Reportaje:

No son posibles los "bobbies" todavía

Tal vez la policía de barrios sería algo más que una idea-ficción si todo el mundo tuviese la flexibilidad del brigada Cuadrado, un policía minucioso y doméstico que acostumbra a pensar por los demás. Son ya muchos años en esto, y hoy dispone ya de conciliadoras teorías sobre el malhumor. Sabe, por ejemplo, que malhumor de aquella viejecita del bolso está emparentado con el precio del besugo, que el del abacero empieza en los intermediarios y que el de los repartidores pasa por el Mercado Central, los atascos en Sol y los relojes de muñeca. A primera hora, los ciudadanos se dan cuenta de que e...

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Tal vez la policía de barrios sería algo más que una idea-ficción si todo el mundo tuviese la flexibilidad del brigada Cuadrado, un policía minucioso y doméstico que acostumbra a pensar por los demás. Son ya muchos años en esto, y hoy dispone ya de conciliadoras teorías sobre el malhumor. Sabe, por ejemplo, que malhumor de aquella viejecita del bolso está emparentado con el precio del besugo, que el del abacero empieza en los intermediarios y que el de los repartidores pasa por el Mercado Central, los atascos en Sol y los relojes de muñeca. A primera hora, los ciudadanos se dan cuenta de que es inevitable ir de Madrid al cielo, porque Madrid es el purgatorio, y el brigada-jefe de la patrulla lo sabe, y trabaja pensando en las vacaciones de los tres chicos y en Pereruela, provincia de Zamora, donde envejecieron a un tiempo mi padre y la arcilla de las cazuelas artesanales, debido a que el sol interpreta a su manera el oficio de la alfarería. El brigada sería un buen instructor, quizás porque nunca se olvida de que todos los españoles somos algo agentes y todos hemos nacido un poco en Pereruela y al sol.- ¿Qué está haciendo aquel muchacho de barba?

Ha nevado sobre Madrid. Quedan en Moratalaz unos mínimos ventisqueros blancos, que desaparecerán antes de que los inmobiliarios decidan construir en el parque una nueva torre de pisos bajo el eslogan «Por fin, la sierra a su alcance.» Y un muchacho de barba no consigue sacar su dos caballos de alguno de ellos. Bajan del furgón gris enrejado el brigada y los cuatro números. Se acercan al automóvil.

- ¿Qué le ocurre?

- Que no consigo arrancarlo.

- El frío -dice el brigada.

- El starter: tire de la clavija -dice el número tres.

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-... Y meta usted la segunda, que le empujamos calle abajo -dice el número dos.

Antes de empujar, «esto no es ningún control policial, chico», los agentes se echan las metralletas en bandolera. Sobran las metralletas para poner en marcha este coche amarillo y frío como un polo de limón. ¿O sobran los terroristas? Pero algo sobra. El número tres tiene veintidós años, mide uno-ochenta y se las llevará de calle en la discoteca cuando esté fuera de servicios; ahora ha sido destinado a la vigilancia de un barrio, mañana puede verse reprimiendo una manifestación ilegal y, ¿quién sabe?, posiblemente sea destinado a reforzar la guarnición de un penal o la vigilancia de alguna ciudad del Norte. Sin el gorro hace pensar en un Travolta de pelo corto y tracción delantera, y con el salakot bizantino de los bobbies nadie acertaría a distinguirle de uno de los patrulleros del Támesis: seguramente uno y otro sólo están separados por el atuendo y por un cursillo rápido de sociología.

Empujan cuesta abajo, suena el motor: al final de la pendiente se condensan los vapores del tubo de escape y el aliento de los policías, y queda en el aire el tac-tac sordo de las metralletas contra los herretes de los correaj es. «¡Acelere, acelere más, no vaya a ser que se le pare de nuevo!» El chico de barba apenas tiene tiempo para dar las gracias.

La patrulla se divide en dos grupos: según las prescripciones del reglamento, no deben ir solos. El brigada imparte las consignas: «Vosotros dos, por allí; nosotros tres, por aquí. Nos encontraremos en el furgón, junto al mercadillo.» Una voz en off dice que sobran las metralletas, y otra responde que sobran los terroristas. Pero hacen falta los bobbies. Es decir, estos hombres, un cursillo, un transmisor, un silbato. Y punto.

Taquicardia en el barrio

Cada día, Madrid sufre una transformación que empieza puntualmente al amanecer, cuando se ha evaporado el agua de las mangueras y todos los barbudos logran poner sus coches en marcha. Los ciudadanos que van, millones de ciudadanos, se cruzan con unas docenas de ciudadanos que vuelven. Al iniciar su jornada, los patrulleros suelen ser testigos del milagro que los trasnochadores réprobos llaman fenómeno de rechazo: los que van, tienen prisa; los que vuelven, tienen sueño. Corregir los desajustes de convivencia entre los resentidos y los fatigados será la primera tarea de los policías de barrio del futuro, si es que los hubiera.Hoy, los que van arrollan a los que vuelven. Se hacen enemistades que apenas duran un par de insultos, se contaminan las alturas en nombre del código de la Circulación y, finalmente, todos llegan hasta sus puestos. Entonces el barrio, el barrio de Moratalaz, entra en otro ritmo. Cada pieza va encajando en su sitio: los empleados de jardines comienzan a cargar las hojas; retiran el otoño a su aire, entretanto los mecánicos interpretan sin ninguna prisa los ruidos del cigüeñal, «vuelva usted a recoger el coche dentro de una semana», y las amas de casa piden la vez en el mercadillo y los temas de conversación de esta tarde, en la peluquería. Y, así, el barrio se convierte en un sosegado planetario en el que los movimientos están completamente de acuerdo con los sonidos. Cada cual está entregado a una cosa; todas las que entonces ocurren y no son familiares, son, simplemente, extraordinarias. Sucesos.

