Tribuna:

Los recelos que no quisiera tener

Senador por designación real Presidente del Consejo General de la Abogacía y del Colegio de Abogados de MadridHace casi seis semanas un parlamentario aseguro el EL PAIS que «el Senado aceptará la Constitución tal como quede aprobada por el Congreso de Diputados». Y explicaba que para ello tenían asegurado los votos de las dos terceras partes de los senadores para «impedir cualquier obstáculo». Tales declaraciones no han sido objeto de rectificación alguna por el interesado. Por ello, cuando ahora leo los anuncios de posibles pactos de «calendario» los conecto inevitablemente con aquella af...

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Senador por designación real Presidente del Consejo General de la Abogacía y del Colegio de Abogados de MadridHace casi seis semanas un parlamentario aseguro el EL PAIS que «el Senado aceptará la Constitución tal como quede aprobada por el Congreso de Diputados». Y explicaba que para ello tenían asegurado los votos de las dos terceras partes de los senadores para «impedir cualquier obstáculo». Tales declaraciones no han sido objeto de rectificación alguna por el interesado. Por ello, cuando ahora leo los anuncios de posibles pactos de «calendario» los conecto inevitablemente con aquella afirmación y considero razonable la sospecha de que en alguna parte del mundo político se está pensando que el tránsito del proyecto constitucional por el Senado se convierta en un simple paseo militar cuyo desfile aplaudiremos los senadores. Y si ese es efectivamente el propósito, me creo obligado, desde ahora, como senador independiente y como ciudadano de buena voluntad, a exponer por anticipado mis reparos.

No cabría repetir aquí, a mi juicio, la táctica -ya comentada públicamente por mí en su día seguida en la sesión donde se aprobaron las medidas fiscales urgentes sin dar a los senadores la posibilidad siquiera de presentar ni una sólo enmienda. Se trataba allí de una ley muy importante, pero, en definitiva, una ley y pudo utilizarse con legalidad formal el artículo 87 del Reglamento, que permite la aprobación sin más trámites cuando se reúne el voto de los dos tercios de la Cámara. Pero ahora no se trata de una ley de mayor o menor importancia, sino nada menos que del proyecto constitucional que tiene previsto en el Reglamento del Senado una tramitación peculiar y parece evidente para el jurista que esta lex specialis debe prevalecer sobre el precepto genérico del artículo 87 de dicho Reglamento.

Que ésta y no otra es la interpretación correcta lo demuestran no sólo la fijación de un procedimiento especial de discusión, sino también que el Reglamento del Senado haya previsto la creación, ya efectuada, de una Comisión Constitucional a la que me honro en pertenecer. Y habría que preguntarse entonces ¿para qué sirve la Comisión Constitucional del Senado si no es para dictaminar sobre el proyecto elaborado por el Congreso y sobre las enmiendas presentadas en el Senado?

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Aún descartando la posibilidad de utilización del expeditivo sistema de la aprobación por los dos tercios, el artículo 123 del Reglamento permite que por mayoría absoluta se «guillotine» en cada artículo la discusión de enmiendas y rectificaciones y se decida así que el artículo está «suficientemente discutido». Con una rígida interpretación formalista, la mayoría absoluta del Senado tiene, pues, la posibilidad de convertir las deliberaciones sobre los artículos constitucionales en fugaces episodios, con lo que se cumpliría cualquier plan de «calendario» de máxima velocidad.

Ahora bien, vale quizá la pena examinar los graves inconvenientes que la «guillotina» traería consigo.

La «guillotina» es un abuso de poder mayoritario a menos que se utilice como legítima defensa contra una maniobra de obstrucción sistemática por parte de la minoría. Y aún en este caso concreto, el presidente de las Cortes republicanas, don Julián Besteiro, se negó a admitirla por escrúpulo fácilmente comprensible.

