Creación de un servicio de transplantes renales

Máquinas que sustituyen a los riñones

El destino del paciente en situación de fracaso renal irreversible ha cambiado dramáticamente en el transcurso de las dos últimas décadas. Hace poco más de quince años no tenía otra alternativa, si no respondía a alguna de las maniobras que, ocasionalmente, mejoran la función renal, que la de enfrentarse a la muerte por uremia.Gracias al perfeccionamiento de la diálisis, concepto hallado en el siglo pasado por el químico escocés Thomas Grahan, esta situación ha mejorado mucho. La diálisis consiste en la creación de un mecanismo que permita la interposición de una membrana semipermeable entre l...

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El destino del paciente en situación de fracaso renal irreversible ha cambiado dramáticamente en el transcurso de las dos últimas décadas. Hace poco más de quince años no tenía otra alternativa, si no respondía a alguna de las maniobras que, ocasionalmente, mejoran la función renal, que la de enfrentarse a la muerte por uremia.Gracias al perfeccionamiento de la diálisis, concepto hallado en el siglo pasado por el químico escocés Thomas Grahan, esta situación ha mejorado mucho. La diálisis consiste en la creación de un mecanismo que permita la interposición de una membrana semipermeable entre la circulación sanguínea y una solución dializante de composición química adecuada.

Aunque el crédito de haber realizado la primera diálisis debe recaer sobre Hass (1926), no cabe duda de que el verdadero pionero de la hemodiálisis, tal como hoy se concibe, es Johan Kolff que, en 1943, construyó el primer riñón artificial empleado con éxito en la clínica humana.

Su empleo desató un sinfín de experiencias en busca de soluciones que ofrecieran la mayor superficie activa de diálisis posible y el menor volumen de sangre en el circuito. Tras múltiples ensayos, Watschinger y Kolff diseñaron en 1955 la bobina gemela, Twin Coil K¡dnev. Este dializador, desechable, compacto y fácilmente esterilizable, se empleaba con una máquina extraordinariamente simple, lo que popularizó la práctica de la hemodiálisis en todo el mundo.

Sin embargo, dado que para cada sesión de hemodiálisis había que canalizar, y posteriormente ligar, los vasos que permitían el acceso a la circulación, la técnica sólo podía repetirse un número limitado de veces.

Afortunadamente, en 1960, Quiton y Scribner consiguen desarrollar un cortocicuito arterio-venoso que permitió el inicio de los programas de hemodiálisis también en los casos de sujetos afectos de fracaso renal terminal, que al no tener posibilidades de curación, más que en el caso de un eventual trasplante, no tenían acceso al tratamiento.

Pero tanto el número como la capacidad de los centros es insuficiente. Se calcula que, aproximadamente, cada año unos cuarenta/cincuenta nuevos sujetos por millón de habitantes -unos 1.500 sólo en España- llegan al último estadio de fracaso renal terminal y deberían, por tant6, ser objeto de tratamiento dialítico. Así, pues, se siguen buscando soluciones.

En 1964, Merrill, en EEUU, y Shaldon, en Inglaterra, inician programas de diálisis domiciliaria. El paciente y algún familiar próximo responsable son entrenados en el hospital del manejo, vigilancia y realización de la. hemodiálisis, pasando posteriormente a su domicilio, donde continúa el tratamiento. Esta solución ha demostrado ser capaz de obtener una mayor rehabilitación social del paciente, mejorar su autosuficiencia y disminuir la incidencia de ciertas complicaciones típicamente hospitalarias, como la aparición de infecciones cruzadas por gérmenes resistentes y, ciertamente, abaratar el costo del procedimiento.

Estos esfuerzos se traducen en claros avances. Al estar los programas integrados cada vez por mayor número de enfermos, deben irse automatizando las vigilancias en los puntos claves a lo largo de todo el procedimiento. Así, el líquido de la diálisis se prepara centralizadamente, tratando previamente el agua que va a emplearse, y estableciendo un mecanismo de comprobación continua de la composición del líquido antes de distribuirlo a cada riñón. Junto a este sistema central hay siempre unidades aisladas para los enfermos que así lo precisan. Las máquinas en sí van siendo más complejas en diseño, complejidad debida a la incorporación de mecanismos de control de la marcha de la diálisis: conductividad del líquido, temperatura, presión venosa, etcétera.

Concluyamos apuntando que en España se viene haciendo un gran esfuerzo, del que puede dar idea el hecho de haber pasado de 209 enfermos crónicos tratados en 1972 a 2.059 en 1977 (EDTA). Sin, embargo, dado el índice de crecimiento anual de insuficientes renales terminales, se comprende fácilmente que sólo un ágil y eficaz programa paralelo de trasplante renal puede resolver el problema acumulativo.

Además, y pese al indudable optimismo que confiere el hecho de poder mantener a estos sujetos vivos durante periodos que superan la década, hay que aceptar, con toda sobriedad, que no somos capaces de identificar con precisión, ni acabar de comprender, la toxicidad de los solutos retenidos en el organismo. Además, la diálisis extrae indiscriminadamente substancias útiles junto a las tóxicas, en proporciones que dependen más de la permeabilidad de la membrana que de su potencialidad tóxica. Y además, somos bastante ineficaces en la substitución de las funciones endocrinas y metabólicas del riñón.

Nuestra terapéutica es, indudablemente, un dramático éxito comparada con la historia natural de la enfermedad renal progresiva. Pero es todavía farragosa, complicada e ineficaz comparada con lo que realiza el riñón sano.

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