Aparecen el brigada y los dos policías.

Siguiendo la costumbre, caminan muy despacio y observan incesantemente lugares indefinidos, como suelen hacer los conductores que marchan a gran velocidad: quizá buscan escondrijos donde alguien pueda estar emboscado. (Los peatones miran entrecortadamente: un segundo, a los patrulleros, y luego, con disimulo, miran a otra parte.) Los policías bordean los obstáculos suavemente, sin perder de vista el fondo del cuadro; empuñan sus armas con soltura y mantienen unas distancias muy precisas entre sí, en aplicación de un rudimentario esquema estratégico. (Cuando el cartero les descubre, avisado por el aire que se les anticipa, deja de vaciar el buzón y tiene un ligero sobresalto.) En caso de agresión con armas rápidas, los atacantes tendrían que hacer fuego hacia dos puntos diferentes: sin duda habría una oportunidad de responderles: «Buenos días, señora.» Se ha acercado a preguntar algo una mujerjoven que lleva un niño de la mano. (Varios peatones vuelven la cabeza con cierto disimulo.) Pregunta por la situación de una calle, el brigada se explica con una cuidada cortesía. El niño mira la metralleta de un agente, que le recuerda a su pistola de rayos paralizantes, y el agente sonríe mientras su compañero se mantiene en un inquietante y ventajoso segundo plano con el arma dispuesta. (Las gentes miran con temor, con indiferencia o con simpatía, según los casos, pero todos, sin excepción, se ponen entre paréntesis.)

De repente, alguien avisa: una moto de montaña está escalando los peldaños que comunican dos niveles del parque.

-Serán los de todos los días- dice un jubilado.

-Cuando atropellen a un niño ya veremos quién paga-, responde un barrendero.

Los dos guardias avanzan por un lado, el brigada corta por otro. Parece que los dos pasajeros de la moto aceleran para escapar. El brigada se interpone. «A ver, la documentación.» Las gentes se detienen a mirar, un grupo de niños suspende un partido de fútbol: todos están asustados, Alguna vez, todas las madres les habrán dicho: «Como te portes mal, llamo a los policías.»

-¿Policías? Aquí no necesitamos nada de ellos -dice un comerciante cuyo guardapolvo tiene grandes manchas de cacao.

-Ya le preguntaré yo a usted el día en que se le presenten dos atracadores en la tienda -replica un proveedor habitual.

Uno de los agentes conecta con el furgón gracias a su transmisor portatil. «Estamos dos esquinas más arriba: pase a recogernos.» Siguen agrupándose los transeúntes; el barrio se ha detenido unos minutos ante el parque. En el coliseo de la calle, unos temen por la vida de los gladiadores, y los otros, por la grandeza del espectáculo. Hay alrededor gestos conmovidos y sonrisas que matan. Sólo un sector del público ofrece una imagen uniforme. Ahora miran fijamente; antes estaban jugando.

Se detiene el furgón, suben los chicos y los policías. Las alambradas de protección de los cristales provocan un sentimiento carcelario, el deseo de salir corriendo que provocan las rejas o las celosías. Luego se sabrá que la moto era sustraída. Y la patrulla seguirá haciendo su ronda.

Volver esquinas

Si pudieran suprimirse en el escenario las armas y la violencia, cada mañana de patrulla sería una sucesión de pequeños asuntos. Habrá que reparar una bocina bloqueada, la ofensa de un conductor en un paso-cebra, la sed en el primer bar que encontremos. Habrá que reparar, en el Ministerio del Interior, el fallo que supone el que unas unidades policiales se vean forzadas a desdoblarse, a dividirse bruscamente entre los golpes y las obras de misericordia.«¿Ya se van ustedes?» «Nos vamos.» El brigada Cuadrado piensa todavía en las vacaciones de los niños.

Y sigue la larga ronda de los policías de barrio, que es una larga carrera aún no comenzada. Porque la buena voluntad de los agentes no basta: los furgones policiales han de dejar de ser lugares intermedios entre la plaza y la cárcel, los patrulleros tendrán que perder las metralletas y los atentados, mientras los vecinos pierden la desconfianza.

Y sólo habrá concluido el día en que alguien, quizá un trasnochador anónimo, haga perder también el apellido a los patrulleros y diga «¿Guardias de la porra? No: simplemente guardias.»

Simplemente guardias.

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