Tribuna:

La diversidad de la política exterior española

En el otoño de 1977 el ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, preparaba con sigilo una profunda reforma de su departamento. El joven discípulo de Fernando María Castiella bautizó sus iniciativas con el nombre-clave de «operación portaaviones». La imagen de un gran buque, de guerra con plataforma para el aterrizaje de sus comandos respondía bien a las necesidades de la nueva diplomacia democrática y de la lógica unidad de la acción exterior del Estado. Hoy, un año después de la supuesta botadura del buque, la imagen que refleja el palacio de Santa Cruz es bien distinta a la deseada y,...

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En el otoño de 1977 el ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, preparaba con sigilo una profunda reforma de su departamento. El joven discípulo de Fernando María Castiella bautizó sus iniciativas con el nombre-clave de «operación portaaviones». La imagen de un gran buque, de guerra con plataforma para el aterrizaje de sus comandos respondía bien a las necesidades de la nueva diplomacia democrática y de la lógica unidad de la acción exterior del Estado. Hoy, un año después de la supuesta botadura del buque, la imagen que refleja el palacio de Santa Cruz es bien distinta a la deseada y, en ocasiones, toma el desolador aspecto de un sembrado, donde aterrizan y despegan a placer múltiples y autónomos ejecutores de la, política exterior española.La «operación portaaviones» tenía como primeros objetivos el reforzamiento de la unidad de acción mediante la incorporación de técnicos del Estado, una seria reestructuración administrativa del departamento y la puesta en marcha de una nueva política exterior con tres puntos de referencia esenciales: definición de las líneas maestras o filosofía de dicha política, normalización diplomática exterior y acciones inmediatas en temas de viva actualidad o de permanente desarrollo. El saldo es confuso en sus tres niveles. Hubo progresos y recesiones y el que se aventuraba como un departamento lleno de incentivos y de posibilidades de éxito fácil quedó sumergido en terreno propicio para la crítica política.

Hoy se reparten el pastel de la acción exterior, sin coordinación sincera y en medio de acciones concurrenciales casi infantiles, varios centros de actividad del ejecutivo: el palacio de Santa Cruz, el Ministerio de Relaciones con la CEE, sito en el palacete de la Trinidad, la presidencia del Gobierno y la UCD. También en la jefatura del Estado recaen temas múltiples, llevados por la mano abrumadora del propio Marcelino Oreja, que en su peculiar celo estuvo muchas veces distante de la Moncloa, epicentro indiscutible del poder que en el periodo constituyente del Estado dejó sin atención esta importante labor del Gobierno.

El primer torpedo en la línea de flotación del supuesto portaaviones surgió con motivo de la creación del puesto de ministro de Relaciones con las Comunidades Europeas. Ante las dificultades surgidas entre el ministro Oreja y los dirigentes de UCD para buscar un compromiso -Oreja pidió una secretaría de Estado, luego una dirección general u «oficina para Europa» y, finalmente, amenazó con adimitir, pero sin elevar la voz - el presidente Suárez dio entrada a Leopoldo Calvo Sotelo, en el dique seco de UCD después de una medio victoriosa campaña electoral. La Trinidad arrampló con el tema europeo, pellizco importante de la política exterior, aunque trufado de sinsabores que ni el optimismo del ministro ha podido superar (ahí están temas como pesca, siderurgia, textiles, los «noes» de Francia y las reformas institucionales y agrícolas que la CEE quiere anteponer a, su ampliación o incluir en un duro período transitorio). Los resultados están a la vista: competencia administrativa a diario -¿quién controla y nombra los embajadores ante la CEE? ¿Quién lleva los temas bilaterales?, etcétera- y celos políticos. La confianza mutua no existe entre Santa Cruz y la, Trinidad y el llamado Consejo Superior, que debería controlar estas relaciones, se pierde en un debate continuo sobre los droits de regards de un ministerio sobre otro, como ellos mismos llaman a sus mutuas interferencias.

