Muere Federico Martín Bahamontes, el primer español en ganar el Tour de Francia
El ciclista, conocido como ‘el águila de Toledo’, vencedor de la ronda gala en 1959, tenía 95 años
Alejandro Federico Martín Bahamontes (Val de Santo Domingo, 95 años) era un genio, o un loco. O las dos cosas a la vez. El primer gran héroe del deporte español, cuando corrían tiempos oscuros. Alejandro de bautismo; Federico porque así le empezó a llamar su tío, “que mandaba más que mi padre”. Con el apellido de su madre como bandera, “que Martín hay muchos y Bahamontes muy pocos”. El Águila de Toledo, le puso un periodista de France Soir que acudió a entrevistarle a la ciudad imperial. Vio ...
Alejandro Federico Martín Bahamontes (Val de Santo Domingo, 95 años) era un genio, o un loco. O las dos cosas a la vez. El primer gran héroe del deporte español, cuando corrían tiempos oscuros. Alejandro de bautismo; Federico porque así le empezó a llamar su tío, “que mandaba más que mi padre”. Con el apellido de su madre como bandera, “que Martín hay muchos y Bahamontes muy pocos”. El Águila de Toledo, le puso un periodista de France Soir que acudió a entrevistarle a la ciudad imperial. Vio el escudo en la Puerta de la Bisagra y de ahí sacó el apodo. De una ciudad que cuando llegó Federico había perdido gran parte de su grandeza. Hacía tiempo que no era la capital del imperio donde no se ponía el sol, sino apenas una ciudad de provincias. En Toledo casi nada iba rápido, salvo el hambre que se extendía tras la Guerra Civil. Y la bicicleta de Fede.
Cuando estalló la contienda, la familia se fue andando desde Toledo hasta la Ciudad Universitaria de Madrid. Dormían bajo una lona, hasta que una tía les recogió en su casa de la calle O’Donnell, donde vivieron un año. “Siempre teníamos hambre”, comentaba. “Nos fuimos a Villarrubia de Santiago”. Su padre machacaba piedras para hacer carreteras, “como en las películas de presos”. Federico empezó a trabajar con doce años. Querían volver a Toledo, se compraron un carro y una mula, y comenzaron el camino. “Sin dinero, sin nada para comer”. En Aranjuez se puso a escarbar entre unos escombros, “y fue un milagro, me encontré unas monedas. Nos dimos un festín”. Siempre el hambre presente en su vida.
Después Toledo, sus cuestas, y 1947, el año clave. Se compró una bicicleta hecha a piezas, por treinta duros, para trabajar en el mercado. Bajaba a Torrijos, a por pan y harina, y a Gálvez a por garbanzos. Todos los días 60 kilómetros, a escondidas de la Guardia Civil. Compraban a dos pesetas y lo vendían a cinco. “Yo pasé hambre, muchísima hambre. Por eso me hice ciclista”. Pero su padre no quería que corriera, y por eso tenía que engrasar bien su bici, para que no sonara cuando salía con ella mientras en casa echaban la siesta. “Me daba un par de vueltas por el valle, que era a lo que me daba tiempo”.
Tanto insistir y al final consiguió el permiso paterno. Y se inscribió en una carrera organizada por Educación y Descanso el 18 de julio. El promotor, Cruz Loaysa, le tuvo que prestar una camiseta y un pantalón de baloncesto que le quedaban grandes. “Parecía el muñeco de Michelin”. Corría con alpargatas, pero ganó. “Dieron el banderazo y me marché. Sin cambios, sin nada. El hambre te hacía correr y volar”. Siempre el hambre.
Empezó a correr para ganar dinero. Bajaba a las carreras en Andalucía, con un mono de peto y una chaqueta de aviador que compró en el Rastro. Se iba por las ferias, a donde le mandaba el jefe de estación de Aranjuez, que tenía un hermano, Ladislao Soria, que corría con Fede. “Nos apuntábamos hasta a las carreras de sacos, allá donde se podía ganar algo”. Llegaban y vencían. “Aquí vienen los catetos”, decían. “Pero atacábamos de salida y resolvíamos la carrera”. Se sacó la licencia de corredor y ganó la Vuelta a Málaga y sus cuatro etapas, con una hora de diferencia con el segundo. Luego igual en Cádiz. Pero cuando se fueron al norte, pincharon. Había más calidad. “En Burgos quedamos séptimo y noveno. No tuvimos ni para pagar la pensión. Nos fuimos en bicicleta hasta Toledo”. Tenían seis pesetas, un pan y una lata de sardinas.
