Antoine Blondin: 21 curvas de tinta y épica
Se cumplen cien años del nacimiento del escritor que narró 27 Tours para L’Equipe, el Homero que labró la epopeya de la ronda francesa más allá del deporte. Un recordatorio en 21 historias, las 21 horquillas de Alpe d’Huez
21. Que el ciclismo es solo la excusa para alumbrar la magna epopeya del Tour es consabido a estas alturas. Que las veintiuna curvas de herradura del Alpe d’Huez son la cima de ese perfume embriagador de sueños, mitos y recuerdos –Tour de France, Tour d’enfance–, también. Pero si hay alguien, uno solo de sus cantores, que dibujó el contorno épico de este rito homérico, fue él. El ilustre ocupante del vehículo 101.
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21. Que el ciclismo es solo la excusa para alumbrar la magna epopeya del Tour es consabido a estas alturas. Que las veintiuna curvas de herradura del Alpe d’Huez son la cima de ese perfume embriagador de sueños, mitos y recuerdos –Tour de France, Tour d’enfance–, también. Pero si hay alguien, uno solo de sus cantores, que dibujó el contorno épico de este rito homérico, fue él. El ilustre ocupante del vehículo 101.
20. Antoine Blondin. Tiene 32 años. Es moreno, guapo, las facciones angulosas, la mirada inteligente y melancólica, el aplomo que confiere haber nacido en la rive droite del Sena y ser egresado de la Sorbona. Es hijo de poeta, es ya escritor premiado. El diario L’Equipe le pide que se una a la caravana del Tour y que escriba lo que ve. Solo quedan cuatro etapas para que termine la ronda del 54. Y él se monta. Aquel primer día escribe: “De Burdeos a Bayona me sorprendí de integrar esta caravana que despeina a las chicas, levanta sotanas, petrifica a los gendarmes y transforma los palacios en redacciones, más que por estos chavales confundidos por la admiración y patrocinados por Nescafé. Solo me pesa no haberme visto pasar”.
19. Blondin y el Tour forman una bella historia de amor. “En julio vivo en un automóvil. El coche 101 es mi residencia de verano”, contaba. Seguir el Tour desde ese mítico Peugeot fue su oficio durante 27 veranos. Desde el año 54, con Bobet, Robic y Kubler –tiempos clásicos de blanco y negro sin televisión, la época dorada de quienes hacían soñar a los soñadores con su pluma– hasta el 82, con Hinault, Zoetemelk y Sean Kelly. En total escribió 524 crónicas para L’Equipe. Todas quedan recogidas en una biblia de 944 páginas: Tours de France (La Table Ronde, 2001). Su portada amarillo-maillot hipnotiza.
18. ¿Es el Alpe d’Huez una montaña? No. ¿Es el Tour una carrera deportiva? No. Blondin no contaba el Tour. Lo cantaba. Lo celebraba. La dimensión popular de unas gentes humildes apostadas en las cunetas de la Francia rural olvidada. La vertiente social de unos condenados nacidos para acompañar, cual rebaño anónimo, a un puñado de héroes. La profundidad política de este icono patriótico para la vieja Galia, con sus pueblos, sus ríos, sus paisajes. Todo eso contaba a diario Blondin. Y la montaña, como la del Galibier. Allí dejó una de sus frases: “La montaña te desnuda y en ella nos miramos”.
17. El compañero de Blondin en el coche 101 y en las páginas de L’Equipe también nació hace ahora cien años. Pierre Chany: otra institución. Un ciclista frustrado, criado en el París más popular, con las manos sucias de haber sido carbonero, cerrajero, cartero y recolector de castañas. Pero sobre todo, unas manos llenas de tinta. Escribió 49 Tours y murió once días antes de ir a cubrir el número 50. Blondin ponía la poesía, Chany escribía la crónica de cada etapa. Anquetil dijo una vez: “No me pida que le cuente lo que pasó durante la carrera. Hay alguien más competente que yo para hacer eso. Incluso yo esperaré al artículo de mañana de Pierre Chany en L’Équipe para averiguar qué hice, por qué y cómo lo hice. Su versión será mejor que la mía y se convertirá en la mía”. Un tándem irrepetible.
16. Una de sus definiciones del Tour: “Una aventura de estilo western que una y otra vez vuelve a comenzar”.
15. 14 de julio, el día de la gloria, de la Revolución. Blondin contó más de una toma de la Bastilla. Pero hay una guillotina que no pudo narrar: la decapitación del niño rey, el emperador francés de la bicicleta –maître Jacques, Anquetil I–, y la subida al trono parisino del hijo del pueblo, el corredor de orígenes plebeyos, chevalier Poupou. “La gente está esperando que Poulidor, a quien durante mucho tiempo se hizo pasar por un sans-culot, tome la Bastilla. El voxpopulidor apenas lo oculta y su exaltación no debe disgustarnos siempre que no entrañe groserías hacia el extraordinario aristócrata de la bicicleta que es Jacques Anquetil. No se pide la cabeza del hombre de cabeza con tanta desfachatez como hemos visto hacer por las carreteras”, lamentaba. Allez Poupou.
14. Una vez, en un plató de televisión, Blondin dijo: “Hay tres lugares en los que uno está tranquilo: un taxi cuando baja la bandera, el cagadero cuando pasas el pestillo, y el Tour de Francia”.
13. La televisión destrozó la esencia primigenia del Tour: esto es, algo nunca visto –pero sí oído o leído– que luego una imaginación proclive engrandece, mitifica, inmortaliza. Lo decía Blondin: el Tour es un universo en esencia mítico cuya leyenda sobrevive por tradición oral. Y no hay Youtube capaz de igualar esa vieja máquina insuperable de generar emociones: la memoria humana.
