Tribuna:

La hora de la verdad

España se encuentra en un momento constituyente y no solamente en el sentido de que las Cortes elegidas deban aprobar un texto constitucional. Se trata de algo más profundo y decisivo: el fin de la dictadura y la aproximación a la democracia permite que el país escoja una configuración determinada, social, económica, culturalmente. Estamos en un período de enfrentamiento con nosotros mismos: mirándonos a la cara. Hemos de elegir un proyecto de vida y de organización. Y este proyecto va a determinar nuestra posición exterior. Nuestro perfil internacional. A la vez, la situación internacional co...

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España se encuentra en un momento constituyente y no solamente en el sentido de que las Cortes elegidas deban aprobar un texto constitucional. Se trata de algo más profundo y decisivo: el fin de la dictadura y la aproximación a la democracia permite que el país escoja una configuración determinada, social, económica, culturalmente. Estamos en un período de enfrentamiento con nosotros mismos: mirándonos a la cara. Hemos de elegir un proyecto de vida y de organización. Y este proyecto va a determinar nuestra posición exterior. Nuestro perfil internacional. A la vez, la situación internacional condicionará y potenciará de alguna manera la viabilidad de nuestro proyecto.

Hay, entre tantas incertidumbres y matizaciones, una cosa bien cierta: un país que carezca de una política internacional autónoma, bien definida respecto a sus posibilidades e intereses, que corresponda a su estructura interna y a su vocación, no podrá llevar a cabo un proyecto interior propio. En el estado de equilibrio de las fuerzas mundiales, una potencia mediana, como España, que no esté movida por la voluntad de afirmación de su propio ámbito y que no haga una lectura correcta de los datos, estará condenada a no poder estructurarse internamente de acuerdo con sus verdaderos intereses. La historia y la vida internacional se entienden o se padecen. He aquí, pues que el debate sobre la posición internacional de España no sea distinto al debate que se inicia sobre la organización constitucional y social española. Y, sin embargo, las ideas de las fuerzas y de los partidos políticos, en política exterior, son, con conta das excepciones, de una pobreza sobrecogedora.

El fin de las homologaciones y la oposición tradicional

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Bajo el franquismo y aún en el período que siguió a la muerte del general Franco, la visión internacional del español estaba deformada. Por una parte, el régimen realizó una política, sustitutoria, destinada a colmar el vacío que el mantenimiento de sus instituciones y los residuos de la repulsa, frente al semialiado del eje, habían creado. Al no estar España presente en el momento de la constitución del sistema europeo, se vio la diplomacia española obligada a compensar sus carencias con direcciones complementarias, las unas válidas en sí mismas, pero presentadas retóricamente (países árabes, Latinoamérica); las otras, meras lucubraciones retóricas. En este sentido, se iba a crear una contradicción entre la dependencia real -una verdadera relación de dependencia en el sentido sociológico, político y geopolítico de Estados Unidos-, y el nacionalismo de Castiella y de su verdadero formulador, el embajador Sedó-, que el almirante Carrero zanjaría con la evicción del ministro de Asuntos Exteriores, en 1969. Esto nos lleva a señalar una evidencia: las políticas complementarias -Gibraltar como palanca para lograr una menor dependencia de Estados Unidos, el apoyo al Tercer Mundo en la ONU, el mantenimiento de relaciones con Cuba, etcétera- son tácticas imprescindibles de los países dependientes -Rumania es otro buen ejemplo, o las aperturas tercermundistas del ex presidente Echevarría- y batallas meritorias. Pero son soportadas por los protectores, mientras no inciden en un nervio vital de la relación entre las superpotencias. Complementar una estructura interna determinada mediante una política exterior de signo parcialmente contrario es una operación de patas cortas. El mejor ejemplo, por la gran categoría del actor y por el gran peso de su país, es la política de De Gaulle en los años sesenta. Su relativa independencia respecto al Tercer Mundo y su enconada lucha contra el patrón dólar -siguiendo las ideas metalistas de Rueff- no se compaginaban con la creciente penetración de las multinacionales en Francia y su implantación a escala de la CEE, y con la realidad de la dependencia atlantista de la clase política francesa. Vino, luego, el mayo del 68 y la progresiva disminución de la voluntad autonómica de Francia.

