo que para el propio sectarismo constituye la partidocracia que aqueja al actual régimen español y que desvirtúa en forma preocupante sus esencias democráticas, cuya pureza corre el riesgo de perderse para mucho tiempo.Ya que, detrás del lenguaje convencional invocando altos principios y refiriéndose a problemas institucionales, ...

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En el contexto de la situación política actual, tanto en el País Vasco como en el conjunto de España, el «caso Garaicoetxea», que tanto revuelo ha levantado en un episodio sintomáticamente revelador de las contradicciones que entraña el sectarismo y del caldo de cultivo que para el propio sectarismo constituye la partidocracia que aqueja al actual régimen español y que desvirtúa en forma preocupante sus esencias democráticas, cuya pureza corre el riesgo de perderse para mucho tiempo.Ya que, detrás del lenguaje convencional invocando altos principios y refiriéndose a problemas institucionales, todo se reduce a una pugna entre UCD y el PNV: pugna en la que -¡no faltaba más!- «los nuestros» llevan siempre razón.

Un navarro afiliado al PNV, mientras esté domiciliado en Navarra, carecerá de probabilidades de llegar a ser (por mucho que lo adornen grandes méritos personales) miembro, por ejemplo, del Bizkai Buru Batzar o de cualquier otro órgano del partido que no tenga jurisdicción en Navarra, al menos hasta que el PNV abandone su actual estructura rigurosamente territorial, de la que con razón se precia, y que ha mantenido persistentemente desde su fundación, pues, corresponde a la más auténtica tradición vasca. Ello no obstante, ese mismo partido ha puesto el grito en el cielo cuando el Gobierno ha querido aplicar idéntico criterio al órgano preautonómico de las Provincias Vascongadas y cuando -tras de haber dado marcha atrás al admitir que Garaicoetxea presida el Consejo General Vasco- ha exigido que, cuando menos, haya incompatibilidad entre la pertenencia a un órgano de gobierno de Navarra y la pertenencia a otro órgano de gobierno que carece de jurisdicción sobre Navarra (y, en consecuencia, sobre su propio presidente).

Por su lado, y lo mismo que otros partidos políticos cuya actividad se extiende a España entera, el partido gubernamental, cuyos ministros se muestran tan celosos de las distinciones territoriales, presenta como candidatos y logra que salgan elegidos para formar parte del Parlamento a muchos de sus afiliados, incluso a varios de los celosos ministros, en provincias situadas a centenares de kilómetros de sus domicilios y en las cuales tales candidatos ni nacieron ni tienen arraigo. Una vez elegidos, dichos miembros de UCD, ministros o no, se incorporan a las asambleas de parlamentarios de las correspondientes «nacionalidades y regiones», lo que les permite intervenir en la designación de los órganos preautonómicos respectivos (y hasta, si lo desean, formar parte de ellos y participar -llegado el caso- en la elaboración de su estatuto de autonomía; aunque, como consecuencia del decreto del 8 de junio, ya no podrán ser miembros simultáneamente de un órgano de gobierno local, provincial o foral ubicado fuera del ámbito jurisdiccional del órgano preautonómico de que se trate.

No sé si será cierto lo que algunos afirman: que, a cambio de la «marcha atrás» del Gobierno a la que he aludido hace un instante, Garaicoetxea había prometido al ministro Fontán renunciar al escaño que ocupaba en el Parlamento Foral de Navarra, y que fue tras de haber anunciado Garaicoetxea, después de prometida esa renuncia, que seguiría ocupando dicho escaño, cuando el ministro replicó con el real decreto que establece la incompatibilidad entre la pertenencia al Parlamento Foral de Navarra y la pertenencia al Consejo General Vasco. Probablemente se sabrá algún día si hubo o no tal promesa, pero quizá tardemos mucho en recibir la explicación a que los ciudadanos tenemos derecho.

Se da la circunstancia de que el Gobierno (es decir, UCD) tenía contactos con el PNV a propósito de la autonomía vasca y de que -como es evidente- le interesaba llegar a un entendimiento con él sobre esa materia. El real decreto de 8 de junio, que en sí mismo es muy razonable y perfectamente justificable, constituía una descomunal torpeza en esa especial circunstancia del juego partidista, ya que forzosamente había de irritar al PNV, por lo que resulta inexplicable en el supuesto de que Garaicoetxea no haya prometido su renuncia al escaño de Pamplona.

