Chirbes: casa, ciudad, infierno y paraíso
¿Qué es un hogar para un escritor como Rafael Chirbes, torturado por la angustia de escribir y la urgencia de vivir? La publicación de sus diarios desvela la ambición arquitectónica de quien vivió las calles de la noche y el retiro del campo sin electricidad ni gas, pero con un huerto y un amigo
Uno de los acontecimientos literarios del año, la publicación de los diarios íntimos —pero revisados una y otra vez— de Rafael Chirbes no es un libro para quien busca alegría. Es un compendio de análisis obsesivos y lúcidos sobre su voluntad de escribir y sobre la atención exhaustiva a la obra de otros escritores (casi siempre, salvo por su amiga Carmen Martín Gaite), hombres escritores, por cierto.
Lo más difícil del libro es asistir a cómo la lucidez lo desespera sabiendo —au...
Uno de los acontecimientos literarios del año, la publicación de los diarios íntimos —pero revisados una y otra vez— de Rafael Chirbes no es un libro para quien busca alegría. Es un compendio de análisis obsesivos y lúcidos sobre su voluntad de escribir y sobre la atención exhaustiva a la obra de otros escritores (casi siempre, salvo por su amiga Carmen Martín Gaite), hombres escritores, por cierto.
Lo más difícil del libro es asistir a cómo la lucidez lo desespera sabiendo —aunque solo sea por haber leído la mitad de lo que él leyó— que la vida exige tanto como da, pero que se puede parar un momento y dejarla actuar. Algunas veces Chirbes lo hace. Y otras, en las que se siente bien, suponemos que no se dedica a escribir. Así, juicios literarios, o personales aparte, uno puede preguntarse cómo a alguien tan valorado por su editor, Jorge Herralde, capaz de retratar como un clásico el carácter del macho hispánico (Los disparos del cazador), la huella familiar de la Guerra Civil (La buena letra) o de describir como un oráculo el subsuelo de la especulación y la corrupción (Crematorio), le esquivó durante tanto tiempo el reconocimiento generalizado, reservado para los autores que nos permiten crecer. Ese éxito sí lo tuvo (España y yo somos así) en Alemania.
Así, advertidos los lectores de la crudeza del libro (para sí mismo empieza narrando los avatares de una fisura en el ano que no se le cura), en sus Diarios (Anagrama) Chirbes desvela sin cinismo la destrucción de sus amantes mientras se detiene a disfrutar la luz del otoño parisino y desmenuza, en cuatro líneas, a buena parte de los escritores españoles recientes —qué difícil sobrevivir comparados con sus otras lecturas: los clásicos pasados por el filtro—.
Desde este blog de arquitectura y ciudad —es decir, de personas— quiero terminar el año recomendando esos Diarios a quien siga sintiendo curiosidad por quien se dedicó a mirar a los ojos a la especulación, a tratar de y pensar por qué. Es mi manera de agradecerle su legado y esfuerzo. En los cuadernos de alguien que escribió tanto sobre la especulación y la desaparición del paisaje levantino de su infancia también hay mucha arquitectura.
Afrancesado, Chirbes opinaba que Francia era un país “ordenado como un jardín”. Y, sobre Roma anotó: “Cuánto pintor, albañil, fontanero, carpintero, cuánto esfuerzo y cuánto trabajo para conseguir eso que llamamos cultura, para la búsqueda de que el tiempo de los dioses y el de los hombres se acerquen (...) Cuánto esfuerzo para nada. Para que cientos de años después pasemos por las ruinas de sus sueños. Roma es el esfuerzo más brillante que nos ha quedado en la historia de la humanidad”. Y también, en la Capilla Sixtina: “Miguel Ángel le dice a Dios: ¿Cómo no vamos a pecar si nos has dado todo este cargamento de carne, qué podemos hacer con él?”.
El escritor tuvo una relación de amor-odio con Madrid. Consideraba que muchos de sus edificios eran como un puño en la mesa: “¿Dónde guarda su sensualidad Madrid, su alegría de vivir? Ni siquiera en la arquitectura se permite demasiados caprichos. Madrid ha levantado contenedores del poder, unos cuantos, y por lo general carentes de gracia, cuyos interiores guardan riquezas y secretos”.
Y, sin embargo, otros días escribía con mirada doméstica: “Primeros brotes en los árboles. Madrid, como esa novia fea, que no vale nada, pero que, el día de la boda, atrae las miradas. Hoy la encuentro muy hermosa”. Anota el 25 de marzo de 1985.
