Tribuna:DIARIO DE UN SNOB

Elicia

No hay como resucitar a los clásicos, o sea revivir a los que están vivos porque con ellos revive el fondo hormigueante, rebullente y vital de una España antigua, entre manchega y eterna si me lo permite Tarradellas, y con La Celestina de Cela y Tamayo nos vienen al encuentro, como el bosque de Shakespeare, no sólo Melibea -voz de miel, como le gustaría precisar al por fin académico Eugenio Montes- y Calixto (Melibeo soy en Melibea creo), sino también Elicia y Areusa, hombres y mujeres confusos de los cafés de artistas de Madrid.Me lo dij...

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No hay como resucitar a los clásicos, o sea revivir a los que están vivos porque con ellos revive el fondo hormigueante, rebullente y vital de una España antigua, entre manchega y eterna si me lo permite Tarradellas, y con La Celestina de Cela y Tamayo nos vienen al encuentro, como el bosque de Shakespeare, no sólo Melibea -voz de miel, como le gustaría precisar al por fin académico Eugenio Montes- y Calixto (Melibeo soy en Melibea creo), sino también Elicia y Areusa, hombres y mujeres confusos de los cafés de artistas de Madrid.Me lo dijo una vez don José María de Cossío, cuando era presidente del Ateneo de Madrid y se quejaba de que los lectores de la biblioteca robaban siempre La casada infiel del romancero de Lorca:

-Mire usted, Umbral, aquí en España todo somos una gran familia: reyes, toreros, artistas duquesas, militares, todos.

Más que una gran familia me estaba dibujando una gran elite, y él sabría por qué lo decía pero sí que veo yo la gran familia nacional de los clásicos, los románticos y los revolucionarios, todos revueltos en los cafés y las tabernas de Madrid, callados a gritos durante los cuarenta años de Franco, y con Elicia, o sea Terele Pávez, peinándose y despeinándose la melena fiera, afilándose los ojos de una maldad inteligente y negra, riendo con la boca brutal y grande de las hembras que dan miedo, porque Terele estaba ahí, tornando café de madrugada desde los tiempos de Fernando de Rojas, y a la Elicia de La Celestina la he visto yo cuando de pobre en una cafetería de la Gran Vía. Hasta que, redivivos todos tras el sueño eterno del franquismo, vueltos a la vida con los mismos cuerpos y almas que tuvimos, en un juicio final, universal y democrático para el que tocan trompetas los arcángeles seuístas de la Moncloa, cada cual vuelve a encontrarse consigo mismo y Alvarito se ha encontrado con el Algarrobo y Terele con la Elicia de La Celestina,

-Es la más lista de las hermanas- decían las lenguas anabolenas de la noche cuando Terele pasaba de negro y miedo, como una existencialista madriles y algo retardada.

Más lista que su famosa Emma Penella, más fiera que su querida Elisa Montes. Lo que pasa es que una dictadura hace medios seres de los seres completos, y hacía falta que viniera hacia nosotros este bosque shakesperiano de libertad no sólo para que Comisiones Obreras ganase las sindicales, sino también para que el cuerpo de Terele se encontrase con el alma de Elicia, meretriz ilustre de las tenerías medievales, y tuviéramos la mujer completa, la España entera, los seres totales. Ay, Terele, si te viera Cuco.

Uxío Novoneyra, bardo galalco trasoñando arboledas rojas, la amaba en su silencio de sancristobalón y le decía en unos versos a Terele:

-Eres tan sábado...

Pero ella tenía amores más retirados y ahora me la encuentro de vez en cuando en alguna cafetería americanizada, me sale al encuentro, ríe como entonces, habla, se enrolla y desenrolla en la madeja espesa de su vida, y luego se va, olvidando un niño en, algún sitio, ya de Elicia eterna, de personaje de Rojas, de manchega universal -¿toledana, madrileña?-, a arder en su personaje, sobre un escenario céntrico, reunida con fin consigo misma, cuando España entera vuelve a sonar en las arcadas del tiempo, mujer viva e impura, no redimida, gracias a Dios, por Pilar Primo de Rivera.

Como Terele se ha reunido al fin con su personaje, todo hombre debe reunirse ahora consigo mismo, que eso es la libertad, la democracia, reunirse uno con su yo auténtico para votar, para no votar, para vivir, para estar, porque la espada de Franco, que él consagró a un santo en el año cuarenta, separaba a cada español de sí mismo. Ay Terele, si Cuco te viera. Eras Elicia y no lo sabíamos cuando tomabas el café del asco con nosotros. Eres Terele y sólo yo lo sé cuando ardes en palabras como Elicia. Al fin.

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