Tribuna

Las preautonomías y el "pret a porter"

Senador socialista por Almería

Durante el largo período de hibernación a que ha estado sometida nuestra convivencia ciudadana, la lucha democrática se identificó, lógicamente, con una decidida actitud anticentralista. El Estado democrático se vinculaba, con toda justicia, a esa realidad popular, plural y específica encarnada en los pueblos y regiones de España. Al mismo tiempo, las fuerzas políticas de la izquierda española eran conscientes de la necesidad de plegar su mejores planteamientos autonomistas o federalistas a la urgencia de «recrear» el Estado español, arruinado, ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Senador socialista por Almería

Durante el largo período de hibernación a que ha estado sometida nuestra convivencia ciudadana, la lucha democrática se identificó, lógicamente, con una decidida actitud anticentralista. El Estado democrático se vinculaba, con toda justicia, a esa realidad popular, plural y específica encarnada en los pueblos y regiones de España. Al mismo tiempo, las fuerzas políticas de la izquierda española eran conscientes de la necesidad de plegar su mejores planteamientos autonomistas o federalistas a la urgencia de «recrear» el Estado español, arruinado, desmedulado por los dictatoriales afanes de consolidación de un «régimen», de un Gobierno, a costa -claro está- del despedazamiento del Estado (los «nuevos Estados» siempre han sido, en la práctica, herramientas de demolición del Estado). La propaganda oficial nos martilleaba con tópicos unitarios cuando, en realidad, los hombres de España no conocían más unidad que la dolorosamente gestada en la lucha clandestina y las tierras de nuestra patria (ya es hora de rescatar la expresión del prostíbulo de las mercaderías «providencialistas») pugnaban por no seguir la bastarda incitación disgregadora que implica todo centralismo y, singularmente, el más gárrulo de los centralismos: el cultural e ideológico.

Iniciado el proceso democrático, la eclosión de los vientos autonomistas contribuyó, en gran medida, a su aceleración. La relativa victoria electoral de UCD nos hizo asistir muy pronto a una deslumbrante operación mágico -política: la reinstauración de la Generalidad catalana en la persona de Tarradellas ante el estremecimiento jubilar de ciertos sectores. El Gobierno hacía conectar, por decreto-ley, la preautonomía catalana con la legitimidad histórica y con el inicio de una conocida política de «sano regionalismo», de regionalismo «bien entendido»: el regionalismo administrativo. Al mismo tiempo, la concurrencia, no precisamente nupcial, de las dos legitimidades -la histórica y la electoral- arrojaba un resultado «diestro» y no «siniestro»: del trágico abrazo, que Unamuno ubicaba en el «hondón del alma», entre la fe y la razón triunfaba la primera, y ya se sabe que la fe política oficial se imanta en este país, con fuerza resistible, hacia el centro.

Lo importante es que se había estrenado el hall de las autonomías con un modelo resultón, inmediatamente rentable y poco costoso. Hacía falta ahora responder al fervor autonómico de otras nacionalidades, de otros países y regiones de España en la misma forma, pero matizada, que en el caso catalán. Nada mejor que un modelo pret a porter que, ante la proclamada imposibilidad oficial de una indumentaria jurídico-política más adecuada y ceñida a las señas de identidad de cada pueblo o país, irían aceptando, en sucesivas «imposiciones conversadas», las distintas comisiones parlamentarias de negociación. Unas municipales bien valen unas cuantas misas preautonómicas de modelo único.

Pero ¿y la izquierda? ¿Cómo ha entrado al trapo, no precisamente rojo, de esas preautonomías descafeinadas? Es consciente de las tremendas limitaciones del proceso, de su extraño uniformismo jurídico-formal, de que nada tiene que ver con sus viejas y entrañables aspiraciones de, a través de una auténtica autogestión comunal, desembocar en la realidad de una «comunidad de comunidades», de un Estado federal y plurinacional vertebrado en torno al eje de la única posible unidad real: la que nace de la superación de la división en clases mediante el ejercicio -revolucionario y democrático- del poder por la «mayoría natural», por la clase trabajadora que, previamente, de forma gradual e inexorable, se habrá constituido en «mayoría electoral» fuertemente nucleada por el socialismo. Sabe la izquierda española que nuestra derecha, incluso la más civilizada, puede pretender que su enteco regionalismo administrativo explote fibras y sentimientos nacionalistas para movilizar la opinión pública regional por encima de los conflictos interclasistas y convertir las autonomías pret a porter en instrumentos de las burguesías con afán de gobierno. Pero sabe también que el espectáculo, tan conocido, del partido hegemónico burgués de carácter regional que pacta en Madrid con la oligarquía dominante es difícilmente repetible sin ser duramente denunciado por el pueblo.

Los socialistas no podemos estar de acuerdo con estas preautonomías estrechas, uniformes y, por tanto, artificiosas. Pero vamos a ellas por un elemental sentido de la, realidad. Sabemos que allí donde se produce un divorcio entre la autoridad y la comunidad, entre la norma y la realidad social, acaba siempre por imponerse esta última. Y que la realidad explicará suficientemente que las mermadas instituciones preautonómicas se convertirán muy pronto, para los socialistas, en poderosos instrumentos de denuncia de las desigualdades, los privilegios, la insolidaridad, el caciquismo y la explotación que presiden gran parte de nuestras estructuras sociales y económicas; en obligados cauces de control y obstaculización de las decisiones públicas con repercusión dañosa o negativa en ámbitos regionales concretos; en plataformas de profundización de la conciencia social de los distintos pueblos o nacionalidades, al margen de cualquier nacionalismo, siempre reaccionario, y en demostración palpable de la capacidad socialista para gestionar rigurosa, honesta y democráticamente instituciones o intereses públicos por artificiosa y formalista que sea su configuración jurídica.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Lo que en ningún caso corresponderá a los socialistas es la «administración de la desesperanza», de la profunda decepción popular que supondría la frustración, a través de estructuras ficticias, vacías de contenidos sustantivos, huérfanas de arraigo social, de tantas esperanzas acumuladas en la sinceridad democrática de las autonomías. Por lo pronto, las preautonomías pret a porter no parecen buen comienzo. Así no llegaremos, en expresión de un obrero andaluz, a ser «tónomos». Y ojalá no le ocurra al Gobierno ucedista con las preautonomías lo que, por distintos motivos, al buen Machado con Guiomar: que, «reo de haberlas creado, ya no las pueda olvidar».

* El señor Navarro ha abandonado el Partido Socialista Popular para ingresar en el PSOE.

Archivado En