El segundo torpedo encaja por babor. La izquierda parlamentaría facilita el disparo del presidente Suárez con motivo del debate sobre el acuerdo pesquero hispano-marroquí. Una dura brecha en el talón de Aquiles de la diplomacia española, él norte de Africa, surge en este debate: gana Marruecos, pierde Argelia y relanza a Cubillo y a su MPAIAC a la vez que presenta batalla en la OUA con el tema de Canarias en estandarte. Y aquí tenemos a políticos, parlamentarios y diplomáticos recorriendo Africa contra reloj en pos de un empate honroso que, finalmente, se consigue en Jartum. El precio es, sin embargo, costoso e incluye un enfrentamiento Madrid-Argel que nos mantiene cerca de un año sin embajadores, ambos «llamados a consulta».

Y Suárez vuelve a tomar iniciativas: Javier Rupérez, joven y ambicioso diplomático, dificil en el trato con la prensa y hoy situado en el ranking de la llamada generación de los «sesenta» que quiere sentarse pronto en el Consejo de Ministros, entra en escena. Pasa de ser jefe de gabinete del ministro Oreja a secretario de Relaciones Exteriores de UCD. Un salto de caballo que piensa que le llevará pronto al primer despacho de Santa Cruz y que le otorga la misión confidencial de reestablecer las relaciones con Argel, en el marco de una nueva política de España, con el norte de Africa que Rupérez califica de «equidistante». El ministro Oreja pierde también las riendas del norte de Africa y Buteflika, que siempre culpó a Oreja del enfrentamiento, consigue al fin puentear hacia la Moncloa al Ministerio de Asuntos Exteriores.

La fórmula da algunos resultados. Empiezan a volverlos embajadores, se prepara un viaje de Suárez a Argel y se liberan los pescadores del buque Las Palomas, sin garantía alguna de que en cuestión de semanas otros no ocupen su lugar. Y todo ello ocurre en medio de un curioso y lamentable espectáculo: Oreja y Rupérez se enfrentan, pescadores de por medio. Rupérez firma en Argel. un comunicado comprometiendo al Gobierno, reconociendo a la República Arabe Saharahui Democrática. -en un auténtico alarde tercermundista- y cantando la autodeterminación e independencia del pueblo saharaui. Oreja protesta con energía ante esta iniciativa no consultada de Rupérez, y Suárez obliga a su enviado a que rectifique a lo largo de una rocambolesca y dura noche de negociaciones con polisarios y la presidencia, argelina. Las apuestas políticas rebajan las posibilidades de ministrable de Javier Rupérez y dejan esta suerte en manos de los designios inescrutables de la Moncloa: «Ha traído invitados importantes al congreso del partido», se nos dice en este palacio.

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Otros ejemplos, públicos también, hablan del desguace de este famoso y desvencijado portaaviones: la crisis ministerial de febrero se sanciona con dos embajadores políticos: Jiménez de Parga a la OIT y Lladó, cuñado de Oreja, a Washington. La flamante Junta de la Carrera aguanta, se recogen firmas en Santa Cruz y ello provoca un viento de ceses sobre las cabezas rebeldes de varios directores generales de Exteriores. La operación se repite para ampliar la mayoría parlamentaria y Suárez cumple a Morodo su vieja promesa. Vuelven las quejas en Exteriores y Suárez declara a EL PAIS que los embajadores políticos seguirán. Y razones no le faltan: la Carrera española es hoy elitista, casi hereditaria, y tiene un alto porcentaje de sus primeros funcionarios marcados por el franquismo.

Quedan otras minucias que abundan en esta «diversidad» heterogénea de la acción exterior del Estado: la Secretaría de Estado de Información quiere hacerse con los agregados de prensa de las embajadas; el Ministerio de Cultura, con los agregados culturales, y la organización de los viajes del Rey y del presidente aún no se sabe si quedarán bajo los auspicios de la Oficina de Información Diplomática. ¿Quién da más en menos tiempo? Marcelino Oreja acepta todo.

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