Tribuna:El otoño caliente / y 3

La calle

Un estudio de opinión que ayer mismo publicó este periódico indica bastante a las claras que la calle se halla complacida después de la intervención del presidente Suárez ante TVE. Indica también -y eso no se decía en EL PAIS- algo más: las precauciones a contestar o la indisposición que tienen a ser preguntados sobre política los españoles, pues fueron muchos los encuestados que se negaron a responder. Y eso, a ocho meses vista de unas elecciones generales.Si se piensa que de un presidente como Carlos Arias se logró hacer durante algún tiempo un gobernante popular, no es difícil comprender ha...

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Un estudio de opinión que ayer mismo publicó este periódico indica bastante a las claras que la calle se halla complacida después de la intervención del presidente Suárez ante TVE. Indica también -y eso no se decía en EL PAIS- algo más: las precauciones a contestar o la indisposición que tienen a ser preguntados sobre política los españoles, pues fueron muchos los encuestados que se negaron a responder. Y eso, a ocho meses vista de unas elecciones generales.Si se piensa que de un presidente como Carlos Arias se logró hacer durante algún tiempo un gobernante popular, no es difícil comprender hasta qué punto Suárez puede venderse bien a los españoles. El jefe de Gobierno no tiene credibilidad en los círculos políticos, pero arroja una imagen tal de aparente honestidad que la opinión pública se muestra propicia a perdonarle muchos errores. Casi tantos como a la oposición. Eso explica que mientras el pesimismo. respecto al futuro de la reforma cunde entre observadores y expertos, el ciudadano medio, aun sumido en la confusión del momento, comienza a sospechar que esto puede salir bien. Por supuesto que pueden ser nada más que wishful thinking, como dicen los ingleses (pensar que sucederá en efecto eso que se desea que suceda).

Hay, no obstante, prioridades que el ciudadano común tiene siempre en su haber y que no va a dejar de exhibir. La más evidente de todas ellas es sin duda la exigencia de una cierta tranquilidad pública. Este es un término equívoco. Vivir tranquilos no tiene el mismo significado, por ejemplo, en el País Vasco que en la capital del reino. La tranquilidad, por lo demás no debe ser nunca en política el fruto o la ocasión del miedo. Con razón decía Churchill que democracia es cuando suena el timbre de la calle de madrugada, sale uno a abrir y es el lechero. Muchos que se asombran de los triunfos políticos del franquismo olvidan con frecuencia que, al margen las conquistas reales que el viejo régimen lograra, la sociedad española de las últimas décadas ha vivido por y para el miedo. La experiencia trágica de la guerra civil, la represión y los fusilamientos, de la posguerra, las purgas políticas, la exhibición de antecedentes, los tribunales especiales..., en éste país se ha montado en los últimos cuarenta años un gigantesco aparato de represión, que ha mantenido a raya las aspiraciones de los soñadores. Sin duda había muchos españoles, y los sigue habiendo, admiradores fervientes del franquismo. Y hasta pueden haber sido los más, e incluso en abrumadora mayoría. No lo creo, pero no es el caso discutirlo. Sin embargo resultaría difícil no admitir que una historia de temores y de huidas permanentes hubo de crearse entre los universitarios, los intelectuales, los líderes obreros y los ciudadanos a secas que no admitían los supuestos franquistas y que hoy tienen, que, oír de sus antiguos perseguidores: «Nosotros tenemos tanto derecho a ser demócratas como el que más.» Habráse visto.

Los pueblos no aspiran a hacer grandes razonamientos intelectuales sobre lo que les pasa. Son por excelencia intuitivos y conservadores. Los españoles despiertan hoy de un largo sueño mezclado de pesadillas y emociones. Siempre creíamos que aquí podía pasar cualquier cosa cuando Franco muriera. No ha transcurrido ni un año y los sucesos de noviembre del 75 nos parecen lejanos en la historia y en el compromiso. Y a la postre, todos nos confesamos a nosotros mismos que en definitiva nada tan apocalíptico como lo que se vaticinaba ha sucedido. No ha habido tanques en la calle y los conflictos, aun siendo muy graves, no son definitivos. Quizá precisamente por eso la gente comienza a comprender que lo que pasa es que Franco no ha muerto todavía del todo. No por lo menos para sus herederos políticos. La sombra del pinochetismo planea aún sobre nuestras cabezas, y ese es un índice de que la confianza en el poder brilla por su ausencia.

