Cuánto tarda en hervir un Tour
Yo no querría que el ciclismo perdiera esa cualidad de otras épocas, esas cinco horas de retransmisión diaria en las que no sucede nada
El Tour es un caldero en el que se cuecen a fuego lento las fatigas, los nervios y las frustraciones. En las primeras tres etapas en línea solo borboteaban los bostezos de los espectadores, irritados porque ya veníamos de tragarnos un Giro sosísimo y porque el Tour intentaba colarnos épicas de cartón piedra: Magnus Cort ha superado una marca de Bahamontes, tuiteó la organización. El español franqueó los primeros siete puertos de 1958, siete colosos pirenaicos y alpinos; el danés los primeros once de 2022, once ...
El Tour es un caldero en el que se cuecen a fuego lento las fatigas, los nervios y las frustraciones. En las primeras tres etapas en línea solo borboteaban los bostezos de los espectadores, irritados porque ya veníamos de tragarnos un Giro sosísimo y porque el Tour intentaba colarnos épicas de cartón piedra: Magnus Cort ha superado una marca de Bahamontes, tuiteó la organización. El español franqueó los primeros siete puertos de 1958, siete colosos pirenaicos y alpinos; el danés los primeros once de 2022, once repechos de cuarta que nadie le disputó, en los que simuló sprints contra rivales invisibles con mucho cachondeo compartido por el público. Estoy a favor del cachondeo, pero el Tour lo anunció en serio como una marca histórica y se convirtió en una parodia de aquella vuelta francesa por etapas que disputaban Bahamontes, Gaul y Anquetil.
En ese caldero se iban cociendo tres días de rabia de Van Aert (fue segundo, segundo y segundo). Hasta que el belga hirvió en la duodécima cota, salió disparado como un géiser, reventó el pelotón y ganó en solitario vestido de amarillo. Tres días de aburrimiento al pilpil rematados por un fogonazo memorable.
Así son las grandes vueltas, una olla tapada en la que se acumula el vapor, con posibilidades de que al final todo salte por los aires o se desinfle con un suspiro de tres kilómetros como el de Hindley y Carapaz en la Marmolada. Yo no querría que el ciclismo perdiera esta cualidad de otras épocas, esa lentitud tan antitelevisiva y tan largamente televisada, esas cinco horas de retransmisión diaria en las que no sucede nada, tan contrarias a la necesidad actual de una emoción histérica cada cinco minutos, ese ejercicio tan infrecuente de espera y contemplación. Pero sé que en el Tour la paciencia es tan antigua como la impaciencia.
El furioso Desgrange, creador y patrón del Tour, torturaba a los ciclistas con todo tipo de ideas contra el aburrimiento: prohibición de asistencia en ruta, exploración de Alpes y Pirineos, veto al cambio de marchas… Los ciclistas rodaron las últimas cinco etapas de 1912 en grupo, porque total la clasificación se decidía por puntos según el orden de llegada, para qué matarse con escapadas si todo se podía resolver al sprint, así que en 1913 Desgrange reintrodujo la clasificación por tiempos, en su primera crónica llamó vagos a los ciclistas y amenazó con expulsar a quienes pactaran treguas. En 1927 dictó que todas las etapas salvo las de montaña se disputaran como contrarrelojes por equipos de hasta 285 kilómetros, para que los favoritos pedalearan a muerte día tras día.
En el Giro, el ídolo Girardengo aprovechaba las abundantes horas de calma durante las etapas para acercarse al coche del equipo y dictar respuestas a las cartas de sus admiradores. Géminiani contó que el pelotón rodaba a veinte por hora y había ciclistas como Gazzola, Bini o Conte que se ponían a cantar con buena voz, al paso por los pueblos, mientras el pelotón hacía los coros y los espectadores lanzaban flores: “En Francia nos habrían tirado ladrillos”. Cuando iban muy lentos, dos motos se ponían delante del pelotón. En una iba Ugo Tognazzi y en la otra Raimondo Vianello, los cómicos que presentaban el programa del Giro en la Rai. Se sentaban dando la espalda al piloto, mirando a los ciclistas, y les contaban chistes, hacían teatrillos, cantaban piezas divertidas: “Todos queríamos ir en cabeza del pelotón para ver a Tognazzi y Vianello”, contó el ciclista Fallarini. “Los pilotos tenían instrucciones del patrón Torriani: debían ir acelerando poco a poco, hasta ponerse a cuarenta por hora, y como nosotros queríamos escuchar a los cómicos, pedaleábamos cada vez más rápido”.
Esta semana el aburrimiento no lo han resuelto los tuits del Tour con épicas falsas, sino dos fórmulas muy antiguas. Una: Pogacar, el campeón más joven, audaz y resplandeciente del siglo XXI, se lanzó a una aventura por los polvorientos caminos de piedras del siglo XIX (y sí, al final solo sacó quince segundos a casi todos sus rivales, igual que Indurain apenas consiguió cincuenta en su legendaria fuga camino de Lieja: derroches de fuerzas que obtienen ventajas escasas pero arremeten como una bola de demolición contra la confianza de los adversarios). Y dos: el líder Van Aert volvió a escaparse a 150 kilómetros de meta, como los famosos cowboys de los años 40 y 50, aquellos ciclistas que en la primera semana salían enloquecidos al galope, repartiendo latigazos a diestro y siniestro, dispuestos a arramplar con todos los botines que encontraran por el camino, antes de que llegaran las jornadas importantes para los favoritos. Exprimían todas sus fuerzas en los primeros días porque un triunfo de etapa o un maillot amarillo se traducían en entrevistas, pellizcos de fama, contratos para los critériums del verano por todos los pueblos de Francia.
Uno de los cowboys más populares fue Jacques Marinelli, una pulga de 1,54 metros y 50 kilos, ciclista sin triunfos, que en la primera semana del Tour de 1949 se coló en todas las escapadas exitosas, no ganó ninguna, pero al cuarto día se vistió el maillot amarillo. Marinelli publicaba una columna diaria en L’Équipe sobre sus andanzas en el Tour. Cuando alcanzó el liderato, el diario vendió la extraordinaria cifra de setecientos mil ejemplares y a él le llegaron trescientas cartas de toda Francia. Como Van Aert, el eufórico Marinelli también se fugó de amarillo en el inicio de la siguiente etapa y vio que entre sus ocho acompañantes iba nada menos que Fausto Coppi. En el avituallamiento, Marinelli se desvió para coger un botellín, se enganchó con el campionissimo y cayeron los dos. Quizá lo hizo para tener tema: ya se sabe que los columnistas son capaces de cualquier cosa con tal de encontrar material para escribir. Coppi rompió la bici, perdió media hora y esa noche anunció que se retiraba, mientras Marinelli siguió hasta la meta de Saint-Malo aumentando la ventaja, relamiéndose con el mejor botín de su jornada: menudo artículo iba a escribir.
Pogacar llega al descanso dando exhibiciones, ganando dos etapas, líder con medio minuto y algunos debaten si ya ha sentenciado la prueba. Es muy favorito, claro, pero el Tour hierve durante tres semanas, Coppi ganó aquel del 49 tras una remontada inverosímil en los últimos días y quien enciende el fuego nunca está libre de quemarse.
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