El electricista jubilado que resucita el cine en un rincón de León
Un cinéfilo aficionado repara proyectores y piezas de enorme valor cultural para exponerlas en un museo en Veguellina de Órbigo, alejado de las constelaciones culturales
La liturgia comienza con un electricista jubilado de una empresa azucarera de León ciñéndose una gorra gris y poniéndose una bata con el lema “Operatore de la macchina”. El hombre tiene una silla de respaldo de tela como las de los cineastas en donde se lee: “Trébol el proyeccionista”. Selecciona con mimo un proyector Pathé Baby, una reliquia de 1912, agarra su manivela y la acciona para, sobre un sencillo panel, proyectar en blanco y negro y sin sonido las ...
La liturgia comienza con un electricista jubilado de una empresa azucarera de León ciñéndose una gorra gris y poniéndose una bata con el lema “Operatore de la macchina”. El hombre tiene una silla de respaldo de tela como las de los cineastas en donde se lee: “Trébol el proyeccionista”. Selecciona con mimo un proyector Pathé Baby, una reliquia de 1912, agarra su manivela y la acciona para, sobre un sencillo panel, proyectar en blanco y negro y sin sonido las cómicas andanzas de Charlot. Solo el traqueteo del aparato interrumpe el silencio. Miguel Pérez, Trébol o Trebolín para los amigos, sonríe satisfecho. “¡Aquí todo funciona!”, exclama, y abre los brazos como si quisiera abarcar con ellos el amplio museo del cine de Veguellina de Órbigo (León, 2.000 habitantes), con piezas incluso centenarias compradas y arregladas por él y cedidas a su ciudad para disfrute de cinéfilos o curiosos locales y forasteros.
El menudo Trébol, un leonés de 68 años, disfruta enseñando su colección. Lleva tres décadas volcando los conocimientos electromecánicos que aprendió de la industria remolachera sobre los cables, conexiones, lentes, motores e intestinos varios del séptimo arte. Ha dedicado su tiempo y su dinero a adquirir toda clase de aparatos, algunos totalmente estropeados, para resucitarlos con manos ágiles y tenacidad. Lo que comenzó en su casa de Veguellina comenzó a crecer y crecer, tanto en volumen como en calidad y valor, hasta que acordó un trueque muy altruista con el Ayuntamiento: el Consistorio le cedería un local que quedó en desuso y él crearía allí un museo del cine, inesperado por su lejanía con las constelaciones culturales. En el espacio hay varias hileras de butacas, unos 100 proyectores de todo tamaño, procedencia y condición, bobinas por doquier, carteles de películas históricas como Los Diez Mandamientos, Una noche en la Ópera o Cinema Paradiso y ese Totò, con quienes tantos amantes globales de la gran pantalla se identifican.
Trébol el primero. Se trata de su película favorita y de su posesión más preciada: tiene dos versiones de la cinta italiana, la normal y otra con un montaje del director para coleccionistas. Cómo no, si él también es un poco Totò: tenía 13 años cuando entró de aprendiz en un taller electromecánico y 14 al ingresar en los cines Apolo para hacer un poco de todo. También trabajó en los Gordón, pues de aquella había hasta competencia cinematográfica en Veguellina; hoy ya no quedan salas, tampoco las muchas abiertas en el León boyante de la minería y que siguieron el mismo fundido a negro que el carbón y el territorio: León ha ardido este verano bajo la alianza de la despoblación y la falta de prevención. El ahora sexagenario lamenta la decadencia de la provincia y reclama que, ante el cruel paso del calendario, alguien tendrá que gestionar y cuidar este tesoro cultural de Veguellina.
Pérez conserva las pruebas de esa riqueza cinematográfica en forma de incontables tacos de entradas de otras décadas con títulos ignotos para los jovenzuelos que se asombran cuando ven al operatore hacer magia con la manivela y descubrir las aventuras de Popeye el marino. “Me vuelco con los estudiantes de cine pero esto se va a tomar por saco todo, lo han barrido por completo”, comenta el leonés, que se alegra cuando algún pipiolo que se asoma al museo regresa tiempo después con un: “Gracias a tus explicaciones he sacado sobresaliente”.
Su colección diversa y completa ha propiciado la creación de un festival, el Luna de Cortos, y ha hecho que por el museo se asomen visitantes nacionales y extranjeros: un carrusel de mensajes cariñosos en el libro de firmas de la entrada lo comprueba. “Dear friend Miguel”, escribe una firma originaria de Calcuta para agradecer a su amigo español las enseñanzas. “Me lo quieren comprar todo en Madrid o en Barcelona, pero yo quiero que se quede aquí”, recalca el dueño, Medalla de Oro Lumière de cine en 2016 por su dedicación, pedagogía y conocimientos, y también colaborador en cursos de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
Las visitas guiadas que da por el museo, de hasta tres horas de duración, siempre incluyen a algún escéptico que al ver tanto aparato espeta un: “¡Chatarra!” que al final acaba retirando: “¡Esto es una maravilla!”. De chatarra nada, reitera Trébol, pues él se encarga de mantenerlo a punto. Incluso ha fabricado obturadores, poleas, ejes o rodillos de paso caseros cuando alguna máquina viene mellada o dañada por el abandono o el desuso. Hay proyectores en los que ha dedicado semanas y meses de trabajo con precisión quirúrgica. “¡Aquí no se vende nada!”, advierte el manitas, que sí peina el mercado para engrosar su muestra, aunque suele encontrarse una realidad casi unánime: “Nadie regala nada, es todo comprado y a veces faltan piezas que ya no existen y no se pueden fabricar”. Los males son habituales: motores quemados, el sonido no funciona, el rodillo se ha abrasado, los condensadores se han podrido o hay sistemas mal montados.
Trébol trabaja para sí mismo y para Veguellina, pero también cumple encargos de otros aficionados menos duchos en la reparación, que recurren desesperadamente a él buscando soluciones o componentes perdidos. Un pudiente coleccionista madrileño lo descubrió por sus apariciones en prensa y logró localizarlo tras llamar a los bares del pueblo preguntando por ese mago capaz de dar vida a motores muertos. “¡Cóbrame lo que sea!”, le rogó el cliente para curar sendos proyectores escacharrados. “Le cobré un precio justo”, recuerda este orfebre cinematográfico. Cuando le pidió sus honorarios recibió un: “Hubiera pagado el doble”. Pero el leonés, respondió, no, porque no es “ningún ladrón”.
La jubilación le ha permitido centrarse completamente en su pasión, que quedaba algo aparcada cuando llegaba la campaña del azúcar y la remolacha importaba más que los largometrajes. “Durante la pandemia desayunaba, comía y cenaba proyector”, resume este hombre pequeño, un remolino de energías y entusiasmo.
“Este juguete es de 1911”, musita Trébol al acariciar una de sus amadas Pathé Baby que luego proyectará secuencias de una París irreconocible hoy, recreaciones del Vía Crucis o los primeros coches recorriendo una ciudad. También láminas informativas como “Se prohíbe fumar” previas a la sesión y anuncios de “Gastronomía Merino”, “Motobia León” o “Almacenes Berciano”. Imágenes de otra época artística y socioeconómica donde otros Tréboles hacían soñar a una España privada de cines.