Que en el Senado se presenten enmiendas y que se intente defenderlas en el Pleno constituye un supuesto normal y yo diría que indisolublemente ligado al propio decoro de la Cámara, porque los senadores no han participado en la ponencia del Congreso que elaboró el anteproyecto, ni participarán tampoco en el Pleno que, en aquella Cámara, discutirá el texto definitivo. Si ese texto, extraño en su origen al Senado, pasaba por él sin que los senadores, en el tema más trascendental que pueda confiarse a su examen, se abstuviesen de aportar una sola reforma o una sola mejora, el pueblo español podría caer en el error de pensar que las Cortes se componen de dos órganos: Uno de ellos -el Congreso- dotado de imaginación, competencia y espíritu de servicio. Y otro -el Senado- compuesto por unos miembros aletargados, incapaces de cualquier idea constructiva y simples aplaudidores de lo que los inteligentes diputados han sido capaces de elaborar. Y con una lógica elemental ese pueblo tendría derecho a preguntarse el por qué del capricho suntuario de crear un órgano parlamentario tan incapaz e inoperante.

No sirve en ese caso la explicación de que el texto elaborado cuente con el asentimiento extraparlamentario de los grandes partidos, porque tal explicación quebraría en el Senado por su especial composición. Hay en el Senado grupos independientes y, dentro de ellos, algunos senadores elegidos con votaciones muy nutridas procedentes de diferentes zonas del electorado, y otros que han sido escogidos por razón fundamental de su independencia. No juega para los referidos senadores la disciplina de partido ni pueden sentirse representados en la ponencia restringida del Congreso, compuesta exclusivamente por una síntesis de los partidos allí presentes.

Sería también grave para el porvenir de la Constitución que en las deliberaciones del Senado los dos grandes partidos se negasen a admitir sistemáticamente que no hay, en algún grupo independiente ni el destello de una idea, ni de una observación aprovechable. Si con una rígida aplicación de fuerza mayoritaria se niegan a recoger ni una sóla razón de la minoría, el ciudadano español acabará también preguntándose si realmente son necesarias las reuniones en las Cortes o si bastaría con que cada diputado, obedeciendo las órdenes de su partido, envíe una cartita con su voto al presidente de la Cámara. Y creo que entonces adquiriría un simple sentido humorístico la expresión «consenso» que cuando se trata de la Constitución viene repitiéndose incesantemente. Consenso que, por otra parte, me parece muy deseable en el nacimiento de un nuevo sistema constitucional.

Después de cuanto queda dicho, considero por lo menos aventurada la afirmación de que en el Senado no debe haber «obstáculos» para la aprobación del texto procedente del Congreso, si por «obstáculo» se entiende una inexistencia de críticas a lo que merezca ser criticado, ni de enmiendas a lo que merezca ser enmendado, ni creo que pueden planificarse legítimamente «calendarios » excesivamente apresurados.

Sinceramente pienso que lo mejor que puede pasarle al texto constitucional, que lo que merece como mínimo la eminente categoría de su contenido, es que a virtud de las enmiendas introducidas en el texto por el Senado, recibiese su definitiva aprobación en una reunión conjunta del Congreso y Senado utilizando la fórmula prevista en la ley para la Reforma Política.

Desearía que mis recelos fueran infundados y leería con mucho gusto una explicación, convincente por parte de quienes puedan darla. Y no acudo a los caminos de la interpelación, ruego o pregunta porque la respuesta convendría que no proviniese solamente del Gobierno o de la Mesa Presidencial del Senado.

Todos los ciudadanos de buena voluntad nos damos perfecta cuenta de la necesidad de que España cuente lo antes posible con unas definidas y comunes normas de juego fijadas en la Constitución. Pero, al propio tiempo, debemos pensar en una Constitución duradera, en cuya confección hayamos apurado al máximo la capacidad de acierto porque nos jugamos demasiado en ella para permitirnos descuidos, apresuramientos o desprecio de aportaciones útiles. Combinar prudentemente la urgencia del resultado con la sosegada marcha del buen trabajo es responsabilidad común de cuantos, desde el poder y fuera de él, soportan la responsabilidad de unos momentos decisivos para los años venideros.

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