Bajo el franquismo impera, pues, una deformación de la visión de la posición española en los que dirigen su política exterior. Complementariamente, en la Oposición democrática se pro duce la mitificación de ciertas realidades internacionales: la política de Kennedy, los efectos reales internacionales de la innovación de la Iglesia bajo el im pacto del Concilio Vaticano Il, la coexistencia pacífica y, sobre todo, el mito de Europa, de la integración europea. Creo que ha sido Sánchez Albornoz quien ha motejado al español de «donjulianista» -es decir, de persona que propende a llamar a extranjeros para que participen en querellas internas-, y, a la vez, de estar al acecho para introducir esquemas extranjeros pare evitar soluciones propias. No es ciertamente un patrimonio exclusivo del español. Mr. Heath, por ejemplo, creía que la crisis inglesa se remontaría naturalmente bajo el choque terapéutico de la en trada en la CEE, casi en cualquier circunstancia o condición. Toynbee ha escrito cientos de páginas sobre el valor milagrero de estas recepciones.La izquierda, y sin duda el PSP, y antes sus grupos fundacionales, caímos en esta mitificación. Nosotros, desde los años cincuenta al fundar la primera revista europeísta, Europa a la vista -lo que motivó detenciones y procesamientos- y la primera asociación europeista, en Salamanca, en 1956, partíamos de la creencia, justificable en la época, de que europeización de España garantizaba no solamente su democratización, sino que ponía la base de una reforma socioeconómica en sentido progresista. Posteriormente, en los últimos años deLfranquismo,y primero del nuevo Gobierno, a la mitificación se une la utilización interna. Se abre la carrera de las homologaciones, abundan los consejos paternalistas de políticos europeos que en sus propios países tienen mucho que corregir. Incluso apuntan los intentos de influencias directas de ciertas embajadas. Las internacionales cubren a sus protegidos, pero también condicionan. Las cancillerías aguardan el desarrollo del proceso; pero los políticos europeos prometen fáciles entradas; en instituciones -como la CEE- que se rigen por normas, escritas y no escritas, que suponen adaptaciones técnicoeconómicas de gran complejidad y dificultad. Incluso dirigentes de izquierda españoles proclaman en Bruselas, tras una breve entrevista con Jenkins, que no es necesarlo ningún referéndum en España para decidir la adhesión al Mercado Común, puesto que en este país «existe un consenso, positivo para la misma».

Pero la época de las homologaciones ha terminado. Y ha termirtado, curiosa y lógicamente, de la manera más, sencilla: por la homologación del Gobierno. No hay duda de que la acción internacional de los partidos europeos y los esfuerzos, primero de la Junta Democrática y luego de Coordinación, cerca de las fuerzas europeas han sido importantes,y el español debe de agradecerlos. Pero, la realidad es que Europa deseaba un tránsito suave, lento, casi no diría imperceptible- sin rugosidades. Esta garantía la ha creído encontrar en la Corona que, ésta sí, ha sido inequívocamente homologada.

Para fijar una fecha, el mito de la presión europea sobre el régimen termina cuando Willy Brandt visita -durante el congreso del PSOE- a Suárez. Desde ese momento,nadie dirá en Europa que el Gobierno español es un sucesor del fascismo. La llave de Europa, en España, nadie la tiene en particular. «Con nosotros a Europa» es un slogan no abandonado por los partidos proclives a hipertrofiar las homologaciones, a pesar de que saben que no resiste el menor análisis. Prueba de ello es que los grandes amigos socialistas de España han proclamado recientemente, en el espacio de una o dos semanas, que España, independientemente de su Constitución, no estaba en condiciones de entrar en el Mercado Común: Mitterrand, en declaraciones al Nouvel Observateur, Soares, en Le Monde («Castilla sigue siendo la amenaza, hay que equilibrarla») y Craxi siempre. Curiosamente, son los países «marginales al bloque continental» europeo, Inglaterra y Dinamarca, los que -por razones de precios agrícolas- han estado más abiertos a la posición española en la última negociación sobre la ampliación del acuerdo preferencial a los tres nuevos miembros. Esta realidad los países son monstruos fríos, decía De Gaulle- no deja de ser saludable. Porque evita mitos y mixtificaciones y permite que los partidos, en este gran debate, abordar el tema de la política exterior sin condiconamientos excesivos. El equilibrio entre la URSS y Estados Unidos ha permitido la fórmula eurocomunista como única vía de los partidos comunistas europeos para acercarse o poder influir en él. La constancia de que el tema de Europa es global, es decir, que no se desglosa en posturas ideológicas, nos evitará a los socialistas y a los demócrata cristianos la ambigüedad -en otro caso normal- de presentarnos como formaciones españolas privilegiadas en Europa y defender fría y firmemente los intereses nacionales. El fin de la época de las homologaciones permite al Gobierno y a los partidos encararse con la posición internacional de España sin complejos y sin condicionamientos; con realismo y con coraje. Es exigible que, al llevar a cabo cualquier análisis de política exterior, se explicite la base doctrinal desde la que se realiza, pues no hay peor hipocresía que la de aquel que alega la causa general y superior para introducir su mercancía. Lord Acton escribía que el patrioterismo era el último recurso, el supremo baluarte, de las gentes sin escrúpulos. Pero también es verdad que el excesivo pudor en defender los intereses nacionales nos convierte en negociadores fáciles, en ingenuos recabadores de la simpatía internacional en un mundo en el que nada se regala y en el que todo se defiende pulgada a pulgad

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