Tribuna:

El socialismo y la Monarquía

El Partido Socialista Obrero Español es el de más tradición entre los participantes en el actual juego político. En su larga y procelosa historia -a la que mi buen amigo Ricardo de la Cierva dedicó un rápido y elucidador estudio, de recomendable lectura ha habido de todo: triunfo y persecución, lucha y ostracismo, aciertos y errores, caídas y renacimientos. La trayectoria, en fin, de todo organismo vivo, firme en su voluntad de acción y en su capacidad para la cosecha de masas. Ahí están, para corroborarlo, las altas votaciones obtenidas el 15 de junio, esta nueva fecha clave para nuestro futu...

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El Partido Socialista Obrero Español es el de más tradición entre los participantes en el actual juego político. En su larga y procelosa historia -a la que mi buen amigo Ricardo de la Cierva dedicó un rápido y elucidador estudio, de recomendable lectura ha habido de todo: triunfo y persecución, lucha y ostracismo, aciertos y errores, caídas y renacimientos. La trayectoria, en fin, de todo organismo vivo, firme en su voluntad de acción y en su capacidad para la cosecha de masas. Ahí están, para corroborarlo, las altas votaciones obtenidas el 15 de junio, esta nueva fecha clave para nuestro futuro. El PSOE supo aparecer ante sus posibles electores con una renovadora fisonomía, más fresca y esperanzadora, circunstancia a la que sin duda contribuyó la figura juvenil de su nuevo líder, Felipe González, que acertó a realizar una campaña casi exenta de asperezas, donde las naturales demagogias fueron sensiblemente dulcificadas por la emblemática, presencia del clavel prometedor.El PSOE estaba de nuevo en la línea de combate, con todos sus pertrechos y, es de presumir, que sin olvidar sus experiencias, tantas veces ágil contrabalanceo de unos compromisos que el arrastre de los años había ido convirtiendo en pesad ísima comitiva. El viejo Partido Socialista, el del «abuelo» Iglesias, el de los orígenes románticamente mitificados -con su inicial y fugitiva atracción frente a muchos intelectuales de la época-, nacía con la simiente de su drama. También, como les sucede a todos los seres, predestinado a cruzar la existencia sogre un entramado de angustias y deseos.

Las dudas interiores, obedientes a una lógica vital e inexorable, abrieron tempranamente sus fuegos. Encarnadas en hombres y actitudes, la historia real del socialismo español -no la soñada desde los realces de la lejaníaiba a transcurrir entre las consecuencias de esas vacilaciones, motivadas generalmente por las preferencias y los dilemas tácticos.

La Segunda República fue la gran ocasión,del socialismo. Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, así como las inmédiatas para las Cortes Constituyentes, le otorgaron un cometido de árbitro. En manos de los líderes socialistas -de tan vasta gama y diversa extracción- estuvo casi por entero el destino de la República del 14 de abril. Si ella fue posible -al margen de otras razones y concausas-, se debió en proporción inmensa al hábil montaje del conglomerado electoral de la conjunción republicano-socialista, donde el socialismo pudo llevaúse, justamente, la parte del león.

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La crónica está accidentadamente relatada, con ahondamientos objetivos, pese a las pasionales descargas de panegiristas y adversarios. La hora de las opciones fue -cual acontece a menudo- la de las contradicciones. Sin entrar en profundos análisis, existe un hecho fácilmente constatable en la larga y tempestuosa historia del socialismo español: el de la tentación revolucionaria. Con independencia de sus raíces marxistas, ya desde los tiempos de los viejos dirigentes -crecidos a la sombra de la romántica asociación de los incentivos de la subversión envuelven a las sencillas y primarias -«sociedades de resistencia».

Estas tendencias y fascinaciones encontrarán en Largo Caballero un abanderado prestigioso, al que la izquierda del partido -cada vez más impregnada de las tácticas y dialécticas comunistas- Regará a calificar, en los primeros tiempos de la guerra civil, de «Lenin español». Por esa vía habrán de venir los grandes males y tropiezos. Del lanzamiento -tan endeble de razones democráticas- a la revolución del 34, se irá ádar en las radicafizaciones del «Frente Popular», prólogos ambos -al lado de otros varios propósitos y cirtunstancias- de la contienda armada y abierta.

Largo Caballero aprendería, en carne propia, las tribulaciones a que conduce el convertirse en compañero de los comunistas, que en un instante lo sóñaron su instrumento. Harto de sus intromisiones, el tenaz luchador, montado en su arrebato ibérico, se vio obligado a éxpulsar de su despacho de presidente del Gobierno al embajador soviético; por aquellas calendas, el embajador de Stalin. La estrella de Largo Caballero dejaría de brillar para siempre.

Traer aquí estos hechos -que deberían ser suficientemente conocidos- con ánimo recordatorio, tiene una expresa intención de aviso. No se trata de recomendar al PSOE que se adentre por las vías de la docilidad. Ni muchísimo menos. Ni seria deseable, ni a mí me toca aconsejar esto o lo otro. El Partido Socialista está en su derecho -y aun en la obligación- de ejercer su función opositora, de practicarla de tal modo que vincule su nombre al de una sencilla y directa alternativa de poder, sin traumas y delirios.

Pero para ello, para este logro que supondría el innegable perfeccionamiento de los mecanismos democráticos, se hace precisa una cierta capacidad de sacrificio y de renuncia a la aventura. El olvido -aunque sea transitorio- de las exaltaciones capitosas del jacobinismo; las mismas que forzaron el desencadenamiento revolucionario de 1917, con su jaque a las instituciones entre los gritos y la pólvora de las barricadas.

