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La incoherencia de un intento

No parece discutible afirmar que la recuperación de su soberanía y el establecimiento de una convivencia social y de un orden político democrático y pluralista constituyen hoy la gran tarea de los pueblos de España. Tarea que sólo pueden acometer desde el régimen autocrático en el que se encuentran y para la que únicamente los medios pacíficos presentan idoneidad suficiente.

Frente a esta exigencia colectiva, un Gobierno no democrático propone un proyecto de autoforma democrática cuya pieza única es la celebración de elecciones generales para elegir dos Cámaras con determinadas posibili...

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No parece discutible afirmar que la recuperación de su soberanía y el establecimiento de una convivencia social y de un orden político democrático y pluralista constituyen hoy la gran tarea de los pueblos de España. Tarea que sólo pueden acometer desde el régimen autocrático en el que se encuentran y para la que únicamente los medios pacíficos presentan idoneidad suficiente.

Frente a esta exigencia colectiva, un Gobierno no democrático propone un proyecto de autoforma democrática cuya pieza única es la celebración de elecciones generales para elegir dos Cámaras con determinadas posibilidades de reforma política del régimen. La incoherencia del proyecto, o sea la falta de pertinencia entre los objetivos señalados y el esquema ofrecido para su consecución, lo convierten no sólo en inútil, sino en gravemente perturbador para el futuro de la democracia española a la que dice querer encaminarse. Por ello, no se trata de perfeccionar el mecanismo reformador presentado, ni de añadirle un cuadro de garantías efectivas, sino de mostrar la total inadecuación del quién, el qué y del cómo del intento, con el propósito que se le asigna.

En efecto. Para modificar una situación de legalidad antidemocrática, o en palabras clásicas, para desmontar, sin violencia, una «tyrannia quoad exercitium» es imprescindible apoyarse en una clara titularidad democrática. Pretender hacerlo desde posiciones autocráticas produce siempre con fusión y desconfianza, porque es incongruente y por ende inviable, que un poder antidemocrático, una «tyrannia absque titulo» instaure un régimen cuya esencia consiste justamente en su autoinstauración colectiva, en el autosurgimiento, en la autoafirmación de la soberanía popular.

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Frente a la actitud sobre este tema de Carl Schmitt —venero inagotable en los años 40 de las versiones hispanas de la teoría del caudillaje—, las opiniones de Ferrero, Passerin d'Entreves, Bobbio, Treves, Bastid, Chevalier, Gablentz... son unánimes en sostener que en toda democracia «potestas et lex convertuntur». Incluso la teoría realista del poder para la que la efectividad del poder es la prueba de su legitimidad, reconoce que un sistema democrático sólo puede ser eficaz, es decir, legítimo, si los ciudadanos participan en él desde, su origen mismo.

Nadie puede reivindicar hoy, con plenitud, la titularidad democrática del poder. Pero no puede negarse, con seriedad, qué potencial, presuntivamente, los partidos políticos y Las formaciones sociales de la llamada oposición democrática son sus más plausibles candidatos. Emprender un proceso de democratización sin asociarlos plena y responsablemente en el empeño es condenarlo y condenarse a la ineficacia y al desconcierto.

EI qué del intento desvela su vocación confirmadora de la situación existente, más que generadora de otra, radicalmente nueva y distinta de ella. En vez de afrontar claramente la creación de una cámara única, verdaderamente constituyente, sin más limitaciones que las propias de la doctrina y de la práctica de toda democracia pluralista, el proyecto se entrega a la construcción de unos cuantos artilugios jurídicos- constitucionales, de parva sutilidad, cuyo único cometido es servir de esclusas para las eventuales y problemáticas presiones democráticas. ¿Cómo interpretar si no, la existencia y funciones de las dos Cámaras, o un Senado carente de representatividad por la falta de proporcionalidad en la incidencia de las «entidades territoriales», por la persistencia de una sexta parte de sus miembros de designación directa, y por la falta de claridad en la selección de los candidatos? ¿Cómo explicar democráticamente la no elegibilidad del presidente de las Cortes y la falta de control y responsabilidad efectiva del Gobierno ante el Parlamento? ¿Cómo justificar en una democracia no presidencialista el peso decisivo del jefe del Estado, al que se faculta para dirigirse en cualquier momento al pueblo por encima de sus representantes debidamente elegidos, cuando él carece, además, de la consagración del sufragio? ¿Cómo van las Cámaras a poder constituir nada que no agrade al Gobierno, cuando éste sigue teniendo en sus manos, durante todo el periodo constituyente, la terrible arma legislativa del decreto-ley y cuando todo el aparato institucional del franquismo sigue beligerantemente en pie, desde el inexpugnable y dominador reducto que es el Consejo del Reino hasta las eficaces correas de transmisión última que son la mayoría de los alcaldes de los pueblos?

El cómo, la convocatoria de elecciones generales se diría que ha sido la gran jugada del Gobierno, con la que éste ha querido arrebatar a la oposición sus títulos y su iniciativa en la lucha por la democracia. Ahora bien, reiterando cosas sabidas, digamos que lo importante de una elección, es el modo como se realiza y el para qué se realiza. La condición democrática de la modalidad y de la finalidad electorales es lo que confiere toda su virtualidad democratizadora a la práctica de las elecciones. Elegir Miss Escocia o cooptar un miembro de un consejo de administración no sitúan en la democracia. Las elecciones son un medio, desde luego, no único, para que los ciudadanos participen en la vida política de la comunidad. Si ésta es democrática, las elecciones lo serán: si no lo es, difícilmente llegarán a serlo. La coincidencia de los tratadistas en este punto es abrumadora. Por citar algunos, recordemos sólo el estudio sobre «Participación política de Lester Milbrath, o las sagaces y múltiples observaciones de Ranney, Converse, Miller, Campbell… Es más, la función de las elecciones en los sistemas autocráticos y dictatoriales no es la de configurar una legitimidad democrático-representativa que no se postule, sino la de movilizar al pueblo en un acto de ratificación del sistema, no por obligatorio menos efectivo. Jerzy Wiatr, en sus estudios de sociología electoral polaca, nos lo prueba ampliamente.

En nuestro caso ya hemos visto el limitadísimo alcance democratizador de aquello para lo que se nos quiere hacer votar. El análisis del «locus» y el «modus» de las elecciones propuestas no puede ser más desolador. El contexto político en el que van a situarse seguirá siendo el de un régimen autocrático «stricto sensu» y su incompatibilidad con cualquier práctica democrática será completa. Sin el pleno ejercicio previo de los derechos y libertades propios de la democracia, es un puro contrasentido invitar al pueblo a que vote democráticamente. Sin una ley electoral, en cuya elaboración y control participen todos los partidos políticos que van a someterse a ella, es ridículo hablar de elecciones generales, libres y democráticas. Todo esto es tan obvio que da vergüenza tener que recordarlo.

Por ello, sean cuales sean las razones y los fines del despliegue jurídico—político a que estamos siendo sometidos, sus consecuencias serán casi inevitables negativas para, el futuro democrático de España. Generar expectativas colectivas que sólo en la frustración pueden tener su cumplimiento es, en el mejor de los casos, una frívola temeridad. Y lo que hoy necesitan los pueblos de España es responsabilidad y prudencia.

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