Tribuna:

Inversión e incentivos fiscales

Hace seis años, uno de los últimos Gobiernos del franquismo tuvo que recurrir al expediente de financiar los beneficios de las empresas, para promover la reactivación económica. El experimento no tuvo apenas resultados positivos porque si bien se acogieron a una serie de inversiones empresariales a los incentivos fiscales de Hacienda, la enseñanza que se sacó del asunto es que habían invertido su dinero las empresas que, con incentivos o sin ellos, hubieran invertido en cualquier caso.La próxima discusión del Presupuesto General del Estado en las Cortes tendrá que enfrentarse ante el dilema de...

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Hace seis años, uno de los últimos Gobiernos del franquismo tuvo que recurrir al expediente de financiar los beneficios de las empresas, para promover la reactivación económica. El experimento no tuvo apenas resultados positivos porque si bien se acogieron a una serie de inversiones empresariales a los incentivos fiscales de Hacienda, la enseñanza que se sacó del asunto es que habían invertido su dinero las empresas que, con incentivos o sin ellos, hubieran invertido en cualquier caso.La próxima discusión del Presupuesto General del Estado en las Cortes tendrá que enfrentarse ante el dilema de decidir si una recuperación de la economía en un país democrático se hace utilizando métodos propios de un régimen autoritario o, por el contrario, aprovechando al máximo las posibilidades de una economía de mercado, que, al parecer, es lo que estamos montando aquí, después de tanto intervencionismo estéril.

La propuesta que va a presentar el Ministerio de Hacienda dentro de esos presupuesto del Estado, tendente a desgravar impuestos por varias vías a las empresas, le puede costar al país una cifra que oscila, según los cálculos, entre los 60.000 y los 75.000 millones de pesetas, dinero que va a pasar íntegramente del bolsillo de los contribuyentes a los excedentes empresariales. Ello, justo en el momento en que los excedentes empresariales han aumentado, por vez primera desde el inicio de la crisis, su participación en la renta nacional. Es verdad, sin embargo, que esto sólo ha ocurrido en los sectores agrícola y turístico.

Sólo se conoce una política seria de estímulo a la inversión, y ésta pasa por una recuperación de la demanda. Mientras las empresas sigan utilizando el 70 ó el 80% de sus capacidades productivas, va a ser difícil decirle a un empresario que tiene el patriótico deber de invertir más dinero, por mucho que le desgraven sus inversiones o le reduzcan hasta la mitad las cuotas que debe ingresar en Hacienda por impuesto de sociedades, máxime cuando son pocas las empresas que pueden permitirse el lujo de ganar dinero. Mientras no se recupere la demanda y aumente la producción, aquí no van a invertir más que los especuladores, las empresas marginales y las de sectores coyunturalmente favorecidos.

Por otra parte, para invertir no sólo hay que tener expectativas de mayores ventas, sino también dinero en cantidad y a precios asequibles. Los tipos de interés hacen inviable hoy una inversión en condiciones razonables de rentabilidad. Pues bien, resulta que, como las autoridades económicas no son capaces de conseguir que la banca baje los tipos de interés, detraen una parte de los impuestos del país para subvencionar beneficios.

Pero la medida no sólo puede resultar injusta y de agravios comparativos. Es hasta ineficiente, como otras veces ha demostrado en la práctica. Resulta difícil pensar que un estímulo indiscriminado de la inversión pueda ser en estos momentos lo deseable cuando el país necesita crear puestos de trabajo imperiosamente. ¿No sería mejor aplicar estos incentivos a un pequeño paquete de inversiones con criterios selectivos y de interés general?

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