Tribuna:

Roma, entre el rojo y el negro

Mientras el final o la solución de casos como los de Dom Franzoni, hace unos meses, y, ahora, de Giulio Girardi, comprometidos ambos en una contestación contra la jerarquía y las estructuras de la Iglesia desde posturas de aceptación de la filosofía marxista o de praxis de una política comunista, es el conocido final y la clásica solución de tipo administrativo canónico -primero la suspensión a divinis y, luego, la reducción al estado laico, aunque esta última todavía no ha llegado aún para Girardi-, el final y la solución del caso Lefèbvre prometen tener un colorid...

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Mientras el final o la solución de casos como los de Dom Franzoni, hace unos meses, y, ahora, de Giulio Girardi, comprometidos ambos en una contestación contra la jerarquía y las estructuras de la Iglesia desde posturas de aceptación de la filosofía marxista o de praxis de una política comunista, es el conocido final y la clásica solución de tipo administrativo canónico -primero la suspensión a divinis y, luego, la reducción al estado laico, aunque esta última todavía no ha llegado aún para Girardi-, el final y la solución del caso Lefèbvre prometen tener un colorido stendhaliano.Monseñor Lefèbvre, en efecto, tras haber polarizado con su postura el confusionismo y la desorientación de muchas buenas gentes ante las transformaciones operadas por el Vaticano II o las sonoridades sentimentales de viejos católicos de cristiandad; y tras haber servido igualmente de vehículo para la derecha política, con frecuencia perfectamente atea, pero de talante católico, porque al igual que Maurras veía en la vieja Iglesia preconciliar un valladar contra 1789 y lo que vino después: la democracia y el socialismo, se ha convertido ahora en catalizador de la protesta de la aristocracia negra o conectada con ella. Pero el aire de fronda ha cundido, y algunos miembros de esa aristocracia se han declarado dispuestos a acercarse a Lefèbvre e incluso a apoyarle, porque ellos también quieren la restauración de la «tradición» y están muy descontentos con las innovaciones instituidas últimamente por los papas que les han dejado sin sus seculares funciones vaticanas, sin los viejos espectáculos de luz y color. Y no sólo esto, sino que contemplan con pena y melancolía a una Iglesia que ha traducido el Magnificat, lo ha despojado de su música y ha entregado a los últimos de sus fieles el sentido último de sus versos que ya aterraban a Maurras: «Echó a los poderosos de sus sillas y exaltó a los humildes.» Para estos caballeros, como para monseñor Lefèbvre, es indudable que la Iglesia ha traicionado, sustituyendo la gloriosa tradición por el Evangelio de los cuatro oscuros hebreos, y ha traicionado, igualmente, despojándolos a ellos de su relevancia y abriendo las puertas a los humildes y pequeños que monseñor Lefèbvre sigue enseñando que han sido señalados por Dios para servir y aplaudir o dar gloria con su inmenso número o con su resignación ante la miseria. Mil Lores, entonces, se han alzado y esperan que todo vuelva a ser tan católico como en tiempos de Stendhal, del presidente Des Brosses o de la Roma de Fellini.

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Las tertulias en los palacios de la aristocracia romana han sido, ciertamente, por mucho tiempo, reuniones de importancia capital en la vida de la Iglesia. Las grandes familias aristocráticas emparentadas con el Papado han seguido y siguen teniendo influencias decisivas en los asuntos de la Iglesia. El propio Loisy buscaba, sin duda, un pararrayos en la princesa Arconatti-Visconti cuando su caso se presentó desesperado en Roma, y, si la princesa no sirvió para ese menester, sí que pudo ofrecerle como consuelo un puesto en el Colegio de Francia. ¿Y acaso monseñor Duchesne no fue preservado de sanción canónica y de muchos otros sinsabores, quizás sólo gracias a su amistad con la princesa Giulia Bonaparte de Roccagiovine? Y esto, sólo para hablar de las buenas hadas, porque ¿en cuantos otros salones principescos verdaderamente siniestros no se han cocido condenas o reluctancias eclesiásticas? ¿Teme esta aristocracia negra que ahora su reino haya acabado, y trata de prolongarlo colocándose junto al restaurador monseñor Lefèbvre?

Roma, en cualquier caso, no creo que vaya a desgarrarse las vestiduras si estos caballeros se van o asilan en sus palacios a un nuevo anti-papa y a un nuevo cisma histórico más que teológico, pero lo que resulta insoslayable preguntar con alguna amargura es por las razones que inclinan a Roma a ser tan dialogante y paciente con monseñor Lefèbvre y su maurrasismo y tan expedita y decidida con Dom Franzoni o Giulio Girardi. Porque, al fin y al cabo, estos últimos pueden errar todo lo que se quiera, pero es de Jesús y del Evangelio de quienes hacen cuestión e interrogan a la Iglesia, mientras monseñor Lefèbvre y los suyos sólo se refieren al orden y a la tradición y quizá sólo encubren el catolicismo ateísmo maurrasiano. Es realmente desconcertante la pervivencia de esa doble medida para el rojo y el negro, esta pervivencia de crónica stendhaliana.

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