Pero, ¿y si prometió la renuncia? Depende, entonces, de que la promesa haya sido o no previamente autorizada por el Euskadi Buru Batzar, instancia suprema del PNV. Si no hubo autorización previa, el haberse fiado de semejante promesa denota una candidez más que regular. Y no se hable de la palabra, del honor o de la conciencia, pues es de sobra sabido que, en la partidocracia española (y singularmente en una organización de disciplina tan férrea como el PNV), el partido es el único depositario de la palabra, el único juez del honor y el único guía de la conciencia de sus afiliados cuando éstos actúan en calidad de tales, lo que -indiscutiblemente- era el caso de Garaicoetxea.

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Tan sólo si hubiese existido esa autorización previa sería la explicación políticamente aceptable. Pero presumo que nadie podrá demostrar jamás que Garaicoetxea fuese portador de una autorización semejante, sin la cual el más solemne juramento de un militante, por alta que sea su condición en la jerarquía del partido, es mero flatus vocis.

Y en el supuesto de que haya habido promesa, los hombres de UCD son los últimos que pueden extrañarse de que los del PNV les prometan algo que, después, no van a cumplir: básteles recordar que, en julio de 1978, en el Congreso de los Diputados, y en octubre siguiente, en el Senado, cuando se barajaban fórmulas para redactar la tan traída y llevada disposición adicional primera de la Constitución, relativa precisamente a los «territorios forales» (es decir, a las provincias vascas), ambos partidos representaron la misma comedia, sólo que con los papeles invertidos. Entonces también, la disciplina partidocrática prevaleció sobre la palabra dada. Dada por los hombres de UCD.

¿Qué va a suceder ahora? Independientemente de que Garaicoetxea conserve o no su escaño parlamentario y su presidencia preautonómica, imaginemos una hipótesis verosímil.

Interesada en llegar a un entendimiento con el PNV para cerrar el paso a la subversión y hacer frente al terrorismo, UCD ordena a sus parlamentarios que acepten -para quitarles el mal sabor de boca a los peneuvistas- el estatuto llamado «de Guernica», con sólo unos pocos retoques de mera fórmula y haciendo la vista gorda para que puedan salir adelante cláusulas que son evidentemente contrarias a la Constitución. Ya que -dirán muy serios los ucedistas- la gravedad de las circunstancias requiere la adopción de decisiones políticas, sin andarse con escrúpulos jurídicos. Como si no fuera aún más grave el hecho de que, al cabo de casi medio siglo de inseguridad jurídica y cuando se acaba de instaurar un Estado de derecho, la Constitución sea violada a las primeras de cambio. Pero la disciplina de partido se impondrá a la conciencia de los legisladores.

-No hay que preocuparse -dirá entonces un superexperto de esos que encuentran soluciones técnicas para todo, que si el Estatuto Vasco comprende cláusulas anticonstitucionales, el Tribunal Constitucional las anulará.

¿Cree alguien seriamente que el problema vasco podrá resolverse si se encarga a un tribunal -que, por muchas vueltas qué le demos y por grande que sea el prestigio de sus componentes, será (dada la forma de su designación) un tribunal predominantemente político y, por ende, sospechoso de contaminación partidista- de anular lo que, tras de haberse pactado en las Cortes, Alava, Guipúzcoa y Vizcaya hayan ratificado en referéndum? ¿No se produciría con ello una tomadura de pelo capaz de llevar al paroxismo la exasperación popular?

Pero todo eso no es, por supuesto, más que una hipótesis. Su verosimilitud no implica que vaya a convertirse en realidad. A lo mejor, no ocurre nada de lo que acabo de decir que podría suceder, y mi hipótesis quedará entonces -Dios lo quiera- como botón de muestra de los extremos de suspicacia a que puede llegar una persona cuando se encuentra (como me encuentro yo en estos momentos) dominada por el miedo a las maniobras partidocráticas.

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