Tribuna:Educación política

Instituciones sociales

En una Constitución del siglo XX, que no fuese un calco de las antiguas, que tuviese presente lo que es la sociedad a diferencia del Estado, debería haber lugar para instituciones sociales (y no estatales, menos aún «políticas»). Las únicas instituciones sociales que son reconocidas son las privadas -por ejemplo, las empresas-, y para eso es curioso ver la hostilidad que suscitan cuando muestran su carácter institucional, sobre todo si las acompaña alguna originalidad. Las llamadas «multinacionales» (quizá mejor «trasnacionales»), aparte de la consigna general contra ellas y de los abusos que ...

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En una Constitución del siglo XX, que no fuese un calco de las antiguas, que tuviese presente lo que es la sociedad a diferencia del Estado, debería haber lugar para instituciones sociales (y no estatales, menos aún «políticas»). Las únicas instituciones sociales que son reconocidas son las privadas -por ejemplo, las empresas-, y para eso es curioso ver la hostilidad que suscitan cuando muestran su carácter institucional, sobre todo si las acompaña alguna originalidad. Las llamadas «multinacionales» (quizá mejor «trasnacionales»), aparte de la consigna general contra ellas y de los abusos que ocasionalmente puedan cometer, son miradas con ojeriza por muchos que tropiezan con algo nuevo, original y que no se reduce a lo ya sabido.Sería menester la inclusión deliberada de instituciones sociales públicas. Si los historiadores miraran desde este punto de vista el pasado, encontrarían que la historia europea está llena de ellas, aunque no se llamasen así. Y que a ellas se debe buena parte de lo interesante y creador que se ha hecho durante siglos. La misma Iglesia, considerada temporalmente; las órdenes religiosas; los antiguos gremios y gildas; durante mucho tiempo, la Mesta: las hermandades de labradores, las escuelas y Universidades medievales, y buena parte de las de la Edad Moderna, las Academias, desde el Renacimiento, los colegios profesionales; la multitud de organizaciones que ha regulado la navegación -y, por cierto, de manera trasnacional o supranacional- la pesca, el comercio marítimo, consulados del Mar o como se llamasen. Todo esto ha sido absorbido, más o menos plenamente, por el Estado en los países europeos sometido a reglamentos dictados por un ministro o un parlamento, según los casos, administrado por funcionarios, sujeto a los vaivenes de la política, a las tensiones del partidismo.

Me pregunto si es necesario o conveniente. Si no urge devolver a la sociedad la nación tenían en las habla mucho de «descentralización» entendiendo por ello devolver a las regiones una parte considerable de lo que en los últimos tiempos ha sido misión del Poder central. Pero se entiende por esto una fragmentación del Estado, una multiplicación de él, nunca una devolución de funciones a las sociedades particulares que integran la Nación. La forma más eficaz de descentralización sería la socialización de lo estatal, en la medida de lo posible. Pero la confusión terminológica es tal, que suele llamarse «socialización» o «nacionalización» a la operación inversa: aquella por la cual se pone en manos del Estado lo que todavía la sociedad, la nación tenían en las suyas. Una de las ventajas principales de la Monarquía es proporcionaral país algo que no se pone en cuestión, lo cual permite, sin demasiado riesgo, poner en cuestión casi todo lo demás. (Y digo casi porque la política no puede poner en cuestión las cosas que son previas a ella y más profundas, por ejemplo, la realidad misma del país; esto sólo lo hace la política totalitaria, que, precisamente, es la supresión de la política, si se quiere aplicar, invirtiéndola, la famosa frase de Clausewitz, «la guerra -civil- con otros medios».) Ese marco de referencia «dentro» del cual acontecen los cambios, permite que estos sean amplísimos y profundos, y da a las monarquías una capacidad de transformación muy grande. Cuando un país tiene un régimen determinado, y no se trata de una imposición, aun en el caso de que no se haya llegado a él por vías enteramente libres de presiones, parece aconsejable sacar el máximo partido posible de sus posibilidades y virtudes, reducir al mínimo sus limitaciones o para finalmente, de lograr que tenga un máximo de legitimidad social, que roce del consenso mayoritario.

La Monarquía puede ser el instrumento de la estabilidad social y, al mismo tiempo de la flexibilidad que pertenece a las variaciones sociales, frente a las legales. Una ley se puede cambiar de la noche a la mañana, tal vez por el capricho de un ministro; un uso social. por ejemplo el uso del «tú» y el «usted» es mucho más seguro y estable; pero para que la ley cambie hace falta una decisión de gobierno, que puede tardar años en producirse mientras que el uso cambia constantemente, está en perpetua fluidez, admite innumerables grados, matices, excepciones, ensayos, rectificaciones.

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Pienso en los aspectos de la vida nacional que no deben estar a merced de la política, de los partidos, menos aún del partidismo. El tesoro artístico, por ejemplo; el conjunto de creaciones centenarias que constituyen el patrimonio nacional -sin mayúsculas institucionales y burocráticas-; no estoy seguro de que su administración deba estar en manos del Gobierno; creo más bien, que debería ejercerla la sociedad, asesorada por los hombres de prestigio y competencia acreditados. ¿No podría corresponder al Rey la presidencia, coordinación, inspiración de instituciones al margen de los cambios políticos, de las oscilaciones que debe haber en la política, que deben mantener una continuidad viva, ágil, sin rupturas ni bandazos? Lo mismo habría que decir del conjunto del patrimonio histórico y cultural de la nación, aunque no tenga tan inmediata realidad material como las ciudades, los edificios, las esculturas, los cuadros. La lengua española y las demás lenguas de España, la literatura, la historia, la investigación, todo eso forma parte de la realidad del paísy no puede ser objeto de tratamiento directamente político. Las Academias han sido, desde su fundación. «Reales», patrocinadas por los reyes, dotadas de exenciones y privilegios, en alguna medida, fomentadas por ellos pero veo con inquietud que dependan del ministro de Instrucción Pública o de Educación o como se llame en cada temporada, como sucede desde el siglo XIX, que estén en sus manos, que su existencia y su estructura estén condicionadas por la mayor o menor discrección o por los compromisos políticos del titular.

Podrían existir Consejos formados por las personas de mayor prestigalo en la nación -y esto suele querer decir también fuera de ella-, destinados a asesorar al Rey

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(y no a encadenarlo), coordinados por él, que constituyeran un amplio organismo social encargado de estimular y regular la vida de los estratos más profundos del país, aquellos de que se nutre todo lo demás. Y el Rey podría asociar a esta empresa no estrictamente política- no de gobierno, a las personas más relevantes, sin excluir a la más próxima y elevada, cuya ausencia de la vida nacional es ya de por sí una tremenda injusticia y una dificultad insuperable para la estabilización dinámica de la nación.

Y no es esto todo. He hablado hasta ahora como si la realidad de España terminara en sus fronteras nacionales. En ellas concluye, ciertamente, la función del Estado, el poder del Gobierno. Pero la sociedad española ya más allá, y tiene que actuar hasta donde se extienden sus propios límites. La sociedad española es una de las sociedades hispánicas. Solamente una de las que, en otro tiempo, se llamaron «las Españas».

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