Historias de Oregón: vida de campus, alegrías y tristezas del Mundial de Atletismo
Los atletas hacen piña en las residencias de la Universidad para calmar los nervios antes de competir en Eugene
Son las seis de la mañana, y en una de las calles del campus de la Universidad de Oregón el día ya ha comenzado. Varios atletas chinos se ejercitan balanceando los brazos atrás y adelante, y un grupo de fondistas etíopes camina despacio hacia los senderos junto al río. Esta mañana les toca 40 minutos de carrera suave. Los marchadores no tardarán en aparecer, zapateando recta arriba, recta abajo, entre los edificios donde aún duermen otros deportistas, entrenadores y periodistas. A solo unos metros, el estadio Hayward Field, visible desde algunas ventanas, y su pista, el escenario del examen....
Son las seis de la mañana, y en una de las calles del campus de la Universidad de Oregón el día ya ha comenzado. Varios atletas chinos se ejercitan balanceando los brazos atrás y adelante, y un grupo de fondistas etíopes camina despacio hacia los senderos junto al río. Esta mañana les toca 40 minutos de carrera suave. Los marchadores no tardarán en aparecer, zapateando recta arriba, recta abajo, entre los edificios donde aún duermen otros deportistas, entrenadores y periodistas. A solo unos metros, el estadio Hayward Field, visible desde algunas ventanas, y su pista, el escenario del examen.
Los más antiguos dicen que pocas veces el alojamiento de un Mundial se había parecido tanto a una villa Olímpica. Eugene, una ciudad de solo 176.000 habitantes, pero de gran tradición atlética, es la localidad más pequeña en acoger un evento de este tipo en sus 18 ediciones. Teniendo en cuenta que recibirá a casi 2.000 atletas, ahora mismo más de un 1% de su población es capaz de correr, lanzar o saltar como pocos en el planeta. Esos galones, sin embargo, chocan con una asistencia de público que está decepcionando: el estadio no se llena, y muchos seguidores critican los elevados precios de las entradas y los hoteles de la zona. El alojamiento es escaso, y es raro que baje de 250 dólares la noche estos días.
A otra escala, el lugar respira atletismo todo el año por acoger competiciones estadounidenses nacionales y universitarias, y una prueba de la Diamond League. En el cercano Track Town Pizza, decorado con todo tipo de fotos e imágenes de este deporte, puedes pedir la pizza 5.000 metros si te gusta el bacon, el salami y el pepperoni, o la decathlon, que lleva 10 ingredientes. A 20 minutos caminando de allí está la roca Pre, el lugar de peregrinación de los que quieren recordar a Steve Prefontaine, corredor de la Universidad de Oregón que por su estética y estilo de correr, siempre en cabeza, siempre sin guardarse nada, se convirtió en una suerte de estrella de rock atlética cuando murió en accidente de tráfico en 1975 con solo 24 años.
La muerte está más presente de otro modo en el campus. Allí, sin entrada ni valla alguna de separación, puedes verte de repente ante el cementerio de los pioneros. Un cartel prohíbe fumar y llevar perros sueltos, pero tal vez porque no dicen nada sobre correr, alguno se mete estos días a dar zancadas entre las lápidas de medio centenar de muertos en la Guerra Civil estadounidense. “La vida es un sueño, la muerte, el despertar”, dice una de las ellas.
Junto al camposanto, la vida y sus emociones se abren paso. Una estudiante japonesa de la Universidad de Oregón tiembla de emoción mientras se fotografia con uno de los velocistas de su equipo. Y las sprinters españolas, tan felices con esa vida de campus, chándals nacionales, partidas de ping-pong, cenas multitudinarias y charlas de habitación en habitación, admiten que reprimen su lado fan para no molestar pidiendo una foto a estrellas a las que admiraban desde niñas, como Dina Asher Smith o Allyson Fellix.
En un paseo nocturno por el campus puede uno encontrarse en solo unos minutos con la tristeza, la satisfacción y la euforia. La primera la encarna María Pérez, candidata a medalla, que dice que ha llorado de rabia tras su eliminación en los 20 kilómetros marcha. Cientos y cientos de kilómetros de preparación fuera de casa que no le han servido para demostrar lo que vale.
Con la sensación del que ha cumplido con su deber habla Alberto Amezcua, que tras ser noveno en la misma prueba acaba de devorar una pizza y un burrito, lujos prohibidos en los últimos meses, llenos de lechuga y salmón. El de Guadix marchó de menos a más, remontando, pero le queda la duda de si hubiera podido ser finalista si hubiera apretado un poco más los dientes y no haber dejado irse tanto al grupo de cabeza.
Con su vuelta a casa, se acaba un mes de compartir habitación con el marchador Álvaro Martín. “En la primera noche de concentración en Colorado llegamos muertos al hotel de concentración a las dos de la mañana después de veintitantas horas de vuelo, y vimos que nos habían puesto una cama de matrimonio”, explica. ¿Vamos a la recepción y lo arreglamos? Le preguntó a Martín. “Mejor dormimos”, le respondió.
La alegría desmedida es cosa de los dominicanos. Lidio Feliz y Alexander Ogando caminan en la noche como subidos a una nube, cabello pintado con la bandera de su país. Acaban de batir a Estados Unidos en su propia casa para llevarse el oro en los relevos mixtos de 400 metros, y tienen el móvil lleno de mensajes por responder en WhatsApp, Instagram y Facebook. Les gusta el concepto de campus, donde se han cruzado con su ídolo Wayde van Niekerk, al que veían cuando empezaban y con el que ahora corren, pero cambiarían algunas cosas: “Las camas son como de presos, incómodas”, se quejan.
También parece caminar contento en la noche de Oregón el keniano Ferdinand Omanyala, todo músculo y potencia, que ha vivido un día de locos. En un mundo donde la planificación es minuciosa, ha llegado solo tres horas antes de su serie de 100 metros porque no le concedieron el visado a EE UU hasta última hora. Pese a ello, ha conseguido clasificarse. “Veremos cómo corro mañana”, dice sonriente.
Los voluntarios también son imprescindibles para que todo salga bien. Uno de ellos, Thu Ta, de Myanmar, cuenta que se vino a estudiar a Eugene porque en su país podrían meterlo en prisión por ser opositor. Sus estudiantes están ahora en la jungla aprendiendo a usar armas, y él se plantea ir a la frontera con Tailandia a enseñar a los migrantes que crucen desde su país cuando termine sus clases en Oregón.
A un par de kilómetros del campus, junto al circuito de marcha, una tienda de campaña aparece instalada extrañamente cerca del lugar donde las atletas se batirán en solo unas horas. Una voluntaria hawaiana aclara quién es su inquilino. “Es un sintecho que está esperando sitio en un centro de rehabilitación de drogas cercano”, explica. Y el mundo feliz de los atletas. Jóvenes, rápidos y resistentes, se funde con una de las epidemias sin resolver de Estados Unidos.
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