John Banville: “Muchas veces me da igual quién es el asesino. Y creo que a la gente también”
El irlandés publica ‘Las hermanas Jacobs’, novena entrega de las aventuras detectivescas del patólogo Quirke, y reflexiona sobre sus conflictos y los grandes temas que han recorrido su literatura
Hubo un tiempo en el que el caníbal literario John Banville devoraba lo que se ponía en su camino, identidades incluidas, de manera que se convirtió en Benjamin Black: un seudónimo, primero, para sus novelas negras protagonizadas por el patólogo Quirke; una piel, luego, en la que se veía más cómodo o libre que en la original y, finalmente, un complejo juego de roles que ha ido abandonando en su et...
Hubo un tiempo en el que el caníbal literario John Banville devoraba lo que se ponía en su camino, identidades incluidas, de manera que se convirtió en Benjamin Black: un seudónimo, primero, para sus novelas negras protagonizadas por el patólogo Quirke; una piel, luego, en la que se veía más cómodo o libre que en la original y, finalmente, un complejo juego de roles que ha ido abandonando en su etapa crepuscular para ser solo Banville. Al menos así ha ocurrido en todo el mundo, pero no en España, donde Black sigue firmando sus ficciones negrocriminales. “Cuando estaba haciendo Quirke en San Sebastián [octava novela de la serie, que vuelve a un asunto de la tercera] tuve que revisar las entregas anteriores, pero no soporto leer lo que he escrito, así que me puse con ellos en audiolibro. Los leía Timothy Dalton, una voz maravillosa, y es ahí donde empecé a ser capaz de defender esas obras; así que me dije, adiós Benjamin, ya no te necesito”, explica a EL PAÍS en un restaurante en el centro de Madrid, que ha elegido el autor porque lo conocía y le gustaba. Pide “boquerones” sin rastro de acento, pero ahí se agota todo su español, que no el discurso de un hombre que, ya sea Black o Banville, ocupa un espacio central en la narrativa contemporánea y que vuelve a las librerías con Las hermanas Jacob (Alfaguara), la novena entrega de las aventuras del taciturno médico.
Banville (Wexford, 77 años) empezó su periplo como Black en la ficción criminal en 2006 con una aventura de Quirke (El secreto de Christine, en Alfaguara, como toda su obra) que iba a ser la última. Venía de ganar el Booker un año antes con El mar y estaba en lo más alto: desde entonces no ha dejado de combinar sus dos facetas literarias en una obra tan prolífica como diversa con obras como El libro de las pruebas (1989) o Los infinitos (2009). “Lo que ocurre es que me fui interesando por el personaje”, explica con tranquilidad, con esa voz que mira hacia el interior como un potente murmullo.
En Las hermanas Jacobs la joven y rebelde Rose muere en lo que todos creen que es un suicidio. Todos menos Quirke, que lucha por demostrar lo contrario y abrir así la mirada para que Banville despliegue, con la excusa criminal, sus afiladas cualidades para el retrato físico y moral de una sociedad (la Irlanda de los años cincuenta en la que creció y que tanto le ha marcado) y unos personajes. “Me interesa quiénes son y por qué hacen lo que hacen, no las tramas. Muchas veces no sé quién es el asesino hasta que no está muy avanzada la escritura y me da igual. Y creo que a la gente también. Incluso a veces, cuando remato la trama, tengo la sensación de haber perdido el tiempo”. No es que en sus novelas no pase nada, es que todo ocurre en un plano más profundo, dentro del delicado tapiz social que establece y a través del difícil y complejo equilibrio entre los personajes.
Banville lleva 20 años junto a los protagonistas de esta serie, pero huye de la grandilocuencia para definirlos. Phoebe, la hija de Quirke, gana de nuevo protagonismo en esta novela y se alza como una de las grandes creaciones de su carrera, al nivel, por ejemplo, de Hellen en Las singularidades. “Hellen es todas las mujeres que he conocido”, resume. Molly, hermana de la víctima y nuevo amor imposible de Quirke, compite con ellas en varios planos. “Hace unos años mi agente me dijo que estaba enamorado de Phoebe, pero es imposible porque Phoebe soy yo”, reconoce. ¿Qué es el amor para alguien que lo ha tratado tan en profundidad, que lo ha elevado, incluso en sus novelas negras, a altas cotas de belleza y tristeza? Banville duda ante la pregunta, agacha la cabeza, tarda en responder. “Sé definir lo que es la pasión o la amistad, pero no el amor”, masculla antes de encontrar la frase redonda con la que rematar: “El amor es una invención poética”.
Fabulador nato, Banville asegura que nunca investiga para sus argumentos, ni siquiera en esta novela en la que cambia su arranque clásico para retrotraerse a 1945, en plena caída de la Alemania nazi, y presentarnos a un par de personajes esenciales más adelante. “Me lo inventé todo. Estaba en un retiro de estos para escritores y ya daba por terminada la novela. Entonces me di cuenta de que los alemanes iban a ser clave para la resolución del caso así que, unas horas antes de irme, me senté, escribí las 3.000 palabras que lo cambiaban todo y lo entregué sin leerlas”.
Sé definir lo que es la pasión o la amistad, pero no el amor. El amor es una invención poética
Admirador absoluto de Raymond Chandler, al que vuelve en varias ocasiones durante la charla, en 2014 continuó con la vida y andanzas de Philip Marlowe en La rubia de ojos negros. No tiene problema, por tanto, en imaginarse a Quirke en otras manos. Sin embargo, no le agradó la adaptación de la BBC con Gabriel Byrne en el papel del antihéroe —”simplemente no funciona”— y si tuviera que elegir, le gustaría que fuera Roman Polanski quien adaptara Las hermanas Jacobs.
Quirke (sin nombre, solo el apellido, en un homenaje al Parker de Richard Stark) siempre ha sido un infeliz — “un poco como yo”, asegura Banville—, un alcohólico con tendencias destructivas, pero ha estado muy bien acompañado. Por el lado femenino (aquí recupera también a la maravillosa Isabelle Calloway, una de sus antiguas amantes) y por el masculino. Primero por Hackett, un policía ahora “viejo, gastado” y en fase de retirada. “Hay un Hackett en cada pub de Irlanda”, prueba a definir, de nuevo, en una frase. Y ahora, en el desenlace trágico de Quirke en San Sebastián y en esta novela, por Stratford, un “personaje imposible”, según Banville, un policía de clase media alta, abstemio y protestante, un contrapunto impecable, joven y vital a los excesos de Quirke, a quien pondrá al límite.
“Los echaré de menos cuando mueran”, comenta. “Los voy a ir matando uno a uno para que todos se hayan ido antes que yo”. Tendrán que morir de forma violenta, porque todos tienen más o menos la misma edad que al principio de la serie. Ese es el plan. ¿Y entonces? “Sangre nueva, quizás un nuevo personaje, una nueva aventura; por ejemplo: una mujer detective en el Dublín de los años cincuenta, como me sugiere todo el mundo”. Mientras remata un nuevo Quirke y decide quién será el siguiente en caer, Banville escribe su autobiografía: “Más bien criptografía, una autobiografía llena de mentiras”, comenta divertido. Como le ocurre a Quirke, el pasado es una nebulosa, un relato por construir, pero que nos ajusta las cuentas a la primera oportunidad. Las identidades del caníbal literario han vuelto a desbordarlo.