12. Tour del 77, etapa reina: Madeleine, Glandon, Alpe d’Huez. Un vía crucis. Blondin mira en carrera al viejo caníbal mellado, derrotado en un Tour que terminará en sexto lugar. Su último Tour. Mira atento a ese Merckx vencido, derrotado, pero sublime de coraje y dignidad, escribe. Vuelve a mirarlo. “Hay que meterse en la cabeza y en el corazón que en seis Tours de Francia, cinco de ellos victoriosos, este hombre ha vestido el maillot amarillo durante 96 días”, escribe. La tragedia humana. Balzac.
11. Montaigne, La Boétie, Saint-Exupéry, Victor Hugo, Cocteau, Rimbaud, Baudelaire, Gide, La Fontaine, Verlaine, Prévert. Todos ellos, y muchos más ilustres literatos del panteón francés, pueblan sus crónicas. Asterix y Obélix también. La carrera, como la guerra de Troya para Homero: un pretexto literario para hablar del alma humana, de la vida.
10. Blondin habitaba el Tour como si fuera una isla rodante: desconectada del mundo exterior, constructo vulgar cuando rueda el pelotón por el horizonte francés. Cuando apuraba el final de la carrera después de tres semanas de camaradería, su mirada melancólica se aguzaba al anticipar el andén de partidas y desamores reprimidos en París. En la penúltima etapa del 57, con el color de los maillots todavía en la retina, escribió: “La memoria, como un arcoíris, retiene y dilapida recuerdos confusos, pepitas que tendremos que extraer de su cáscara y devolver antes del invierno, para las tardes. Lo único que prevalece hoy es ese sentimiento que Gustave Flaubert llamó la melancolía de las simpatías interrumpidas”.
9. Pasear por esa gran Ilíada de mil páginas que ha legado Blondin depara pronósticos tristemente incumplidos. En el Tour del 73 se percibe un asombro sincero por Luis Ocaña y aquella túnica dorada que se enfundó en París por primera y última vez. “No tenemos dudas: en la persona de Ocaña, actual rey de la montaña, rodador consumado en llano, buen bajador y con iniciativa, Eddy Merckx ha encontrado a su heredero universal”. Ojalá hubiera sucedido.
8. Sus crónicas funcionaban como pequeños dramas litúrgicos. El escenario era determinante. Un ejemplo: “Un horizonte de ciudadelas donde se recortaba Vauban, un macizo forestal de excepcional densidad bajo el manto de protección de San Huberto, conformaban el decorado idóneo para un estado de asedio y caza”.
7. Con permiso del Alpe d’Huez, el Mont Ventoux removía las entrañas de Blondin. “Aquí hemos visto a ciclistas sensatos perder la razón bajo los efectos del calor y los estimulantes, bajar por cuestas que creían ascender, blandir sus bombines por encima de nuestras cabezas llamándonos asesinos”. Allí vio morir a Tom Simpson en la etapa trágica del 67. Aquella tarde, conmocionado, un Blondin ya maduro escribió sobre el Ventoux: “Con sus viejos guijarros al rojo vivo, como las piedras de un cíclope, una auténtica meseta de grava, con el pelotón penitente escalando, la sonrisa en los labios, con serpenteos que temíamos como los de Biribi o Tataouine, con su cabeza tatuada predestinada a lo extraordinario, el espantapájaros ha jugado un papel que supera toda proporción. Los desfallecimientos, célebres en la historia de esta cima formidable, han optado por encontrar hoy su culminación en la persona de uno de los más juiciosos de quienes han intentado escalarlo, y su misterio ya le pertenece”.
6. Pese a todo, envidiaba a los corredores. Su libertad. Una vez escribió: “El ciclista es un animal más afortunado que los demás. ¿Crees que es divertido bajar a la mina o pasar horas detrás de un escritorio? Él es libre. Se mueve. Puede atacar y defenderse. Es un proletario al que le ha salido bien la jugada”.
5. Otra metáfora de asentimiento general: “Los viejos niños que somos reencuentran en el Tour de Francia el ambiente del colegio”.
4. La etapa llegaba a Perpiñán el 10 de julio del 61. Blondin empezaba así: “Lo imprevisto tiene sus encantos, pero la costumbre es dulce allá donde los pasos reencuentran sus huellas”. Por eso seguir el Tour en el 101 le hacía tan feliz.
3. Aquel joven seductor de 32 años fue perdiendo pelo, se dejó barba, echó tripa, vio marchitarse la belleza, despidió el aplomo de la juventud y cargó más melancolía –todavía más– a su mirada. Rozando los sesenta se bajó de la caravana para siempre. Pero su alargada estela permaneció en la leyenda del Tour. La crónica de Blondin. Amén.
2. Su funeral lo relató el escritor Yvan Audouard a la manera blondiniana: “El 10 de junio de 1991 reinaba en Saint-Germain-des-Prés una primavera para turistas de lujo. Al comienzo de la tarde había multitudes en la plaza y dentro de la iglesia. Habíamos venido como vecinos para hacerle una última visita a un amigo. Su nombre era Blondin, pero todos lo llamaban Antoine”.
1. Como el Tío Alberto de Serrat, Antoine Blondin cató de todos los vinos, anduvo por mil caminos y atracó de puerto en puerto. Una vida acechada por las deudas y demasiado bañada en alcohol; una vida más difícil de lo que prometían la rive droite y la Sorbona. Sin embargo, cada verano le quedaba un mástil al que aferrarse. Se lo confesó una vez a Bernard Pivot: “El Tour es a la vez mi abrigo y mi casa”. Una casa de veraneo. Como para todos.
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