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Demasiadas veces se ha dicho que lo que España protagoniza hoy no es un simple cambio político, ni siquiera un relevo generacional. Asistimos a un cambio histórico profundo, que es la ocasión propicia para montar revoluciones. Esta palabra lleva consigo tanta carga de dramatismo y violencia que el lector sufre un rechazo inevitable cuando la lee. Pero ahora se quiere cambiar, y en breve plazo, la organización política del Estado, el sistema de elección de gobernantes, el reparto de la riqueza nacional y la difusión de la cultura. ¿No es una revolución eso? ¿Qué tiene que ver que se haga sin necesidad de que las masas empuñen otra cosa que una barra de pan o de que el poder no fusile masivamente a los líderes, del cambio? Estamos de hecho en el umbral de una mutación histórica de gran calibre. Estas cosas los pueblos las presienten, casi las olfatean. Saben que van por ciclos, y que aún no estamos en la cresta de la ola, cuando en cambio nuestros vecinos portugueses deshacen ya en espuma el rompimiento final de su 25 de abril.

Mientras tanto, los gobernantes del franquismo quieren ser gobernantes de la democracia, sin solución de continuidad. No se dan cuenta de que no infunden ni el miedo ni la excitación que el Cau dillo provocaba y que no ofrecen nada que no haya sido reclamado demasiadas veces. El presidente Suárez puede padecer el espejismo de que él es quien va a traer la democracia a España. Pero si lo hace sabe que la democracia puede y debe acabar con su carrera política.

Es evidente que el poder está pensando en cómo ganarlas elecciones y hasta en cómo apañarlas: La verdad es que muy pocos españoles se creen de veras todavía eso de que ellos puedan elegir a los gobernantes dentro de seis meses. Pero más novedoso que el acto de votar -con Franco también se votaba, al fin y al cabo- va a ser la campaña electoral. El 70 por 100 del país no tiene experiencia alguna de en qué consisten esos tres meses previos a la ceremonia de las urnas en los que inevitablemente muchos prestigios formales van a ser triturados. La calle va a ser bombardeada con denuncias, difamaciones; corrupciones.... Los pueblos tienen memoria histórica, y será muy difícil borrarla de entre nosotros en un momento así. La calle está por eso plagada de espejismos y temores. Junto al miedo al

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El otoño caliente/y 3

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desorden, -el de perder situaciones de bienestar o el de decir lo que se piensa que es cosa prohibida de antaño, y sin duda dañina. Al lado de ellos, el espejismo permanente de que «con Franco se vivía mejor» de que-«tantos males como nos aquejan son fruto de la democracia», cuando ni siquiera todavía nos hemos estrenado en, ella. Pero no es menor el peligro de pensarse que con el advenimiento precisamente de una democracia, sí, es que algún día llega, todo se solucionará.

La democracia nunca ha constítuido un programa de Gobierno, sino un sistema para gobernar. No es en sí misma un objetivo a conseguir, sino una manera de conseguir otros objetivos. En una palabra, la democracia no es algo que se tenga algún día como fórmula mágica que resuelve todos los males. Es sólo un conjunto de reglas jurídicas, políticas y sociales que permite organizar la convivencia con arreglo a la voluntad de la mayoría y respeto a los derechos de la minoría. La calle está deseosa de ensayar ese método de gobernarse porque le parece el más humano y el más justo, pero también porque el franquismo es rechazado por las nuevas generaciones de españoles sin, embargo con la democracia nos visitarán a un tiempo graves problemas: políticos y son precisas alternativas de poder, que ni el régimen ni la oposición parecen guardar en su mochila.

Al final, si bien, se mira, lo único que ha funcionado bien aquí en los últimos nueve meses es la calle y sus convecinos. Han asistido los españoles, con admirable flema al carnaval de reformas inútiles que el Gobierno propone cada pocos meses. Y al cabo del tiempo la gente está un poco aburrida y bastante cabreada, si se permite el término. Lo sucedido días atrás en San Sebastián ha puesto de relieve el impulso moral de solidaridad que ante la injusticia tienen los españoles de toda clase e ideología. Y es un dato, a mi juicio, más significativo que cualquier sondeo de opinión. La calle comienza a ser importante en la historia de los pueblos no cuando se llena de gente gritando o pidiendo, sino cuando se cierran las puertas de las casas y se quedan vacías las aceras. Porque es señal de que el pueblo ha decidido que no puede esperar nada del poder. Y que ha perdido el miedo incluso al miedo.

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