Alemania no quiere seguir pagando los platos rotos

Las buenas palabras del Gobierno de Bonn mal podrían ocultar el impacto producido por las declaraciones del primer ministro inglés James Callaghan en la opinión pública alemana. Estas «buenas palabras» no parecen ser sino una inteligente máscara de la prudente diplomacia federal, que pretende en todo momento limar asperezas y restañar resquemores. Claro que mal pueden reflejar lo que piensa y siente la opinión pública alemana; un tanto fatigada de apechugar con la indigencia y los despilfarros de los europeos, cuando no con la in capacidad de sus gobiernos.El canciller Schmidt ha querido dar p...

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Las buenas palabras del Gobierno de Bonn mal podrían ocultar el impacto producido por las declaraciones del primer ministro inglés James Callaghan en la opinión pública alemana. Estas «buenas palabras» no parecen ser sino una inteligente máscara de la prudente diplomacia federal, que pretende en todo momento limar asperezas y restañar resquemores. Claro que mal pueden reflejar lo que piensa y siente la opinión pública alemana; un tanto fatigada de apechugar con la indigencia y los despilfarros de los europeos, cuando no con la in capacidad de sus gobiernos.El canciller Schmidt ha querido dar pruebas en los años precedentes de un europeísmo desinteresado, en la medida en que las finanzas boyantes de su país se lo permitían. Aunque de forma solapada la oposición democristiana se lo echó en cara durante la campaña electoral del pasado mes de septiembre. El señor Strauss Y él señor Kohl creían -y seguramente lo creen todavía- que la vocación europea de Alemania no puede reducirse a... pagar. En este extremo las concepciones de los democristianos se me antojan más próximas a las del ciudadano medio que las del canciller. Precisamente por eso la coalicción gubernamental no podrá darse el lujo ahora -cuando las exigencias de los «pobres» de Europa se manifiestan en toda su crudeza- de pagar la cuenta británica sin rechistar.

La amenaza de Callaghan -«retirar las fuerzas británicas de la República Federal»- sólo puede ser interpretada como una broma de mal gusto. Porque si no ¿dependerá la estabilidad defensiva de Occidente de la cotización de la libra? Todo el sistema de la organización del Tratado del Atlántico se desmoronaría si americanos y alemanes decidiesen no costear los gastos de la inflación británica. De ser así, Europa podría darse por perdida, lo que afortunadamente no es el caso. La apocalipsis con la que amenaza el señor Callaghan parece por el momento poco verosímil.

Ese «agresivo nacionalismo» que según algunos prohombres franceses se vislumbra en la República Federal podría verse fortalecido por la arrogancia británica. Muchos alemanes creen que su país, salido espectacularmente de la crisis económica, está pagando los platos rotos de la incompetencia, la demagogia y el dogmatismo de otras naciones europeas. Todo gesto que sirva para fortalecer esta imagen estereotipada puede ahondar todavía más la fosa que separa los «europeistas» y a los «nacionalistas» en la República Federal.

Claro que en el momento de distribuir responsabilidades sería un tanto simplista, cargar la mano en la «irreflexión meridional » o en la «incompetencia anglosajona» como hacen algunos órganos de información alemanes: los europeos saben por experiencia que la opulencia alemana se ha construido gracias a la ayuda americana y un poco a su cargo. Semejante deuda, piensan algunos, debe ser saldada, y ¿qué mejor momento que ahora?

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