Editorial:

Las prisas de la reforma administrativa

CON EL motorista llamando a la puerta -como en los viejos tiempos, los ministros del segundo Gobierno de la Monarquía se han empeñado en decidir -probablemente esta misma semana- las líneas de una reforma administrativa que habrán de padecer sus sucesores, además del sector público, el privado, la economía, los funcionarios y, en suma, toda la sociedad.Huelga decir que la reforma es necesaria. Y lo es por que difícilmente podrá encontrarse un modelo de Administración más alejado que el actual de lo que constituye la realidad socioeconómica de 1977. A pesar de ello, no se comprende aún c...

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CON EL motorista llamando a la puerta -como en los viejos tiempos, los ministros del segundo Gobierno de la Monarquía se han empeñado en decidir -probablemente esta misma semana- las líneas de una reforma administrativa que habrán de padecer sus sucesores, además del sector público, el privado, la economía, los funcionarios y, en suma, toda la sociedad.Huelga decir que la reforma es necesaria. Y lo es por que difícilmente podrá encontrarse un modelo de Administración más alejado que el actual de lo que constituye la realidad socioeconómica de 1977. A pesar de ello, no se comprende aún cómo este Gobierno, que ha dejado todo lo que no fuera estrictamente político para después, decide ahora, en el estribo de su marcha, emprender una reforma administrativa amplia y profunda.

Estábamos ya acostumbrados a las contradicciones del tránsito, pero hay que decir que resulta profundamente extraño que un Gobierno que pone sus cargos a disposición del presidente adopte decisiones de la trascendencia y responsabilidad de la que comentamos. La fórmula del decreto-ley, gracias a la cual puede acometerse la reforma eludiendo el debate parlamentario, tuvo su justificación en una etapa anterior, en la que los procuradores en Cortes eran espúreos representantes de los intereses de la dictadura, pero no del pueblo español. Ahora, cuando el pueblo ya se ha pronunciado, cuando 598 ciudadanos han recibido el encargo de representar a la colectividad, el único modo de reformar nada es someterse a los criterios del Parlamento. Lo demás sólo expresa la afición al ordeno y mando que su colaboración con el dictador contagió a numerosos líderes del Centro. Este Gobierno ha mantenido unos criterios de provisionalidad en la mayor parte de aquellos temas a los que ha dedicado su atención, amparándose en que el veredicto de las urnas estaba pendiente y no se consideraba suficientemente representativo. Hace pocos días, sin ir más lejos, el ministro de Hacienda afirmaba en la tribuna de la OCDE que las características de transitoriedad del segundo Gabinete de don Juan Carlos habían limitado sus posibilidades de actuación sobre la importante crisis económica que gravita sobre España. ¿Cuál es entonces la situación? Porque no hace falta profundizar excesivamente para comprender que la reforma de la Administración condiciona notablemente cualquier plan de saneamiento económico; y no sólo porque la austeridad que se esconde tras ese eufemismo debe comenzar por la gestión del Ejecutivo y sus órganos.

Tras las elecciones, este Gobierno acertó en su decisión de dimitir. Posiblemente el presidente Suárez también acertara al solicitar la permanencia de los ministros en sus puestos hasta tanto no formara un Gabinete nuevo. Lo absurdo es que no se hayan limitado a despachar asuntos de trámite, como corresponde a tal situación. Pero lo más grave es que toda la reforma haya sido elaborada como un producto de laboratorio, llevado a cabo por un reducido equipo de funcionarios, tutelados por el subsecretario de la Presidencia. Parece que ni siquiera algunos ministros conocen lo que se debatirá en Consejo, ya que, aunque cada Departamento haya emitido un informe sobre el tema, sólo ha sido tenido en cuenta a efectos informativos por los cerebros de la operación.

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Todo ello tiene un aire de retorno a la tecnocracia pasada, de vuelta a los tiempos en que la improvisación y el autoritarismo elaboraban sus retorinas adminisirativas al margen de la realidad nacional.

La reforma administrativa debe esperar y el Gobierno y su presidente aprender a guardar en el baúl de la historia los reales decretos, por lúcidos que sean.

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