La relación con su propia casa también era guadianesca. Sufría altibajos y se confundía con la que el escritor establecía con el tiempo como si ambos, refugio y tiempo libre, fueran una misma cosa: “Llego tarde y cansado del trabajo. No consigo ganar espacios para mí. A pesar de que hace casi dos años que vivo en esta casa, aún no me he acostumbrado a considerarla mía, sigue sin ser mi casa, mi sitio. Y siquiera estoy a gusto cuando me encierro en la habitación que arreglé ajustándola a mis necesidades y a mi gusto, silenciosa, soleada, animada por el verdor de las plantas. Todo me parece provisional, desordenado, revuelto. Nada encaja en su lugar, las cosas invaden espacios que no les pertenecen. La mesa de trabajo está ocupada por montones de papeles y de libros pendientes de lectura. (...) Las semanas se escapan volando, no me da tiempo a poner un poco de orden en este caos, a reflexionar, a concentrarme, a ocupar la geografía doméstica, ni, por supuesto, la otra geografía, la geografía interna, sea lo que coño sea eso: me siento incapaz de colonizarme a mí mismo, un ser plural, a la deriva, cada una de cuyas partes parece escapar en dirección distinta a las otras”.
En cambio, el 24 de mayo de ese mismo año, la misma casa parece haber cambiado tras un viaje a Salamanca. “Me dejo llevar por el gusto que me produce el reencuentro con la casa. Abro las ventanas de la puerta del balcón y pongo la mesa de trabajo justo al lado. El airecito de la mañana como una bendición. Cuelgo las macetas de la verja. Ha llegado el verano de improviso. Gritos de niños y chillidos de gorriones como en un poema de la generación del 27. Dos palomos se pasean por el alero del tejado de la casa de enfrente, ante el ventanuco de la buhardilla. A unos centímetros de mis ojos, esa planta que la gente llama la costilla, verde y reluciente, esplendorosa, saca hojas nuevas de un color tierno”.
De igual manera, ese año, el 4 de junio describe la gran ciudad como un lugar dejado de la mano de Dios. Y el 10 de agosto de 1990 reflexiona ante el paisaje de su infancia: mira lo que ha perdido como el poeta dice que se canta lo que se pierde. “Pero sé que si me hubiera quedado aquí, no sería capaz de mirar este paisaje como lo miro hoy. La cotidianidad lo habría emborronado con otra densidad seguramente más gris, por cotidiana”. El 30 de julio de 2001 utiliza ese paisaje para explicar su vida: “En el lugar en que me encuentro parece imposible que un niño llegue a hombre; que quienes están cavando los cimientos acaben poniéndole techo a la casa; que un labrador plante un árbol esperando que algún día dé fruto”.
Tanto sufrimiento le produce la transformación de la costa mediterránea que tres años después, el 28 de agosto de 2004, escribe: “En Valverde me interesaba el bienestar de aquel pueblo, la felicidad de la gente. Aquí viven satisfechos en su deriva hacia la nada”. Listo el conjunto de razones “por las que nunca quise vivir en esta puta tierra”. No solo despotrica. También actúa. Ha tomado notas sobre la indolente transformación del paisaje: “Las máquinas empiezan a arrancar los naranjos en la parcela que se encuentra situada en el límite entre la montaña y la huerta. Desde la parcela, hacia la derecha, se inicia el ascenso de la ladera. Hay bancales con plantaciones de olivos. Una vez arrancados los árboles, aparecen máquinas que aplanan en el terreno. Puedo ver cómo las excavadoras abren huecos para echar el cemento. En días sucesivos, van creciendo los muros. Muy poco tiempo después, los tejados. Desde mi casa veo el movimiento de camiones, de obreros que se mueven de un sitio para otro. A la tarde, arañazos de color rojizo; por encima de ellos, crecen las paredes grisáceas. Todo tiene una triste fealdad”.
Ese mismo año, el 2 de octubre, despotrica contra los aeropuertos: “Metáforas de la modernidad: brilla, ofrece colores y luces llamativos, pero vista de cerca espanta, se levanta contra el individuo a cuyo servicio se supone que está, lo agrede”.
Y por último, ese año de dolor y resignación no resignada escribe el 16 de octubre: “Uno se vuelve caracol y se mete en su casita con las películas, los libros y las reproducciones de los cuadros que le gustaron en su momento, y solo muy despacio incluye nuevos socios en su club privado. Para no sentirte mal, tienes que decirte que has elegido una tradición y que, al fin y al cabo, eso es la cultura, la única forma para no perder el sentido común en medio del ruido de cada día, del ajetreo del mundo”.