Columna

Sencillamente Rafa

Nadal es un campeón cercano al que el mundo entero ha visto crecer, sufrir y renacer de sus cenizas

Costhanzo

Que levante la mano quien no conozca a Rafael Nadal (Manacor, 31 años). O, mejor dicho, le guste o no el deporte, lo siga más o menos, aborrezca el tenis o lo adore, que levante la mano quien haya llegado hasta aquí y no haya alguna vez disfrutado, sufrido, maldecido, celebrado, llorado, reído o, a fin de cuentas, se haya emocionado con alguno de los pasajes protagonizados por él, el adolescente que toda España y el mundo entero vio crecer hasta convertirse en el hombre que es hoy. Un icono, una super­estrella mundial que, sin embargo, ha pos...

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Que levante la mano quien no conozca a Rafael Nadal (Manacor, 31 años). O, mejor dicho, le guste o no el deporte, lo siga más o menos, aborrezca el tenis o lo adore, que levante la mano quien haya llegado hasta aquí y no haya alguna vez disfrutado, sufrido, maldecido, celebrado, llorado, reído o, a fin de cuentas, se haya emocionado con alguno de los pasajes protagonizados por él, el adolescente que toda España y el mundo entero vio crecer hasta convertirse en el hombre que es hoy. Un icono, una super­estrella mundial que, sin embargo, ha poseído siempre un poderoso don del que carecen muchas otras figuras del deporte: la familiaridad, el encanto, la cercanía.

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Porque Nadal es Nadal, el formidable jugador que lo ha ganado todo, el rey de la tierra, el atleta que se ha sobrepuesto a todo tipo de adversidades, especialmente las que le ha propuesto ese corpachón hercúleo y tan vulnerable como el del resto de los mortales; sin embargo, Nadal también es el chico llano que va a comprar el pan o a pescar en Manacor, el que sale a tomarse unas copas con sus amigos de toda la vida, el que recula si alguien le solicita un autógrafo o una foto, por mucho que el protocolo lo impida. Nadal es la figura, el ídolo de masas al que felicitan las máximas autoridades o el tótem comercial que pelotea con un traje de Tommy Hilfiger en una plaza de Nueva York, pero en el fondo sigue siendo Rafa.

Rafa, el joven al que no es difícil imaginar compartiendo mesa y mantel en tu propia casa, o jugando una pachanga futbolera, o viendo un partido de su Real Madrid en una taberna, entremezclado con todos, porque si algo ha conseguido transmitir ha sido eso: Nadal es de todos, pertenece un poco a todo el mundo, incluso a aquellos que no forman parte de su ejército de feligreses, de los federeristas o sus detractores también. Porque, más allá de los triunfos y las derrotas, de tenis y colores, a través de su modélico comportamiento dentro y fuera de las pistas ha generado una unanimidad que trasciende del juego y abarca los aspectos más terrenales del género humano.

Él, lógicamente, ha cambiado. Ya no es ese pequeño Camarón que irrumpió en la Copa Davis y comenzó a levantar trofeos en París como quien se cepilla los dientes antes de acostarse; ahora es todo un hombretón, ya treintañero, menos ingenuo y más desengañado de todo, pero esencialmente sigue siendo el mismo. Ahora ya no devora paquetes de galletas de tres en tres, ni engulle ­pizzas de cuatro en cuatro ni refrescos de litro en litro; hoy, ley de vida, debe cuidarse más, ya no corretea tantísimo por la pista y es meticuloso con la dieta; hoy día, normal, sus inquietudes no son las mismas y su discurso está mucho más calibrado, es menos espontáneo. Sin embargo, Nadal conserva la esencia del Nadal de toda la vida, el primigenio.

Ahora, ya treintañero, es menos ingenuo y está más desengañado de todo, pero en esencia sigue siendo el mismo 

Para empezar, es un tenista más maduro; ni mejor ni peor que el de sus buenos tiempos veinteañeros, pero sí diferente. Interpreta con más agudeza al rival y lee con cuatro ojos las situaciones. Ya no hay tanto ímpetu ni fogosidad, quizá un punto menor de épica, pero actualmente es un jugador mucho más completo. Después de dos años de tinieblas, con dudas, ansiedad y las dichosas lesiones, este curso ha vuelto a jugar como un ciclón cuando no pocos le daban por acabado, finito. Él, tozudo y terco como muy pocos, se rebeló contra su circunstancia y regresó a lo grande. Ganó su décimo Roland Garros y ya no se habla de su final, sino de una veteranía ejemplar.

“Él es quien más me ha inspirado. Su actitud, su forma de entrenar, su valentía… Le admiro”, le elogia su amigo Roger Federer, con el que compone uno de los binomios más maravillosos de la historia del deporte. Ambos, desde sus respectivos estilos, se respetan y retroalimentan, porque han ido haciéndose mejor el uno al otro. El suizo levantó recientemente su octavo título en Wimbledon, donde Garbiñe Muguruza también triunfó. Nadal, bicampeón en Londres, cedió ante Gilles Müller, pero dejó una hermosa imagen al esperar al luxemburgués al abandonar la pista en señal de reconocimiento.

En lo personal, aunque hace dos años perdió a su abuelo Rafael —músico e importantísimo para él—, sigue abrigado por su círculo de siempre. Sus padres, Sebastià y Ana María; su hermana, Isabel; sus primos, y su novia de toda la vida, popularmente conocida como Xisca, pero María o Mary en la intimidad; y su cuerpo técnico y equipo profesional de antaño, aunque Toni dará el próximo año un paso a un lado y la presencia de su amigo Carlos Moyà adquirirá mayor relevancia. Su tío es, sin duda, quien más ha calado en su personalidad. Aparte del tenis y la constancia, del técnico ha heredado su gusto por el diálogo y la discusión, el arrancar casi todas las respuestas con un no rotundo, su interés por la política y la conciencia cívica. “El día de mañana, cuando ya no me dedique a esto, seré uno más en la sociedad, un ciudadano como otro cualquiera”, dice.

Tozudo como pocos, se rebeló contra su propia circunstancia y regresó para ganar su décimo Roland Garros 

Es Nadal, el competidor voraz, el gladiador de la cinta y la raqueta, el tenista que ha conquistado 15 grandes y ha logrado regenerarse siempre con un tesón y una perseverancia encomiables; es Rafael, el sobrino, Rafel en boca de los más allegados y de su tío Toni, el hombre de la contracción fonética y cincelador del mito; y es, por encima de todo, Rafa, sencillamente Rafa, porque sus hazañas deportivas y esa interminable secuencia de fotogramas victoriosos no serían lo mismo si los hubiese logrado por otra vía, sin la sencillez y la cercanía, sin esa virtud empática que le permitió colarse en todos los hogares como si fuera uno más de la familia; el ídolo deportivo, sí, pero también el hijo, el hermano, el primo o el yerno ideal.

“Soy el mismo de siempre, una persona normal. Vivo en el mismo sitio de siempre, hago las mismas cosas que he hecho toda la vida y lo que más me gusta es perderme unos días en el mar. Soy conocido porque juego al tenis y salgo en los medios, pero soy el mismo Rafa de siempre”, razona. Pues eso: Rafael Nadal Parera.

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