Tribuna:

El "yo diría" y la política del consenso

Ahora es un tic de actualidad denunciar las incorreciones gramaticales de periodistas o redactores de la Constitución, particularmente las que se escuchan en la televisión, de labios de los locutores y, sobre todo, de los políticos. Dejemos de lado, en estas críticas, lo que puede haber de resentido resarcimiento del sentado en la semioscuridad, frente al repentinamente famoso o, simplemente, visto y oído por millones de españoles. Prescindamos de la actitud, todavía extendida, aunque cada vez menos, de reverencia al diccionario, especie de Constitución lingüística de la lengua castellana, per...

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Ahora es un tic de actualidad denunciar las incorreciones gramaticales de periodistas o redactores de la Constitución, particularmente las que se escuchan en la televisión, de labios de los locutores y, sobre todo, de los políticos. Dejemos de lado, en estas críticas, lo que puede haber de resentido resarcimiento del sentado en la semioscuridad, frente al repentinamente famoso o, simplemente, visto y oído por millones de españoles. Prescindamos de la actitud, todavía extendida, aunque cada vez menos, de reverencia al diccionario, especie de Constitución lingüística de la lengua castellana, perdón, española: para muchos, lo que no está en el diccionario no está en la realidad de la lengua (por ejemplo, no se admite «acceder» (in la acepción de «conseguir acceso a» porque, inconsecuentemente con la etimología y el sentido de la lengua, esta acepción no figura en el sacrosanto diccionario); y, a la inversa, lo que está en el diccionario se supone que está -aun cuando de hecho no sea así- en la realidad del lenguaje. Se trata de un residuo de la vieja concepción normativa de la gramática, y de una negación de la creatividad., de la generatividad intrínseca a todo lenguaje en todos sus órdenes, y no sólo en el sintáctico. No, mi propósito no es impugnar el «iIustrado» autoritarismo diccionariesco, sino, ciñéndome a una locución precisa, ver de rastrear el porqué de su introducción en el uso lingüístico. Cuando yo era chico, en la gramática que estudiábamos no existía el condicional sino solamente un imperfecto de subjuntivo con tres formas equivalentes, amara, amaría, amase, temiera, temería, temiese, partiera, partiría, partiese. Luego, ya en la Universidad, sí encontré corregido este disparate. Y en el uso lingüístico castellano la condición se formulaba siempre -o casi- de manera. expresa: «si fueses bueno, harías tal cosa», «si me quisieses, me darías tal otra», etcétera. Hoy -ésta ¿s la novedad- ya no es así, la oración sigue siendo condicional, pero la condición queda, con frecuencia, sobreentendida. De este modo, puedo decir «estaría dispuesto a conceder», en el sentido de que si se me instase a ello o insistiese mucho, lo concedería. Pero la expresión concreta hoy más usual de condición tácita es la de quien empieza su frase, generalmente como respuesta, con un «Yo diría que» tal y tal cosa. Yo tengo unos queridos parientes, algo chapados a la antigua, lo que está muy bien, que tan pronto como en la televisión -a la que son muy aficionados, lo que ya no está tan bien- oyen al político de turno contestar al entrevistador, «yo diría», indefectiblemente comentan: « Pues silo diría, dígalo. » ¿De dónde procede esta novedad lingüística? Para mí es, evidentemente, un anglicismo, la traducción del I would say that. ¿Por qué se ha introducido esta expresión? ¿Está justificada? Creo que sí. La estructura mental del escolástico podía llegar hasta el «concedo» pero de ahí no pasaba; la mentalidad dogmática que, a lo largo de la época moderna, ha sido la de casi todos los castellano-hablantes, lo impedía. Ya en nuestra época, tal forma de expresión seguía siendo incompatible, me parece, con la arrogancia filosófica de un Ortega a quien, en caso de no poder afirmar con seguridad, le iba mejor decir «preveo una época no lejana», «parece lícito afirmar», «creo firmemente», «digo» (y no «diría») «Sin temor a equivocarme». Hay mentalidades, como la escolástica, apodícticas. Otras, tal la orteguiana, asertóricas con jactancia. La nuestra, desde que la influencia del estilo de pensamiento anglosajón empezó a registrarse entre nosotros, es una mentalidad hipotética y, si se me permite la pedantería, hipotáctica, y por eso mismo no es menester que la condición aparezca explícitamente. La oración, completa, nos sonaría a redundante y retórica, y se desplegaría tal que así: «Si conociera bastante el asunto, si no temiese el riesgo de equivocarme, si estuviese seguro de que la situación no va a cambiar sustancialmente de un momento a otro, y sí fuese aficionado a expresiones rotundas, yo diría que ... »Es pues forma propia de expresión del científico que adetanta una hipótesis aún no verificada del filósofo que se arriesga a aventurar un aserto inverificable. En realidad es todo un estilo de pensamiento el que se manifiesta en la concepción de la metafísica como un sistema mucho más de preguntas que de respuestas, y en la consiguiente tendencia a hablar en condicional. Otras épocas eran seguras o se vivían como tales. Para Ortega la vida es inseguridad, pero la cultura otorga seguridad. Nuestro tiempo es de crisis, de crisis no sólo en la aventura que es siempre el vivir, sino de crisis total, de la cultura misma dentro de la cual vivimos, y que sentimos movediza bajo nuestros pies. Hablamos, pues, así porque somos así.

Pero a quienes nos compete hablar así es, se diría, sólo a quienes tenemos esa concepción de ha vida y de la cultura. Ahora bien, se ha dicho siempre que el político es hombre de acción y no de dudas, decidido y no problemático. Entonces: ¿Cómo es que son precisamente los políticos quienes más usan y abusan de la expresión «yo diría»? Es indiscutible, me parece, que hoy por hoy carecemos en nuestro país de grandes políticos. No sólo eso. Quienes, aunque lejos de la estatura del estadista, poseen dotes para la pequeña política -y esos sí que abundan- son conversos; conversos del franquismo a la democracia, del comunismo al eurocomunismo, del socialismo marxista al socialismo no marxista, etcétera. Ya no hay nadie, ni siquiera Fraga, que sea «de una pieza». La cautela es el santo y seña de estos políticos. Hay que mantener reserva hasta ver el giro que toman los acontecimientos. Con referencia a la última etapa franquista hablé del neotacitismo de todos los políticos, tanto, en la medida en que veían venir el cambio, de los que estaban en el poder como, desde luego, de los que estaban en la oposición. El tacitismo prosigue, aunque ahora bajo una nueva forma, la del consensualismo. Por eso la forma de expresarse de estos neotacitistas es coherente que sea la condicional tácita. Para el buen conocedor de hombres, cada una de nuestras palabras, incluidas las mentirosas, revela lo que somos. Nuestros políticos no dicen nada porque no saben a qué nuevos «consensos» tendrán que llegar, y por eso, cautamente sólo dirían. Es la fórmula que mejor conviene a su política o, hablando con precisión, a su falta de política. No es pues que se hayan vuelto filósofos. Es que son cautos y que quieren, bien mantenerse en el poder, bien -con el permiso de la Academia- «acceder» a él.

Pero no nos ensañemos con ellos. Aun cuando en su mayor parte sean incapaces de concebir y conceptualizar la confusión del mundo actual, también ellos la sienten y la viven, pues todos estamos envueltos en la misma crisis global. Todos tendemos a ser hombres del «yo diría» y nadie es ya, como los viejos oradores, hombre del solemne y seguro «he dicho».

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