Si es cierto que el republicanismo un republicanismo asaz brumoso y nostálgico, a la manera del puesto en circulación por los «regeneracionistas» de nuestro pasado «fin de siglo» pendía de la panoplia doctrinal de Pablo Iglesias, esto no constituye razón suficiente para que las nuevas juventudes socialistas antepongan el despliegue de una bandera republicana -cual determinante básica- a cualquier expresión ideológica.

Pienso que la manida y tergiversada relativización que define la política como el arte de lo posible, adquiere su sentido más explícito en las actuales circunstancias españolas. Ni el ciego ni el fanático podrán negar lo que se mueve ante nosotros. No sólo la implantación de la de Mocracia, sino, asimismo, la rapidez de su proceso instaurador han sido -y son-, milagros aparte, consecuencia de una decidida voluntad de la Corona. También sobre ella, y frente a azares, arrastres y condicionamientos, ha hecho sentir su cerco inquietante la eventualidad de los probabilismos. Si toda política es la resultante de una serie de aspiraciones y regateos, este juego angustioso se hace más dramáticamente intrincado en una política de fundación.

Téngase además en cuenta que la actual Monarquía española ha procurado distanciarse, con desembozadas maniobras, de los tradicionales patrones en los que se inscribía históricamente la realeza. Es muy pos ible que en un proceso de evaluación de cargas del pasado, ateniéndose claro es a la órbita correspondiente a la acción de cada cual, que la Monarquía española aparezca hoy más desprendida de nostalgias y abierta al salto hacia adelante que la gran mayoría de las flierzas que constituyen el cuadro de partidos, fádtores de poder, corporaciones, sindicatos, etcétera, enfrentados a la reforma de un Estado y, naturalmente, de una sociedad.

No es cuestión de derechas o de izquierdas, de moderados o radicales. Las supersticiones se dan en todos los bandos; y a veces, incluso con más fiereza en quienes dicen combatirlas. La política -aun la de pretensiones más rebeldes y libérrimás- concluye casi siempre. en agobiadoras cuadrículas. Y si no, que lo digan los sesenta afros de comunismo en la URSS. Pero no es esta la hora de recalcar escepticismos, aunque no falten razones para ello. Con pactos o sin pactos -y hasta sin voluntad de cumplirlos- seria criminal desaprovechar la ocasión presente -¡una más en el dolorido devenir español!-, para intentar construir las líneas maestras de una sociedad posíble. Recuerdo bien algo de lo que escribiera el tan traído y llevado Alexis de Tocqueville, en La democracia en América: «No depende de las leyes la recuperación de las creencias que se apagan; pero sí depende de las leyes el implicar a los hombres en los destinos de su país.»

Estamos asistiendo a una desorbitada expansión de la violencia y la criminalidad políticas. No creo que nadie dude de que entre sus causas se cuente la de hacer imposible la creación de unos cauces legales de convivencia hacia el futuro. Es este uno de los terrenos en que tanto el Gobierno como los partidos tienen mucho que hacer, sin que baste para la tranquilidad de sus conciencias con la elaboración de una ley de «Defensa de la Democracia». ¡En otros tiempos también se confeccionó una ley de «Defensa de la República», que tan sólo sirvió para testimoniar el aceleramiento de una desconcertada agitación barranca abajo!

Unos nuevos estilos políticos, en los que primara la conciencia de la gravedad y los deberes de la hora sobre el aprovechamiento de las pequenas circuristancias y los albures astutos, resultarían a la postre mucho más útiles y clarividentes. Tener la capacidÍid de contención para no volver a los antiguos e impopulares juegos parlamentarios, con sus zancadillas fáciles y sus gratuitos exhibicionismos, podría. ser una buena prueba de deseos de renovación y de rectitud de intenciones, a la que no habría español que permaneciera insensible.

Pues bien, en este aspecto uno más al azar de la confrontación parlamentaria, le cabe al PSOE una intervención decisiva. La más importante quizá la de ejemplarizar con la conducta. Tengan en cuenta los socialistas que, dada la actual distribución de fuerzas políticas y la confianza ganada a millones de votantes, el Estado que se está intentando construir será, en gran medida, una consecuencia de sus concursos y sus actitudes. Nadie se engañe en cuanto a la función determinante que va a corresponder al socialismo español en los acontecimientos y las horas por los que atravesamos y, no digamos, en las que se avecinan.

No siempre es fácil renunciar a la tentación demagógica de indiscutible rentabilidad inmediata en algunas ocasiones. Pero para un partido que viene de la historia, y que pretende consolidarse en ella con procesos ftindamentales en cuanto a la reordenación de la sociedad, no puede haber lagunas frente a los imperativos éticos. España no se encuentra en situación de soportar demasiadas convulsiones. La repetición de éstas significará, indiscutiblemente, la antesala del caos, camino cierto hacia los más desatados extremismos. ¿Podría, ante estos delirios -cuyas llamas amenazadoras vemos asomar aquí y allá-, subsistir el PSOE, al igual que otras agrupacionels actuales?

Pero no nos lancemos por las rampas del catastrofismo.

Consolidar lo que tenemos, o sea, la Monarquía, sin que ello suponga la colaboración o la supeditación al Gobierno, es el único modo -hoy por hoy- de poder adelantar hacia el futuro. ¡Que nadie, con sentido de la responsabilidad, cargue sobre sus hombros con la gravísima culpa de haber contribuido a prender fuego al polvorín!

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