Fede Bahamontes ya empezaba a destacar en la montaña. Fue en 1954 cuando su nombre empezó a sonar con fuerza en Francia. Fue su primer Tour. Se había ido a correr la Vuelta a Asturias, desde Madrid en bicicleta. Al llegar le dijeron que los equipos debían tener cinco corredores como mínimo, y él iba solo, pero apareció un tal Moreno, de Albacete, al que le había comprado la bicicleta un amigo al que le tocó la lotería. “¿Corres conmigo?”, dijo que sí; luego, la organización le buscó otros tres ciclistas de Mieres, que era de donde salía la carrera, y ya tenía equipo. Ganó la primera etapa con seis minutos de ventaja. Bernardo Ruiz decía: “este guaje se ha tenido que agarrar a un coche”, pero no. El seleccionador español era Julián Berrendero, le vio y le reclutó para el Tour. No tenía ni ropa, ni maleta. Llamó a su madre: “Pero hijo, ¿cómo vas a ir si no sabes francés? Tú sabrás lo que haces”. Le dieron una maleta, una bicicleta nueva Splendid, que tenía que devolver al acabar, y le tranquilizaron cuando le recordaron que iba con los gastos pagados, que a Asturias se había llevado solo cien pesetas.
Y en el Tour llegaron las montañas, su territorio, y comenzó a subirlas en cabeza, y a sumar puntos, y francos para el bolsillo. En la etapa que finalizaba en Millau, no entró en la escapada inicial, pero coronó el primer puerto, la Fontasse, en cabeza del pelotón. Se animó, marchó a por los fugados, los alcanzó y pasó el segundo puerto, la Bassine, primero, tras alcanzar a Lazarides y Close. Berrendero seguía a Federico en el coche. En Tierge otra vez fue el mejor; para cuando llegó el último puerto, Montjaux, con un fuerte viento de cara, ya iba solo. Coronó con minuto y medio de ventaja sobre el pelotón. Únicamente quedaban veinte kilómetros de descenso hasta Millau, pero se dejó cazar. Acabó la etapa en el puesto 22.º. Lo suyo no eran las etapas, sino las montañas. Tres días después, Bahamontes se comió un helado en la cima de la Romeyere, después de una avería, y rubricó su reinado de la montaña en su debut en el Tour.
En 1956 regresó a Francia. Para entonces ya estaba ennoviado con Fermina. La conoció cogiendo peras en el mercado. Iba a verla desde Canillejas para que le diera chocolate que cogía en la casa donde estaba sirviendo. Fermina también fue un símbolo para la España franquista, la mujer abnegada que espera en casa al guerrero.
En 1959 fue Fausto Coppi el que le cambió la mentalidad. Fichó por su equipo, el Tricofilina, patrocinado por una marca de brillantina para el pelo. Se fueron a cazar juntos a los montes de Toledo y Coppi le convenció de que podía ganar el Tour. Entonces España estaba dividida entre los partidarios de Bahamontes y los de Loroño, que había ganado la Vuelta a España de 1957. El seleccionador, Langarica, era paisano del vasco, pero Fede se plantó: “O él o yo”. El director tomó partido, se llevó a Bahamontes y en Bilbao le rompieron las lunas de su comercio de bicicletas. Pero acertó. Superó a escaladores como Gaul; aprovechó la guerra interna de la selección francesa y en la cronoescalada al Puy de Dôme se colocó segundo en la general. En Grenoble se vistió de amarillo, y un 18 de julio, como el día de su primera victoria y la fecha emblemática para el Régimen franquista, entró de amarillo en el velódromo del Parque de los Principes de París. Era el primer español que ganaba el Tour, el primer gran héroe internacional del deporte en España. Recogió el ramo y se lo entregó a Fermina, ataviada con un discreto vestido rojo y blanco.
Fue la culminación de su carrera, en la que consiguió 74 victorias, ninguna como aquella. Se retiró en 1965, el año en el que corrió su décimo y último Tour, en el que ganó seis veces la montaña, y del que se despidió a su manera, fugándose del pelotón y escondiéndose en unos arbustos mientras le perseguían. Después se dedicó a su tienda en Toledo, a construir un equipo profesional y a organizar durante 50 años la Vuelta a Toledo.
Después de unos meses en los que su salud fue mermando por culpa de una osteoporosis, falleció en Posada Real de Villanueva, en Valladolid, donde se había trasladado durante la pandemia a vivir con su hija Victoria. Toledo le llora y su alcalde decretó dos días de luto oficial.
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