Tribuna

Jueces y tribunales

De pronto Emilio Attard cedió los cartapacios a su segundo, abandonó la presidencia del banquete constitucional y se sentó entre los comensales, como uno más, allí en un escaño de platea. El debate iba por la cosa de la unidad jurisdiccional. Entonces Emilio Attard levantó el brazo para pedir la palabra. Y cuando el presidente en funciones se la dio, que fue al instante, este humanista huertano comenzó a entonar un canto naïf al Tribunal de las Aguas de Valencia para que la Constitución lo recogiera expresamente en su articulado. Emilio Attard es un parlamentario antiguo que utiliza tod...

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De pronto Emilio Attard cedió los cartapacios a su segundo, abandonó la presidencia del banquete constitucional y se sentó entre los comensales, como uno más, allí en un escaño de platea. El debate iba por la cosa de la unidad jurisdiccional. Entonces Emilio Attard levantó el brazo para pedir la palabra. Y cuando el presidente en funciones se la dio, que fue al instante, este humanista huertano comenzó a entonar un canto naïf al Tribunal de las Aguas de Valencia para que la Constitución lo recogiera expresamente en su articulado. Emilio Attard es un parlamentario antiguo que utiliza todavía ese delicioso barroco expresivo, a medias entre la erudición y la caricatura. Con su entonación alta y florida el espacio de la Comisión se llenó de un rumor de acequias, la cita con la historia cogió un perfume de vega y sus argumentos, sus maldiciones a Felipe V, sus elogios a Jaime I el Conquistador, su loor a esta tradición de riego yjusticia democrática fueron pronunciados como un juego floral jurídico y cabreado.La Comisión escuchó a su presidente con placer, con media sonrisa colgada de la comisura, con ese silencio cálido que precede a la aceptación. Manuel Fraga se adhirió en seguida a la propuesta. Pero Roca Junyent matizó esta alegría acuática de la huerta. O todos o ninguno. En España existen muchos tribunales consuetudinarios, sin ir más lejos en Cataluña está el de los Censos, de modo que no conviene especificar porque luego, si se deja un tribunal en el tintero, la gente puede protestar. Y así se aceptó, con el acuerdo de añadir un párrafo al artículo 117 que recoja en abstracto estos casos de usos y costumbres. Después, en el descanso, Emilio Attard, paseando por los grupos su gran panza fabricada por mil paellas y su sonrisa de batracio feliz entre los suyos, lamentaba que hubiera sido precisamente un catalán el que había apuntillado dialécticamente al síndico de las aguas en la puerta de la catedral de Valencia.

Ayer la alegre caravana constitucional, después de desayunar tostadas con la mermelada del consenso bajo los olmos, atravesó en una jornada el tramo del poder judicial. Esta Constitución huele un poco a office, que es el espacio que está entre la cocina y el comedor, ese punto donde la servidumbre recibe las recetas y las consignas culinarias del ama de casa. Da la sensación de que todo está ya condimentado en la intimidad. Pero hay que hablar. Ayer Licinio de la Fuente arremetía contra la posibilidad de que volviera la institución del jurado. El socialista Ruiz Mendoza predicaba la gratuidad total de la justicia. El abogado Pedro Rius, con su puro de mayoral y su mirada de sabio ladino, andaba por allí entre los bancos soplando una enmienda al oído de los diputados en defensa de su profesión, para que pueda participar en el Consejo General del Poder Judicial. Todo muy bien. Todo se votó según el libro de cocina. Cada artículo era un plato humeante servido por los portavoces a los comensales de la Comisión. Ayer el consenso sólo fue roto por Emilio Attard con un alarde de último romántico que pretendía anegar la Constitución en las aguas del Turia para que se regara este jardín de la técnica. Demasiado poético. Los diputados no le dejaron.

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